El gigante egoísta
Oscar Wilde

Todas las tardes a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del gigante; un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de un suave y verde prado. Las pequeñas aves apoyadas en el ramaje de los árboles cantaban con tal dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus alegres melodías.

Un día el gigante, que había ido a visitar su amigo el Ogro de Comish, y se había quedado con él durante siete años, regresó. En ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el gigante sintió el deseo de volver a su palacio. Al llegar encontró a los niños jugando en su jardín. Esto lo enfureció y les dijo con voz retumbante:

- ¿Qué hacen aquí? Este es mi jardín, todos saben eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Ante el enorme tamaño del gigante, los niños escaparon en desbandada. Más tarde el gigante puso un cartel dónde se podía leer:

"Jardín exclusivo del gigante:
la entrada está estríctamente prohibida
bajo las leyes de los ogros y gigantes."

El gigante era un egoísta y los niños se quedaron sin un lugar donde jugar. Con el tiempo intentaron jugar en otros lugares, pero no les gustó, y al pasar cerca del jardín del gigante, pensaban en los días felices que habían pasado ahí.

Cuando volvió la primavera, la ciudad se pobló de flores y avecillas. Pero en el jardín del gigante egoísta, curiosamente, estaba nevando. Como ya no había niños, las avecillas no cantaban y los árboles no florecían. Sólo una vez una pequeña flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió triste y volvió a hundirse en la tierra. Pero la nieve y la escarcha se sentían bién ahí, porque la primavera se había olvidado del jardín. La nieve cubrió la tierra con su blanco manto, y la escarcha cubrió de hielo los árboles. El viento del norte que pasaba por ahí, se sintió tan a gusto que decidió quedarse el resto del año. Luego llegó el granizo y las ventiscas, y como la primavera no tenía interés en el jardín del gigante, el invierno siguió alojándose ahí, por largo, largo tiempo.

Un día, el gigante egoísta se asomó a la ventana y vio que su jardín todavía estaba cubierto de un frío manto blanco, y pensó:

- ¿Por qué la primavera se demora tanto en llegar aquí? Ojalá pronto cambie este frío clima gris.

Pero la primavera no llegó, ni tampoco el verano. Cuando llegó el otoño, frutos dorados aparecieron en todos los jardines, pero no en el del gigante. Los frutales conversaban:

- El gigante es demasiado egoísta.
- Si, es verdad. No merece recibir de nuestros frutos su cosecha.
- Mejor sigamos durmiendo hasta el próximo año.

De esta manera el gigante quedó sumido en un eterno invierno junto al viento del norte, las ventiscas, el granizo, la escarcha y la nieve, que danzaban fríamente, como torbellinos, entre sus árboles.

Una mañana, el gigante estaba en la cama cuando oyó una hermosa música que llegaba de afuera. Sonaba tan dulce que pensó que se trataba del rey elfo que pasaba por allí. En realidad era un jilguerito que, cansado del calor, había buscado refrescarse frente a la fría ventana de la casa del gigante. Había pasado mucho tiempo que en el jardín helado no se escuchaba cantar un pájaro. El gigante le pareció que el canto de la avecilla era la música más bella del mundo. En ese momento el granizo detuvo su danza, el viento del norte dejó de rugir, y un delicioso aroma de primavera entró por la ventana.

- ¡Qué alegría! -se dijo el gigante- Al parecer llegó por fin la primavera.

...y saltó de la cama para correr a la ventana. Al llegar vió un espectáculo maravilloso: los niños habían entrado al jardín por una brecha en el muro, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, los árboles estaban tan felices que se habían cubierto de flores y las avecillas revoloteaban alrededor de ellos, cantando alegres tonadas. Era un hermoso espectáculo. Sólo, el invierno se escondía en un rincón a dónde los niños no habían llegado: el rincón más apartado del jardín. Un niñito se acercó a un árbol, pero era tan pequeñín que no logró alcanzar las ramas de un árbol que ahí había. El niño dió vueltas alrededor del viejo tronco y luego se puso a llorar. El pobre árbol aun cubierto de escarcha y nieve, sostenía en sus ramas a la ventisca y el viento del norte. El gigante sintió que el corazón se le derretía.

- ¡Qué egoísta he sido! -exclamó- Ahora entiendo por qué la primavera no vino a visitar mi jardín. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después derribaré el muro y quitaré el cartel. Quiero que desde hoy mi jardín sea siempre un lugar para que los niños puedan jugar.

El gigante, sinceramente arrepentido, bajó la escalera, abrió con cuidado la puerta del palacio y salió al jardín. Cuando lo vieron, los niños se aterrorizaron y corrieron al escape. El invierno aprovechó ese momento y volvió a apoderarse del jardín.

Pero, en el rincón, el niño más pequeñín no corrió, porque tenía los ojos llenos de lágrimas y no vio al gigante que se acercó por detrás. Con cuidado, lo levantó con sus manos y lo subió al árbol. El árbol floreció de repente, y las avecillas llegaron a cantar. El niño agradecido, abrazó el cuello del gigante y le besó. Cuando los otros niños vieron eso, llegaron junto al gigante y descubrieron que ya no era malo. El jardín se llenó de niños y el invierno desapareció como si nunca hubiese estado allí. La primavera había hecho las pases con el gigante y su jardín...

- De ahora en adelante -dijo el gigante a los niños- podéis jugar siempre en el jardín, será para vosotros.

Y tomando su hacha, echó el muro abajo y rompió el cartel. Al mediodía, toda la gente del pueblo pudo ver al gigante jugando con los niños y se sorprendían de su cambio y de lo hermoso del jardín. Al llegar la tarde, los niños se despidieron del gigante, y el gigante preguntó:

- ¿Dónde está el pequeñín? ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El gigante se había encariñado con él, y los niños le contestaron:

- No sabemos, se fue caminando solito.
- Ojalá que vuelva mañana -dijo el gigante- pueden invitarlo también.
- No sabemos dónde vive porque nunca lo habíamos visto antes.

El gigante se quedó triste. Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el gigante, pero el pequeñin no aparecía y el gigante lo echaba de menos. Pasó entonces mucho tiempo, pasaron años y el gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no salía a jugar y sentado en un enorme sillón, miraba la alegría de los niños que admiraban su jardín.

-Tengo hermosas flores -pensaba- pero todo es gracias a los niños.

Una mañana de invierno, miró por la ventada mientras se levantaba. Ya no odiaba el invierno porque sabía que la primavera llegaría con el tiempo, que sólo dormía mientras sus flores descansaban.

De pronto se restregó los ojos y miró maravillado: en el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto de flores blancas. Sus ramas eran doradas y de ellas colgaban frutos de plata. Bajo el árbol, el pequeñito a quién tanto había echado de menos, se encontraba parado.

- ¡Que extraño! -pensó- ¡Después de tantos años sigue siendo el mismo niño! ¡Pero no importa me alegra haberle encontrado!

Lleno de emoción el gigante se acercó al niño y notó que se encontraba herido. Esto impresionó al gigante, quién preocupado preguntó:

- ¡Por Dios! ¿Quién te ha hecho daño? ¿Has caído del árbol?

El niño sonrió al gigante, y le dijo:

- Son sólo heridas del corazón humano.
- ¿Quién eres? -le preguntó el gigante.

Un extraño temor invadió el alma del gigante y cayó de rodillas ante el pequeño, quién le respondió:

- Una vez me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el mío, que está arriba, en las estrellas.

Cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al gigante muerto debajo del árbol, pero no se le veía triste, sólo parecía dormir, rodeado de flores blancas y pequeñas avecillas.


