La Vendedora de Fósforos

Cuento de Hans Christian Andersen
Adaptación de Ethan J. Connery


Ilustración de Rose Art Studios
(Colección “El País de los Cuentos" · Froebel-Kan)

Era víspera de Navidad y en el pueblo, todo el mundo transitaba con prisa sobre la nieve para refugiarse al calor de sus hogares. Sólo una pequeña niña, vendedora de fósforos, no tenía dónde ir, y desde su pequeño rincón en la calle pregonaba incansable su modesta mercancía. La niña no podía volver a su casa porque su madrastra le había advertido que antes debía vender hasta el último fósforo que le quedara.

Entumida de frío, la niña miró a través de la ventana iluminada de una casa. Unos pequeños niños jugaban, junto a una chimenea, con sus nuevos juguetes de Navidad. Imaginó que sería maravilloso estar con esos niños, al calor de un hogar. Se divirtió al ver que adornaban con galletas de chocolate un abeto navideño.

De pronto llegó una helada brisa y la niña recordó que aun le quedaban fósforos por vender. En ese momento pasaba un señor de sombrero de copa y abrigo de chiporro. El hombre parecía tener prisa, pero la niña le preguntó:
— Perdone señor, ¿quiere usted fósforos?
— No, gracias. Hace mucho frío para sacar las manos de los bolsillos —respondió el hombre, y se marchó a toda prisa.
La niña vio al hombre marcharse y se sintió sola. Se acurrucó junto a un farol esperando sentirse acompañada. Al rato pasó una señora que llevaba una canasta, de la que salía un agradable aroma a pan caliente.
— Disculpe señora —preguntó la niña— ¿necesita usted fósforos?
— No niña ¿qué no ves que tengo prisa? Debo llevar el pan a casa antes que se enfríe.
— Perdone usted, señora. — respondió apenada la niña.
La mujer se fue casi corriendo porque el frío era demasiado; el viento comenzó a soplar y la nieve era cada vez más intensa. El frío metal del farol no parecía un gran compañero y la pequeña vendedora se refugió en el portal de la casa más cercana. Se acurrucó bajo el alero de la puerta y como aun sentía mucho frío, sacó un fósforo de la caja.
— No creo que mi madrastra se enoje si enciendo sólo uno para calentarme las manos —se dijo.
La niña encendió el fósforo y de pronto, a través de la luz le pareció ver un bello árbol de Navidad que resplandecía en llamativos colores. Estaba maravillada viendo esa aparición cuando el fósforo se apagó. Al cabo de un minuto quiso ver de nuevo el árbol, no estaba segura si lo que había visto era real, de modo que tomó otro fósforo y lo encendió.

Esta vez la niña vio a su abuela a quién apenas recordaba, pues la alcanzó a conocer cuando era muy chiquita.
— ¡Abuelita! —se dijo, sorprendida. Pero antes que pudiera decir algo más, el fósforo se apagó.
En ese momento se dio cuenta que sólo quedaba un fósforo en la caja. Se apenó pensando que la regañarían, pero como tenía mucho frío y quería volver a ver a su abuela, sacó el último palito y lo encendió.

Esta vez la llama era más grande y a través de la luz vio una figura, rodeada de un resplandor cálido, que se acercaba... era su madre, quién había muerto hace poco más de un año y a quién tanto echaba de menos. Su madre se veía alegre y estiraba sus manos para abrazarla.
— ¡Mamita, mamita... llévame contigo, que aquí me estoy muriendo de frío! —gritó la pequeña, sollozando de felicidad, mientras se abrazaba a su mamá.
Ya no sentía frío, sino un calor agradable. El calor del amor maternal. Su mamita la tomó en brazos y se llevó junto con el resplandor del último fósforo que caía sobre la fría nieve. A la mañana siguiente las gentes del pueblo descubrieron, junto a la entrada de una casa, el pequeño cuerpecito de la vendedora de fósforos que yacía helada, acurrucada en la nieve.

Fin