La Camisa del Hombre Feliz

Adaptación de Ethan J. Connery

En tiempos pasados, en tierras del norte, un importante y acaudalado Zar enfermó gravemente. A pesar de los esfuerzos, los mejores médicos del Reino no fueron capaces de darle mejoría a su estado. En su desesperación, el Zar ofreció la mitad de sus riquezas a quien tuviese el poder de curarle del mal que le afectaba. Su palacio se llenó médicos, magos, charlatanes y curanderos de todo tipo, ninguno de los cuales pudo darle solución a la enfermedad del desgraciado gobernante.

Un artista que pasaba por el Reino, trovador natural de oficio y por ende, artista de verdad, oyó de las penas del Zar y pidió verle en persona para dar solución a su mal.
─ Mi querido Señor, la única medicina que precisa vuestra gracia está al alcance de un sólo hombre, pero para llegar a ella es necesario que vos os pongáis la camisa del hombre feliz.
Al oír esto, el hijo del Zar envió a sus emisarios a buscar por las comarcas a un hombre feliz. Pasó el tiempo y al regreso solitario de los representantes se constató que en todo el Reino no existía un sólo hombre feliz.
─ ¡Cómo es posible que en todo el Reino de mi padre no exista un sólo hombre que se digne a sí mismo de ser feliz!
Al fracaso de los emisarios y envuelto en cólera, el hijo del Zar tomó su caballo y se lanzó por su cuenta a buscar al hombre feliz. Pasó las semanas buscando en las dinastías más poderosas, en los mejores palacios, en las más acaudaladas familias, y el pobre príncipe no encontraba al hombre feliz. Cansado de su deambular, en uno de sus trotes, se retiró a un bosque a descansar a la sombra de un enorme árbol marchito por el tiempo.
─ ¡Oh, que felicidad la mía! ¿Quién podría pedir más? —escuchó una voz detrás del árbol.
El príncipe se incorporó de inmediato y al dar la vuelta encontró a un hombre pobre y mal vestido que comía un duro pedazo de pan. A su lado una serie de ramas se elevaba a modo de rústica choza, bajo la cual una fogata hervía en campestre aroma una marmita.
─ ¡Perdone usted! -se acercó el príncipe.
─ ¡Amigo, pase, no esperaba invitados, pero lo poco que tengo puedo compartirlo!
─ No se preocupe, pero... ¿le he oído decir que es usted feliz?
─ En efecto, trabajo duro y por ello tengo una buena salud, mis amigos son pobres como yo, pero cordiales, mi mujer es una excelente cocinera y me adora... ¿hay algo más que pueda pedir?
Al oír esto, el príncipe sintió vergüenza propia de haber buscado la felicidad donde difícilmente la hallaría. Comprendió que el mal de su padre radicaba en la sombra de la tristeza nacida del materialismo existencial, la cual gran parte del mundo adopta como forma de vida. Impresionado en el alma de la sinceridad del hombre pobre pero feliz, el Príncipe le obsequió algún dinero y regresó al palacio.
─ Padre. Encontré al hombre feliz, pero no tenía camisa. Apenas si tenía un viejo jubón para cubrirse.
La historia rusa no dice qué fue del Zar, pero las lenguas americanas aseguran que el gobernante aprendió la lección e hizo de su vida una feliz aventura, cada día.

Fin