FIN
El lobo y la siete cabritas
Hermanos Grimm


Érase una vez una vieja cabra que tenía siete cabritas, a las que quería tan tiernamente como una madre puede querer a sus hijos. Un día quiso salir al bosque a buscar comida y llamó a sus pequeñas:

- Hijas mías, voy al bosque. Mucho cuidado con el lobo, pues si entra en la casa las devorará a todas sin dejar ni un pelo. El bribón suele disfrazarse, pero lo reconocerán por su voz ronca y sus patas negras.
- No te preocupes, mamá. Tendremos mucho cuidado, marcha tranquila.

La vieja cabra se despidió de sus hijas y se fue confiada al bosque. No había transcurrido mucho tiempo cuando llamaron a la puerta y una voz dijo:

- Abran hijitas: soy su mamá que estoy de vuelta y les traigo un regalo a cada una.

Pero las cabritas comprendieron, por la voz ronca, que se trataba del lobo.

- No te abriremos porque no eres nuestra mamá. Ella es de voz suave y cariñosa, y la tuya es ronca: tu eres el lobo.

Enfadado, el lobo se fue a la tienda y compró un gran trozo de queso y se lo comió para suavizar su voz, y regresó a la casa de las cabritas, llamando nuevamente a la puerta:

- Abran hijitas su mamá les trae un regalo a cada una.

Pero el lobo había puesto su pata negra en la ventana, y al verla las cabritas exclamaron:

- No, no te abriremos. Nuestra madre no tiene las patas negras como tú. ¡Eres el lobo!

Corrió entonces el muy bribón a un tahonero y le dijo:

- Mira, me lastimé un pie. Úntamelo con un poco de pasta.

Con la pata untada fue al encuentro del molinero:

- Échame harina blanca en el pie.

El molinero, comprendiendo que el lobo tramaba alguna tropelía, se negó al principio, pero la fiera lo amenazó:

- Si no lo haces, te devoraré.

El hombre, asustado, le blanqueó la pata y así el rufián volvió por tercera vez a la casa de las cabritas y llamando, dijo:

- Abranme pequeñas. Soy su mamá que está de regreso y les trae ricas cosas del bosque.

Las cabritas replicaron:

- Muéstranos la pata; queremos asegurarnos de que eres nuestra mamá.

El lobo astuto puso la pata en la ventana, y, al ver ellas que era blanca, creyeron que eran verdad sus palabras y se apresuraron a abrir. No más abrir la puerta y el lobo entró...

- ¡¡ Es el lobo, es el lobo !! -gritaban las cabritas.

Todas fueron a esconderese. Una se metió bajo la mesa, otra en la cama, otra en el horno, otra en la cocina, otra en la quinta, otra en el armario, la sexta bajo el fregadero y la más pequeña en la caja del reloj. Pero el lobo fue descubriéndolas una tras otra y, sin esperar, se las engulló a todas, menos a la más chiquitita que se encontraba oculta en la caja del reloj. Ya satisfecho del todo, el lobo se alejó a un trote ligero y se echó a dormir sobre un verde prado y a la sombra de un árbol.

Al cabo de poco regresó a la casa la vieja cabra, y encontró la puerta abierta de par en par. La mesa, las sillas y bancos, las mantas y almohadas, todo estaba volcado y revuelto. Buscó a sus hijitas pero no aparecieron por ninguna parte, las llamó a todas por sus nombres pero ninguna contestó. Al final dijo el nombre de la última, la más chiquita y ella le respondió asustada:

- Mamá, ¡estoy en la caja del reloj!

La cabra sacó a su hijita y ella le contó todo lo que había pasado. ¡Que desconsuelo para la pobre cabra vieja que había perdido a sus hijitas! Cuando ya no le quedaban más lágrimas, salió la cabra al campo en compañía de su pequeña, y al llegar al prado encontró al lobo dormido debajo de un árbol. Tan dormido estaba que sus ronquidos hacían temblar las ramas.

Lo miró de cerca y notóque su panza se movía, y pensó:

- Mis hijitas aun están vivas en su panza.

Y envió a la pequeña a la casa a toda prisa para buscar las tijeras, aguja e hilo. Mientrasel lobo dormía abrió entonces su panza y apenas había empezado a cortar cuando una de las cabritas asomó la cabeza. Al seguir cortando saltaron las seis afuera, una tras otra y todas vivitas y sin ningún daño salieron del malvado animal, esto porque el lobo había sido tan glotón que las había engullido enteras. ¡Que regocijo para la mamá cabra! Las cabritas se abrazaron a su mamá, pero la cabra dijo entonces:

- Vamos cabritas, tráiganme piedras para llenar la panza del lobo, ahora que aun sigue dormido. Las siete cabritas corrieron en busca de piedras y las fueron metiendo en la barriga del animal, hasta que ya no cupieron más. Entonces la mamá cosió la piel con tanta presteza y suavidad, que la fiera no se dio cuenta de nada ni hizo el menor movimiento. Terminada la siesta, el lobo se levantó, y como tenía lleno de piedras el estómago, ledió mucha sed y caminó hasta dar con un pozodeagua para beber. Mientras andaba se movía de un lado para otro y las piedras chocaban entre sí haciendo gran ruido, y el lobo exclamó:

- ¿Qué será este ruido que suena en mi barriga? Creí que eran seis cabritas, más ahora parecen chinitas.

Al llegar al pozo e inclinarse sobre el brocal, el peso de las piedras lo arrastró y lo hizo caer al fondo, donde se ahogó miserablemente. Viéndolo las cabritas, acudieron corriendo y gritando jubilosas:

- ¡Se murió el lobo! ¡Se murió el lobo!

Y, con su mamá, felices de que el peligro hubo desaparecido para siempre, se pusieron a bailar en torno al pozo.
Los 3 cerditos y el lobo feroz

Junto a sus papás, tres cerditos habían crecido alegremente en una cabaña del bosque. Y cómo ya eran mayores, sus papás decidieron que era hora de que hicieran, cada uno, su propia casa. Así fue como los tres cerditos se despidieron de sus papás, y fueron a ver cómo era el mundo.

El primer cerdito, el perezoso de la familia, decidió hacer una casa de paja. En un minuto la choza estaba hecha. Y después de cantar:

- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Al lobo al lobo! ♫
- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Nadie teme al lobo! ♫

...se relajó y se echó a dormir.

El segundo cerdito, el glotón, prefirió hacer una cabaña de madera. No tardó mucho en construirla. Y luego de cantar:

- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Al lobo al lobo! ♫
- ¿Quién teme al lobo feroz? ¡Nadie teme al lobo! ♫

...se echó a comer manzanas.

El tercer cerdito, muy trabajador, optó por construirse una casa de ladrillos y cemento. Pensó que tardaría más en construirla pero se sentiría más protegido. Después de un día de mucho trabajo, la casa quedó excelente, grande y acogedora. Pero ya se hacía tarde y se empezaban a oír los aullidos de un lobo en el bosque.

El lobo feroz no había comido en todo el día, así que no tardó mucho para que se acercara a las casas de los tres cerditos. Hambriento y con ganas de hacerse un festín de puerquito, el lobo se dirigió a la casa del primer chanchito y dijo:

- ¡Ábreme la puerta! ¡Ábreme la puerta o soplaré y tu casa derribaré!

El cerdito asustado, taponeó la puerta con una silla y cómo no la abrió, el lobo sopló con fuerza, y derrumbó la casa de paja. El cerdito, temblando de miedo, salió corriendo y entró en la casa de madera de su hermano. Así que el lobo le siguió, y delante de la segunda casa, llamó a la puerta, y dijo:

- ¡Ábranme la puerta, chanchitos! ¡Ábranme la puerta!

Pero el segundo cerdito no la abrió, así que el lobo los engañó diciendo en voz alta:

- ¡Estos cerditos son demasiado inteligentes para mí! ¡Mejor me voy!

...e hizo ruido de pasos como si se hubiera ido. Los cerditos lo creeron y empezaron a cantar y bailar dentro de la casa de madera, y así pasaron los minutos, pero los cerditos aun no habrían la puerta. Cansado de esperar, el lobo se disfrazó entonces de oveja, fue hasta la puerta y se metió en un canasto. Luego tocó la puerta y dijo:

- Cerditos, cerditos... soy una ovejita que quedó huérfana y no tengo casa. ¿me puedo quedar con ustedes en su linda casita?

Pero los puerquitos eran muy listos y reconocieron la voz fingida del lobo feroz, así que le respondieron a la vez:

- ¡Lobo mentiroso! ¡A nosotros no nos engañas! ¡No caeremos en tus tretas!

Enojado, el lobo se quitó el disfraz y les gritó hacia adentro:

- ¡Entonces soplaré y soplaré y esta casa derribaré!

Y el lobo sopló y sopló un par de veces, y la cabaña se fue por los aires. Asustados, los dos cerditos corrieron y corrieron, escapando del lobo y se fueron a la casa de ladrillos del tercer hermano. Pero, cómo el lobo estaba decidido a comérselos, llamó a la puerta y gritó:

- ¡Ábranme la puerta, cerditos! ¡Ábranme la puerta o soplaré y soplaré y esta casa también derribaré!

Pero, desde adentro, se escucho una voz muy tranquila, la voz del cerdito trabajador, que le dijo:

- ¡Sopla todo lo que quieras, lobo tonto! ¡En tu vida el viento se ha llevado un ladrillo!

Entonces el lobo sopló, sopló y sopló... y siguió soplando con todas sus fuerzas, pero la casa seguía de píe y muy firme. La casa era muy fuerte y resistente y el lobo terminó quedándose casi sin aire. El lobo se cansó, pero como tenía hambre no desistió y, trepando una pared, subió al tejado de la casa y se deslizó por el hueco de la chimenea. Estaba decidido a comerse a los tres chanchitos a como diera lugar. Pero lo que él no sabía es que entre los tres cerditos pusieron al final de la chimenea, un caldero con agua hirviendo, y cuando el lobo intentó meterse, cayó por la chimenea directamente al agua caliente.

- ¡Auuuuuuuuuuuuuuuuch!

Se oyó el más largo aullido de toda la tarde. El lobo saltó como un cohete por la chimenea para afuera y fue a parar lejos en el bosque, y al caer siguió corriendo y corriendo para nunca más volver.

Y así fue como los tres hermanos cerditos, los tres valientes chanchitos, los tres simpáticos puerquitos, los tres inteligentes cochinitos, pudieron vivir tranquilamente el resto de sus vidas, ya que ese día tanto el perezoso como el glotón aprendieron el valor del trabajo bien realizado y en cosa de una semana construyeron sus propias cabañas junto a la del hermano que los había salvado.


FIN
La aventura de Momótaro
Cuento Tradicional Japonés
Adaptación de Ethan J. Connery

Hace mucho, en algún pequeño pueblo del lejano Japón vivía una pareja de ancianos. Un día el anciano salió a la montaña a recoger leña mientras que la anciana fue al río a lavar la ropa. En eso estaba la señora cuando un enorme melocotón Momó bajaba por el río. La anciana lo recogió y se lo llevó a su casa. Al regresar el viejo por la noche, se sorprendió de ver tan enorme melocotón y dijo:

- ¡Qué Momó tan grande encontraste vieja!, ¿que tal si lo probamos?
- ¡Sí, vamos a cortarlo! - contestó la anciana.

El viejo partió el melocotón, y... ¡Oh, sorpresa! en su interior apareció un pequeño niño. Los ancianos se sorprendieron sobremanera, y estaban muy alegres porque nunca habían tenido hijos.

- ¡Lo llamaremos Momotaro! porque nació del Momó.

Momotaro comía mucho, era un buen hijo y creció fuerte y robusto, hasta que llegó a ser el más fuerte de su aldea. Sólo había un problema: Momotaro nunca había pronunciado una sóla palabra. Por esos días corría el rumor que unos monstruos causaban alborotos y cometían fechorías por distintos pueblos. Ante eso, Momotaro pensaba para sí:

- ¡Es una injusticia, nadie debiera tolerar esta situación!

Un día excepcional los monstruos se cansaron de molestar a la gente y se fueron a su lejana isla donde vivían. Ese día Momotaro comenzó a hablar y le dijo a sus padres:

- ¡Voy a la isla de los monstruos a pelear y vencer a esos malvados que siempre atormentan a la gente! Por favor ayúdenme a preparar mi viaje.

Los ancianos se sorprendieron de escuchar la voz de Momotaro. Luego de su asombro, el anciano, se dirigió a Momotaro diciéndole:

- Hijo mío, es mejor que desistas de esa idea... ¡es muy peligrosa!

Pero los ancianos al ver la determinación de Momotaro, decidieron finalmente apoyarle, y le entregaron ropas nuevas y alimento para su viaje. La anciana le preparó un kibi dango, una albóndiga de harina de mijo, y Momotaro partió hacia la isla de los monstruos. Los ancianos rezaban para que su hijo se encontrara sano y salvo. En eso se encontró en el camino con un perro que le dijo:

- ¡Oiga! Déme un dango por favor, yo le compensaré de alguna forma.

Momotaro le entregó un dango y siguieron juntos el camino. Más tarde se encontraron con un mono, el cual pidió a Momotaro otro dango. Momotaro se lo dió y los tres siguieron por el camino, muy amigos. Caminaron y caminaron por bosques y montañas, hasta que se encontraron con un faisán que no había comido en todo el día. Al ver a Momotaro se acercó y le pidió un dango, uniéndose al grupo. Días más tarde salieron de los bosques y llegaron a una playa. La isla de los monstruos se veía en la distancia. En la playa y junto al bosque, encontraron una enorme planta Momó. Los melocotones eran tan grandes que decidieron partir uno a la mitad y usarlo como barco para llegar hasta la isla. Así fue como los amigos: el perro, el mono y el faisán junto a Momotaro, llegaron a la playa de la isla de los monstruos. Una gran pared de piedra se extendía ante ellos, y detrás, las montañas y bosques de la isla. El faisán hizo un vuelo de reconocimiento y al regresar le dijo al grupo:

- Ahora todos los monstruos están tomando Sake y algunos se han quedado dormido debido al licor.

Momotaro sabía que era la ocasión de atacar y dijo:

- ¡Vamos a por ellos!

Pero cuando recorrieron la pared de piedra no pudieron entrar, porque un gran portón que se encontraba cerrado era el único acceso al interior de la isla. En ese momento el mono trepó, saltó el portón y abrió la cerradura. Los cuatro amigos entraron a la vez y los monstruos se asustaron al verlos, pues no los esperaban. El perro mordió a un guerrero de los monstruos, el mono arañó a su general y el faisán picoteaba a un vasallo. En eso Momotaro elevó su energía (su kí) y le dió un cabezazo al Rey de los monstruos, ordenándole:

- ¡Ya no hagan más cosas malas y no asusten a la gente!

Los monstruos, espantados ante el poder de Momotaro y su ejército de amigos prometieron nunca más hacer mal a nadie si él los perdonaba:

- Perdonenos, por favor, señor: jamás volveremos a asustar a nadie, perdónenos... snif !!

Momotaro les perdonó y recuperó todos los tesoros que los monstruos habían robado a la gente. Finalmente los amigos regresaron sanos y salvos, embarcados en el melocotón, y luego a la casa de Momotaro. Los ancianos se alegraron al verlos y todo el pueblo les animó porque habían recuperado tantos tesoros.


FIN
Las tres moscas
Un samurai cenaba solo en una mesa de un albergue aislado. Tres moscas revoloteaban continuamente alrededor de él, pero su calma era sorprendente. Tres Ronin entraron en el albergue. Inmediatamente contemplaron con ansias el magnífico par de sables que llevaba el hombre solitario. Seguros de sí mismos, tres contra uno, se sentaron en la mesa de al lado y comenzaron a provocar al samurai.

Este permaneció imperturbable, como si ni siquiera hubiese sentido la presencia de los ronin. Lejos de desalentarse, éstos de burlaron de él cada vez más. De pronto, con tres gestos rápidos, el samurai atrapó las tres moscas que aleteaban a su alrededor con los palillos que tenía en la mano. Después, tranquilamente, dejó los palillos, totalmente indiferente a la conmoción que había causado en los tres ronin.

En efecto, no solamente se callaron de golpe, sino que presos del pánico huyeron a toda prisa. Habían comprendido a tiempo que no podían atacar a un hombre de tan temible maestría.

Más tarde supieron con escalofríos que ese hombre que tan hábilmente les había desalentado era, nada más y nada menos que el famoso Maestro... Miyamoto Musashi.
La escuela del combate sin arma
El célebre Maestro Tsukahara Bokuden atravesaba el lago Biwa sobre una balsa con otros viajeros. Entre ellos se encontraba un samurai extremadamente pretencioso que no paraba de vanagloriarse de sus proezas y su dominio del sable. Según él, era el campeón del Japón en todas las categorías. Y los demás viajeros que escuchaban con una admiración mezclada con miedo parecían creérselo todo. Pero Bokuden se mantenía alejado tranquilamente y no parecía tragarse todas esas bagatelas. El samurai se dio cuenta y, vejado, se acercó a Bokuden para decirle:

- Tú también llevas un par de sables. Si eres samurai, ¿por qué no dices algo?

Bokuden respondió tranquilamente:

- No me siento aludido por tus historias. Mi arte es diferente al tuyo: no consiste en vencer a los demás sino en no ser vencido.

El samurai se rascó la cabeza y preguntó:

- ¿A que escuela perteneces?
- A la escuela del combate sin arma.
- ¿Por qué llevas dos sables en ese caso?
- Eso me obliga a ser Maestro de mí mismo para no responder a las provocaciones. Es un desafío sagrado.

El samurai, exasperado, continuó:

- ¿Y piensas verdaderamente que puedes combatir conmigo sin sable?
- ¿Por qué no? ¡Incluso es posible que te gane!

Fuera de sí, el samurai gritó al barquero que remara hacia la orilla más cercana, pero Bokuden sugirió que sería mejor ir hasta una isla, lejos de los hombres, para no provocar una multitud y estar así más tranquilos. El samurai aceptó. Cuando la balsa alcanzó una isla deshabitada, el samurai saltó rápidamente a tierra y desenvainó su sable, dispuesto al combate. Bokuden se despojó cuidadosamente de sus dos sables, se los entregó al barquero y se dispuso a saltar a tierra, cuando, de pronto, cogió la pértiga del barquero y empujó la barca agua adentro, alejándose, impulsado por la corriente. El samurai se quedó en la isla gesticulando de furia. Bokuden se volvió hacia él y le gritó:

- ¡Te das cuenta, esto es vencer sin arma!
Las puertas del paraíso
Un samurai se presentó delante del Maestro Zen Hakuin y le preguntó:

- ¿Existen realmente el infierno y el paraíso?
- ¿Quién eres tú? -preguntó el Maestro.
- Soy el samurai...
- ¡Tú, un guerrero! -exclamó Hakuin- Pero mírate bien ¿qué señor va a querer tenerte a su servicio. ¡Pareces un mendigo!

La cólera se apoderó del samurai. Aferró su sable y lo desenvainó. Hakuin continuó:

- ¡Ah, incluso tienes un sable! Pero seguramente eres demasiado torpe para cortarme la cabeza.

Fuera de sí, el samurai levantó su sable dispuesto a golpear al Maestro. En ese momento éste le dijo:

- Aquí se abren las puertas del infierno.

Sorprendido por la seguridad tranquila del monje, el samurai envainó el sable y se inclinó respetuosamente.

- ¡Aquí se abren las puertas del paraíso!
El maestro de té y el ronín
El señor de Tosa se dirigió a Yedo, la capital, para una visita oficial al shogun. Había llevado con él a su Maestro de cha no yu, del que se sentía muy orgulloso. El cha no yu, la ceremonia del té, es un arte japonés fuertemente influenciado por el Zen. Cada gesto debe ser realizado con una gran concentración. Se trata de saborear, gracias a un delicado ritual, el misterio del "aquí y ahora". El Maestro de té tuvo que vestirse como un samurai para poder entrar en el palacio, y por lo tanto debió llevar su signo distintivo, es decir, dos sables. Varios días después de su llegada a Yedo, el especialista de cha no yu no había salido aún del palacio. Varias veces por día ejercía su arte en las habitaciones de su señor, ante la gran alegría de sus invitados. Incluso llegó a oficiar en presencia del shogun. Un día, el señor le dio permiso para dar una vuelta por la ciudad. El Maestro de té, siempre vestido de samurai, aprovechó esta oportunidad y se aventuró por las calles bulliciosas de Yedo. Cuando se disponía a cruzar un puente, fue empujado repentinamente por un ronin, uno de esos guerreros errantes que son o bien valerosos caballeros, o bien truhanes de marca mayor. Este tenía el aspecto de ser de la peor especie. Dijo fríamente:

- Así que eres un samurai de Tosa. No me gusta ser empujado de esa manera: me gustaría que arregláramos esta pequeña diferencia con el sable en la mano.

El Maestro de té, desamparado, terminó por confesar la verdad:

- No soy un verdadero samurai, a pesar de las apariencias. sólo soy un humilde especialista de cha no yu que no conoce absolutamente nada del manejo del sable.

El ronin no quiso creer su historia. Sobre todo porque su verdadera intención era sacar un poco de dinero de esta víctima cuya naturaleza poco valiente había presentido. Fue inflexible. Levantó el tono para impresionar a su interlocutor. Enseguida se formó una multitud alrededor de estos dos hombres. Aprovechando la ocasión, el ronin le amenazó con declarar públicamente que un samurai de Tosa era un cobarde, que tenía miedo de luchar. Viendo que era imposible hacer entrar en razón al ronin y temiendo que su conducta pudiera alcanzar el honor de su señor, el Maestro de té se resignó a morir. Aceptó el combate. Pero como no quería dejarse matar pasivamente, para que no dijeran que los samurais de Tosa no sabían luchar, tuvo una idea: unos minutos antes había pasado por delante de una escuela de sable. Pensó entonces que en ella podría aprender como coger un sable y afrontar honorablemente una muerte inevitable. Explicó pues al ronin:

- Tengo que cumplir una misión que mi señor me ha encargado. Esto me puede llevar un par de horas. ¿Tendría usted la paciencia de esperarme aquí?

El ronin aceptó el plazo, respetando caballerosamente las reglas del bushidô o tal vez porque imaginaba que su víctima necesitaba ese tiempo para reunir una suma de dinero disuasiva. Nuestro especialista de cha no yu fue corriendo a la escuela que había visto antes y pidió una entrevista urgente con el Maestro de sable. El portero no estaba muy dispuesto a dejar entrar a este extraño visitante que no parecía estar en un estado normal, y, sobre todo, que no tenía ninguna carta de recomendación. Pero, impresionado por la expresión atormentada del hombre, decidió finalmente introducirlo y presentarle al Maestro. Este escuchó con mucho interés a su visitante que le contó su desgracia y su deseo de morir como un samurai.

- Este es un caso único -declaró el Maestro de sable.
- No es el momento de bromear -replicó el visitante.
- Oh, de ninguna manera, se lo aseguro. Es usted una excepción realmente. Por lo normal, los alumnos que vienen a verme quieren aprender el manejo del sable y a vencer. Usted quiere que yo le enseñe el arte de morir. De acuerdo, pero puesto que usted es Maestro en un arte incomparable, ¿podría usted servirme una taza de té?.

El visitante no se hizo rogar ya que ciertamente era para él la última ocasión de practicar su arte. Olvidando su trágico destino, preparó cuidadosamente su té, después lo sirvió con una calma sorprendente. Ejecutó cada gesto como si ninguna otra cosa fuera importante en ese instante. El Maestro de sable le observó atentamente durante toda la ceremonia y se sintió profundamente impresionado por el grado de concentración de su visitante.

- ¡Excelente -exclamó-, excelente! El nivel de maestría que usted ha alcanzado practicando su arte es suficiente para conducirle dignamente delante de no importa qué samurai. Usted tiene todo lo que hace falta para morir con honor, no se preocupe. Escuche solamente algunos consejos: cuando vea al ronin, piense ante todo que va a servir el té a un amigo. Después de haberle saludado cortésmente, déle las gracias por el plazo acordado. Doble delicadamente su capa y póngala en el suelo con el abanico encima, exactamente como hace para la ceremonia del té. Átese el pañuelo de coraje alrededor de su cabeza, recójase las mangas y anuncie a su adversario que está preparado para el combate. Desenvaine su sable y levántelo por encima de su cabeza. Cierre los ojos. Concéntrese al máximo de sus posibilidades para bajar su arma vigorosamente justo en el momento en el que oiga al ronin lanzar su grito de ataque. Apuesto que este combate será una masacre mutua.

El visitante dio las gracias al Maestro del sable por sus preciosos consejos y volvió al puente donde le esperaba el ronin. Siguiendo las instrucciones que había recibido, el especialista de cha no yu se preparó para el combate como si estuviera ofreciendo una taza de té a un invitado. Cuando levantó el sable y cerró los ojos, la cara de su adversario cambió de expresión. El ronin no creía en sus ojos. ¿Era el mismo hombre el que se encontraba frente a él? El Maestro de té, en un estado de extrema concentración, esperaba el grito que sería la señal de su último momento, de su última acción. Pero pasaron varios minutos que le parecieron horas y el grito no se dejaba oír. No pudiendo resistir más, nuestro improvisado samurai terminó por abrir los ojos... ¡Nadie! ¡no había nadie frente a él!

El ronin al no saber como atacar a este temible adversario que no mostraba ningún fallo en su concentración, ni ningún temor en su actitud, retrocedió paso a paso hasta desaparecer a toda prisa, bien contento de haber podido salvar su pellejo.
En las manos del destino

Un gran general, llamado Nobunaga, había tomado la decisión de atacar al enemigo, a pesar de que sus tropas fueran ampliamente inferiores en numero. Él estaba seguro que vencerían, pero sus hombres no lo creían mucho. En el camino, Nobunaga se detuvo delante de un santuario Shinto. Declaro a sus guerreros:
— Voy a recogerme y a pedir la ayuda de los kamis. Después lanzaré una moneda. Si sale cara venceremos, si sale cruz perderemos. Estamos en las manos del destino.
Después de haberse recogido unos instantes, Nobunaga salió del templo y arrojó una moneda. Salió cara. La moral de las tropas se inflamó de golpe. Los guerreros, firmemente convencidos de salir victoriosos combatieron con una intrepidez tan extraordinaria que ganaron la batalla rápidamente. Después de la victoria, el ayuda de campo del general le dijo:
— Nadie puede cambiar el destino. Esta victoria inesperada es una nueva prueba.
— ¿Quién sabe? -respondió el general, al mismo tiempo que le enseñaba una moneda trucada, que tenía cara en ambos lados.
El corte perfecto


Los discípulos de Kenkichi Sakakibara, que enseñaba el arte del sable, comenzaban a preguntarse seriamente si su Maestro no se había vuelto loco. Desde hacía un mes se entregaba regularmente a la siguiente ocupación: intentaba romper un casco de acero de un sablazo. En vano, ya que a cada tentativa, la hoja rebotaba, se torcía o se rompía sobre el casco cuyo acero permanecía intacto.

¿No sabía Sakakibara que nadie era capaz de tal proeza? En efecto, el casco del samurai estaba hecho con un acero de una calidad superior y de tal manera que ningún arma pudiera atravesarlo. Incluso las balas de mosquetón rebotaban en él haciendo saltar chispas...

Pero es verdad que las epopeyas de los guerreros cuentan que algunos héroes de antaño habían sido capaces de hendir su sable en el casco. En honor de estos héroes, cada año tenía lugar delante del emperador una ceremonia de kabuto wari (corte de casco). Los discípulos de Sakakibara ignoraban que su Maestro había sido invitado a participar en ella. En la víspera del campeonato, Sakakibara no había conseguido aún cortar el casco. Su desesperación era ilimitada ya que consideraba que si fracasaba en esta prueba se le reprocharía haber traicionado la confianza del emperador. Con la muerte en el alma se dirigió al palacio imperial para la ceremonia de kabuto wari. Los mejores expertos habían sido invitados. Cada uno a su turno intentaron su suerte, pero el casco permaneció intacto, sin la menor señal de haber sido cortado. Por el contrario, las hojas rotas fueron numerosas. Sólo quedaba Sakakibara.

Cuando llegó su turno, se arrodilló frente al emperador esforzándose en ocultar su derrota y saludó respetuosamente. A continuación se acercó al casco y, con el sable en la mano, se quedó inmóvil. A partir de ese momento, todo reposaba en él, el último, el único que podía ofrecer al emperador algo más que un fracaso. Sabiendo que sus fuerzas habituales eran insuficientes, intentó concentrarse al máximo de sus posibilidades. No había nada que hacer. Se sentía completamente deshecho, vacío. En ese momento algo cedió, algo se abrió en él. Una energía misteriosa, un ki irresistible se extendió por todo su ser.

Todo sucedió a continuación como por arte de magia. Su sable se levantó lentamente por encima de su cabeza para descender con la velocidad del rayo. En ese mismo momento, un kiai surgió de las profundidades de su ser, un grito que resonó como un trueno. El casco no se había movido, pero el sable estaba intacto. Cuando el juez examinó el casco, constató que había sido hendido unos doce centímetros. ¿Por qué Sakakibara triunfó allí donde tantos habían fracasado? Tal vez, dicen algunos, porque había tomado la determinación de realizar el seppuku (suicidio ritual por el hara kiri) si fracasaba.
El ojo del guerrero
Gran amante del Teatro No, Tajima no kami, profesor de sable del shogun, asistía a un espectáculo en el que estaba reunida la Corte. El actor más famoso de la época actuaba ese día. Tajima observaba atentamente su actuación que manifestaba un gran dominio de sí. Su concentración parecía sin fallo, sus gestos no dejaban ninguna abertura, exactamente igual que un guerrero experimentado. Desde el comienzo de la representación Tajima no le quitó el ojo de encima ni un solo instante. De pronto, el Maestro Tajima lanzó un kiai en dirección al actor, un grito discreto, pero que no pasó desapercibido... Un murmullo recorrió la asistencia. Todo el mundo se intercambiaba las miradas. El shogun mismo se volvió para conocer la procedencia de ese grito. Cuando el espectáculo hubo acabado, el shogun convocó a Tajima y le preguntó la razón de su extraña conducta. El Maestro se contentó con declarar:

- Pregunte al actor, él lo sabe.

El actor confesó efectivamente:

- El kiai surgió en el mismo momento en el que tuve un segundo de distracción producido por un cambio en el decorado.
El poderoso Po Kung-i

El rey Hsuan, de Chou, oyó hablar de Po Kung-i, quien era considerado el hombre más fuerte de su reino. El rey se decepcionó al conocerlo, pues Po se veía débil. Cuando el rey le preguntó que tan fuerte era, Po dijo humildemente:

- Puedo romperle la pata a un saltamontes de primavera y resisto el viento que produce una cigarra en el otoño.

Estupefacto, el rey exclamó:

- Yo puedo desgarrar cuernos de rinocerontes y arrastrar a nueve búfalos por la cola y, no obstante, me avergüenzo de mi debilidad. ¿Cómo puedes entonces ser tan famoso?".

Po sonrió y respondió tranquilamente:

- Mi maestro fue Tzu Schang-Chiui, cuya fuerza no tenía igual en el mundo, pero ni sus parientes lo sabían porque el nunca la usó.
El hombrecito galleta
Basado en el cuento escandinavo de la tarta corredora
(Otros nombres: la tortilla corredora, el hombre de jengibre)
Versión extensa de Ethan J. Connery
Érase una vez, una pareja de ancianos granjeros que vivían en una casita, en lo alto de una loma, y a las afueras de un pequeño pueblo, cuyo nombre ya nadie recuerda. Era nochebuena, y el abuelo había llegado a casa con un saco de harina recién traída del molino.

- Ya pronto será Navidad, ¡deberías prepararte unos pastelillos, Martha! -dijo el anciano a su mujer, que ya había abierto el saco con la intención de hacer unas ricas galletitas con harina y miel.
- ¡Que fresca se ve la harina de esta tarde! -exclamó la abuela, notando que estaba más blanca y limpia que de costumbre.
- Es verdad, los trigos maduraron felices este año. Les dije a la gente del pueblo que se debe a que los enanos han frecuentado los campos. "¡Habladurías nada más!", me dijeron, incluso alguno me trató de charlatán. ¿Te lo imaginas?
- No debes tomar en cuenta ese comentario, Jonathan. Recuerda que la gente de pueblo no conoce la magia y los misterios que hay en los campos.
- Bien, bien, querida. ¿y qué sorpresa prepararás para esta noche buena? -dijo el abuelo, imaginándose una magnífica torta.
- Haré unas tartas con crema y unas ricas galletas, y prepararé una galleta grande, especialmente para tí.

Así la abuela hizo la masa con huevo, la empolvó de azúcar y le hechó otro tanto de miel. Amasó largo rato, metió las masitas al horno y pasaron los minutos. Al abuelo le encantaban las galletas y estaba impaciente por probar una, así pues, abrió la puerta del horno para ver como iba su galleta y una gran sorpresa se llevó cuando descubrió que la galleta que le había preparado la abuela tenía forma de enano. ¡Era un auténtico hombrecito de masa!

Pero de pronto...

¡Zas! ...la abuela le dió una palmada a la mano del abuelo. -¡Aún no están listas! -le regañó cariñosamente. Pasaron los minutos y el abuelo seguía imaginando la deliciosa galleta de navidad con forma de enano.

- ¡Tu hombrecito galleta se ve apetitoso, Martha! ¡Ya debe estar listo! -le repetía a cada instante. La abuela finalmente se acercó a la chimenea para ver las galletas, y justo cuando abrió la puerta del horno....

¡¡ Cha cha cha chaaan !!

El abuelo metió la mano y robó una galleta.

- ¡Espera un minuto más! -le aconsejó la abuela. El hombrecito galleta parecía estar casi en su punto. Así pasó otro par de minutos cuando la abuela sacó las galletas del horno y comenzó a hecharles chocolate.

- ¡Miel y chocolates! ¡Esto quedará delicioso! -repetía el abuelo, que lo único que ansiaba era comerse su galletón con forma de enano.

Esta la abuela poniendo motas de chocolate a cada una de sus galletas, cuando llegó finalmente adornar de dulce al hombrecito galleta. Estaba a punto de ponerle una mota de chocolate, cuando de pronto...

¡¡ Ñam ñam ñam !!

Descubrió que el abuelo se estaba comiendo uno de los pasteles que aún no había terminado de adornar.

- ¡No seas goloso, Jonathan! -espera a que termine, sinó, no quedará nada para esta noche de navidad.

El abuelo se disculpó después de saborear el pastel y ayudó a la abuela a vestir de chocolate al hombrecito galleta. Así fue como terminaron de adornar con todos los detalles al hombrecito, poniéndole pelo de chocolate, abrigo de chocolate y botas de chocolate, además de un par de ojos de crema con chocolate. Estaba tan bien hechito que parecía de verdad.

- Vamos a llevarlo a la mesa. -dijo la abuela, tomando la bandeja llena de pasteles y galletas. El abuelo se sentó en la mesa, pero justo cuando la aubela iba a sentarse...

¡Ton! ¡Ton! ¡Ton!

Sonaron las 12 en el reloj. Se les había pasado la nochebuena y ya era Navidad. Los abuelos se abrazaron y se desearon una muy feliz Navidad. Se intercambiaron unos regalos que tenían de antemano y allí mismo, en la mesa, los abrieron. La abuela le regaló al abuelo un gorro de chiporro para la nieve y unos guantes de lana, entanto el abuelo le regaló a la abuela un libro de cuentos de Herlitzland, y otro libro de recetas para cocinar ...pasteles, para variar. Estaban en lo mejor, los dos ancianos apreciando sus regalos.

Cuando de repente...

- ¡Jonathan! -exclamó la abuela- ¡Así que te has comido la mitad de las galletas mientras veía mi regalo!

El abuelo estaba asombrado, ya que no había sacado una sóla galleta de la mesa. La abuela notó que el abuelo estaba extrañado y con los guantes puestos. ¡Así no podía haberse comido las galletas! Los dos viejos miraron la mesa y efectívamente faltaban la mitad de las galletas. Pero... era extraño. El hombrecito galleta parecía más gordo que cuando lo sacaron del horno.

- ¡No puede ser! ¿la galleta con forma de enano se las habrá comido? ¡A lo mejor es una galleta mágica ya que está hecha con la harina del campo que frecuentan los enanos! -exclamó el abuelo.
- ¡Es imposible! -dijo la abuela- a lo mejor la galleta se infló con el polvo real que le eché. Seguramente un ratón debió subir a la mesa y debió haberse comido las galletas mientras estábamos ocupados.
- No hay ratones en este pueblo y menos en el campo, recuerda que un flautista se los llevó a todos hace tiempo -le recordó el abuelo.
- Es verdad -dijo la abuela- pero puede que algun ratón haya regresado. Los gatos no han hecho un buen trabajo últimamente: figúrate que le enseñé a tejer a nuestra gata y ha estado toda la semana tejiendo guantes para sus gatitos. De hecho los guantes que tienes puestos son regalo de mi gatita.
- ¡Qué historias estás contando, Martha! ¡es claro que el hombrecito galleta está vivo por la Maga de los enanos! Ya sabes que esa hechicera que vive en el bosque es la que ha colmado de magia a los enanos del campo.
- A lo mejor regresaron los duendes, Jonathan. ¿recuerdas? Los que te ayudaban a hacer zapatos cuando eras zapatero en el pueblo. ¡Seguro ellos se comieron las galletas!
- Han pasado muchos años desde eso, Martha. Insisto en que el hombrecito galleta debe estar vivo.
- Bueno, sea como sea... ¡Ya es hora de comerlo! -dijo la abuela, y acercó la mano para tomar al hombrecito galleta.

Pero de pronto...

- ¡Un momento! -exclamó el abuelo- Dijiste que el hombrecito galleta sería mío, así que yo lo repartiré. Quiero comer sus botas de chocolate, después de todo, una vez fui zapatero.
- ¡Esta bien! -dijo la abuela- Yo me comeré su abrigo de chocolate, después de todo, aun tengo el abrigo rojo que el viejo Nicolás me mandó a hacer.
- ¿El abrigo rojo?
- Si, el viejo no lo ha venido a retirar, dicen que se fue al Polo Sur en su trineo. Recuerdo que ese noche me dejó el encargo y ha pasado un año exacto desde entonces -contó la abuela.
- ¿Un año? ¿No fue acaso el mismo día en que ese pájaro azul apareció en nuestra jaula?
- ¡AAAAAAAAAAAAAA! ¡Acaben de una vez, por Dios! ¡¿Cuándo terminarán con este cuento?! -gritó el hombrecito galleta, que había saltado arriba del azucarero, para el asombro de los dos viejos.

- ¡Por si no se han dado cuenta, me estoy enfriando y la gracia es comer la galleta cuando ha salido recién del horno! -exclamó el hombrecito galleta irritado y con las manos en la cabeza.

- ¡Lo sabía! -gritó el abuelo- ¡Está vivo!
- ¡Pero si es de galleta! ¡Además ya se ha comido la otra mitad de nuestras galletas! ¡Es cosa de mirar su panza de galleta! ¡Y mira nuestra mesa, Jonathan, ya no hay galletas! -gritó la abuela.
- He..., ¡jeje! -el hombrecitó galleta titubeó, y luego indicando hacia la ventana con su mano de chocolate, gritó- ¡Miren! ¡Acaba de pasar volando frente a la Luna un trineo tirado por renos!

Los ancianos miraron hacia la ventana y no vieron nada. Pero cuando se dieron vuelta para seguir hablando con el hombrecito galleta, éste había desaparecido.

- ¡Nos engañó! ¡Allá vá! -gritó el abuelo- ¡Se escapa por la chimenea!
- ¡Atrapémoslo! ¡Después de todo es una galleta, y además glotona! -dijo la abuela.

Los ancianos corrieron hacia la chimenea, pero cuando llegaron, el hombrecito galleta se devolvía.

- ¡No es por preocuparlos, abuelos, pero hay un viejo de barba blanca atrapado en la chimenea! -exclamó el hombrecito galleta.
- ¡No nos engañarás de nuevo! -le dijo el abuelo- ¡Antes te comeremos! ¡Eres nuestra galleta!

El hombrecito galleta corrió hacia la entrada de la casa, y como era plano como una galleta, se tiró por debajo de la puerta, pero como estaba panzón por haberse comido las galletas de los viejos, le costó pasar. Al final lo logró.

- ¡Intenta escaparse! -gritó la abuela.

El abuelo abrió la puerta y corrió detrás del hombrecito galleta. Pero como era de noche, la abuela llevó consigo su lámpara de aceite para alumbrarse en el camino.

- Corran, corran, abuelos... ¡Jamás me comerán! No seré atrapado porque soy... ¡cha cha cha chaaaan! ¡¡EL HOMBRECITO GALLETA!!

Así cantaba el hombrecito galleta mientras se reía de los dos viejos que no podían darle alcance. El hombrecito galleta corría y corría, colina abajo, en dirección al pueblo. Iban los tres corriendo por el camino, cuando un hombre se asomó por la puerta de una casa. Era el pintor del pueblo.

- ¡He! ¿Qué es ese escándalo en plena Navidad? ¡No puede ser! ¡Un hombrecito de galleta va escapando por el camino! ¡Oye, espera, hombrecito de galleta. Ven para acá, me gustaría comerte!
- Corran abuelos, corre pintor... ¡Jamás me comerán! No seré atrapado porque soy... ¡¡EL HOMBRECITO GALLETA!!

El pintor, que el día anterior había pintado su casa y tenía ganas de comer algo rico, tomó su lámpara de aceite y en la oscuridad del camino, corrió tras el hombrecito galleta. Así estaban los cuatro corriendo cuando unos niños se asomaron por una ventana.

- ¿Quién está jugando afuera a estas horas y además en plena Navidad? -dijero al unísono, los niños- ¡Oh! ¡Pero si es un monito de galleta que va escapando por el camino! ¡Vamos a comerlo!
- Corran abuelos, corre pintor, corran niños... ¡Jamás me comerán! No seré atrapado porque soy... ¡¡EL HOMBRECITO GALLETA!!

Los niños, que en Navidad se ponen muy golosos, salieron por la ventana tras el rastro del hombrecito galleta. Como era de noche, cada uno llevó una lámpara de aceite para alumbrarse el camino. Así, ya eran como diez personas que corrían detrás del hombrecito galleta y todos lo querían comer. Con el escándalo que se armó, el pueblo completo salió de sus casas corriendo detrás del hombrecito galleta.

- Corran abuelos, corre pintor, corran niños, corra todo el pueblo... ¡Jamás me comerán! No seré atrapado porque soy... ¡¡EL HOMBRECITO GALLETA!!

El hombrecito galleta se reía de todos, porque era muy rápido y nadie podía alcanzarlo. Y así, corriendo, corriendo, llegó hasta un riachuelo y se detuvo. No sabía qué hacer ya que si se metía al agua se desarmaría, porque después de todo... era una galleta. El hombrecito galleta miró hacia atrás y vió a los abuelos, el pintor, los niños y a todo el pueblo, corriendo con sus lámparas de aceite iluminando el camino. Ya estaban cerca y estaba a punto de atraparlo.

Cuando de repente...

Un zorro que caminaba casualmente por ahí, lo vió y se acercó a él.

- ¡Ayúdame zorrito! ¿El pueblo me quiere atrapar?
- ¿Porqué?
- Porque soy de galleta y las personas comen galletas, especialmente ahora que es Navidad.
- No te preocupes, súbete a mi lomo y yo te llevaré al otro lado del riachuelo y ya no podrán darte alcance.
- Gracias zorrito, eres muy buen amigo.

El hombrecito galleta se subió al lomo del zorro y el zorro se lanzó al agua, nadando en dirección a la orilla contraria. Pero el lomo comenzó a humedecerse.

- Súbete a mi cabeza para que no te mojes -le aconsejó el zorro.
- De acuerdo, ¡gracias zorrito! -le dijo el hombrecito galleta.

La gente ya había llegado a la orilla del arrollo y alumbraban el agua con sus lámparas de aceite. Todos vieron que el hombrecito galleta iba montado a la cabeza del zorro que nadaba. Pero las orejas del zorro comenzaron a mojarse.

- Súbete a mi nariz para que no te mojes -le aconsejó el zorro.
- De acuerdo, ¡gracias zorrito! -le dijo el hombrecito galleta, mientras sacaba su lengua de chocolate a las gentes del pueblo, que miraban desde la orilla- ¡¡Corran abuelos, corre pintor, corran niños, corra todo el pueblo, corran sobre el agua si pueden!! ¡¡Jajajajá!!... ¡Jamás me comerán! No seré atrapado porque soy... ¡¡EL HOMBRECITO GALLETA!!

Pero de pronto...

Un niño gritó, indicando hacia lo alto.
- ¡Miren, mirén allá! ¡en el cielo! ¡Es un trineo que va volando!
- ¡Si! ¡Y está tirado por renos! -dijo el pintor.
- ¡Y lo conduce alguien que lleva una abrigo rojo! -dijo otra persona.
- ¡El abrigo del viejo Nicolás! -exclamó la abuela.

...y todo el mundo, asombrado ante el espectáculo, que por primera vez se daba en la historia de la Navidad, se fue corriendo detrás del trineo de Santa Claus, que volaba iluminando el cielo de la noche. El hombrecito galleta y el zorro quedaron solos en el agua.

- ¡Vaya! Parece que todos se han ido -dijo el zorro- Sea lo que sea eso que pasó volando parecía más interesante que el sabor del hombrecito galleta.
- ¡Que suerte la mía! ¡Ya puedes llevarme a la orilla de nuevo! -dijo el hombrecito galleta.
- De ninguna manera. Yo tengo mi papel en esta historia -aseguró el zorro.
- ¿Y cual es tu papel? -preguntó curioso el hombrecito galleta.
- Pues, como ves, debo comerte... ya que te has reido de todo el pueblo y además si te perseguían era por algo.
- Si, es verdad. Me comí las galletas de los abuelos. Pero por favor, no me comas. ¡Te prometo que no volveré a reirme nunca más de nadie!
- Está bién, te perdono por ahora. Si cumples tu palabra eres una buena galleta.

Y así sucedió que el zorro perdonó al hombrecito galleta y no se lo comió. Pero pasó que al año siguiente el hombrecito galleta volvió a comerse las galletas de los abuelos y fue perseguido por el pueblo y se encontró con el mismo zorro, y esta vez, cuando iban cruzando el río, el zorro se lo comió. Esa es la historia que todos conocen. Lo que de seguro no conocen es que, esa noche de Navidad, alguien del pueblo olvidó su lámpara de aceite en la orilla del río. Y cuando llegaron las lluvias, el río se la llevó y la lámpara fue a parar al mar. Y así, la lámpara flotó por el mar durante largos años, hasta que terminó en la playa de una isla desierta. Dos meses después, un joven llamado Aladino naufragó en la isla y encontró la lámpara..., pero esa ya es otra historia...
La gallina de los huevos de oro
(versión anónimamente adaptada de la fábula de Esopo)


Érase un una vez, un viejo y muy pobre labrador, que ni siquiera poseía una vaca. Era el hombre más pobre de toda su aldea, y sucedió que un día, trabajando en el campo y mientras se lamentaba de su suerte, apareció un duende que le recitó en melódica rima:

- A tu nombre, oh, buen hombre, como canciones he oído tus lamentaciones, días y días de tanto llorar, que tu pena y mis oídos no pueden más. Por tanto, he decidido en tu lastimera neptuna, cambiar oh, buen hombre, tu mala fortuna. Ten, te regalo mi gallina a la que tanto afecto tengo y que crié desde que era un duende chiquito. Es mi mascota más querida; ésta es tan extraordinaria y diferente a todas las gallinas, que cada día pone un huevo de oro, ¡no son pamplinas!.

El duende desapareció en el aire sin decir más, y el labrador, asombrado ante el encuentro, llevó la gallina a su corral. Al día siguiente se levanto temprano, como de costumbre y se dirigió al corral.

- ¡Oh, válgame Dios: es un verdadero huevo de oro puro!

el hombre lo guardó en una cesta y se fue con ella a la ciudad, donde vendió como si de una gran pepa de oro se tratase. Ganó un dineral y regresó feliz a su casa.

Pasó un día, y esa mañana, loco de alegría, encontró un nuevo huevo de oro purísimo.

- ¡Que fortuna haberme encontrado con ese viejo duende! -exclamó satisfecho. El hombre tenía, todas as mañanas, un nuevo huevo de oro.

Así pasó que poco a poco, con el producto de la venta de huevos de oro, se convirtió en el hombre más rico de la comarca. Sin embargo, como casi todo hombre poderoso, la avaricia tocó su puerta, y más exactamente su corazón de honesto trabajador.

- ¿Por qué esperar un día completo cada vez que la gallina ponga su huevo? ¡Mejor me como a la gallina y de paso descubro la mina de oro que lleva en sus entrañas!

Y ocurrió que así lo hizo, pero en el interior de la gallina no encontró ninguna mina... es más, ni siquiera se había formado un nuevo huevo. Además, como se había vuelto tan avaro, la gallina estaba flaca porque no le daba de comer, así que tampoco pudo prepararse siquiera una cazuela.

Y como supondrán, a causa de su avaricia latente y desmedida, el perdió la fortuna que tan fácilmente había conseguido.

"Es conveniente estar contentos con lo que se tiene,
y huir de la insaciable codicia."


Cuentan las malas lenguas, que el hombre, antes de arrepentirse de su acto cruel y sin sentido, vendió las plumas que le sobraron a unos indios nativo-americanos, quienes las usaron para hacer sus tocados sagrados. ¡Que suerte para los indios que cuando hicieron la danza de la lluvia no llovió oro, sino agua! Ya que a los indios de verdad, el oro ni les interesaba, ni les servía, pero esa es ya otra historia...
La princesa y el guisante
Erase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero entenderlo bien, una verdadera princesa. Decidió hacer un viaje para encontrar a la esposa ideal. Durante meses y meses navegó en los mares más peligrosos, atravesó los bosques más salvajes y escaló las montañas más altas. Por todas partes buscó a su futura mujer. Por supuesto no faltaban princesas. Cada reino tenía una, pero el príncipe nunca estuvo seguro de sus orígenes.

- ¿Me habrán dicho la verdad o se hacen pasar por princesas con la única esperanza de casarse conmigo y vivir de mis riquezas? ¿Dónde se esconde la princesa de mis sueños, dulce e inteligene que sabrá hacerme feliz? -Había pasado un año desde su partida.
- ¡Eres muy exigente! -Le dijo un rey, que lo había visitado a su palacio. Mi hija es una verdadera perla. ¡Mírala bien y si no te gusta, palabra de rey que nunca encontrarás una princesa para ti!

¡Oh, por supuesto que la princesa tenía unos ojos preciosos y demanes reales, pero hablaba como una oca y parecía demasiado presumida!. Bien afligido, elpríncipe volvió a su palacio. Los guardianes le reconocieron enseguida, y tocando las trompetas bajaron el puente levadizo.

¡Qué triste regreso! El rey y la reina intentaron consolar a su hijo, pero el príncipe estaba muy decepcionado.

Una noche estalló una violenta tormenta, llovís mucho, tronaba, los relámpagos estallaban en un cielo más negro que nunca. Todos los habitantes del castillo se alegraban de encontrarse fuera, cuando de repente alguien llamó a la puerta. El mismo rey se encargó de abrir, no pudiendo dejar a quien quiera que fuese bajo este aguacero.

Una joven entró con el cabello chorreando. Estaba empapada de la cabeza a los pies y tiritaba de frio. Después de haberse calentado, y cuando hubo terminado de comer lo que le habían servido, se presentó como una verdadera princesa y dijo:

- Yo paseaba por el bosque cuando me perdí. La lluvia me sorprendió y me refugié en su casa. Les agradezco sinceramente su acogida. -El príncipe deseaba que fuera cierto de tan bonita que era.

- ¡Ella dice ser una princesa..., es lo que voy a intentar descubrir! -Se dijo la reina, que era astuta y que quería ante todo la felicidad de su hijo.

Ella misma fue a preparar la habitación de la joven, y sin decir nada a nadie deslizó con suavidad un guisante debajo del colchón. Enseguida llamó a sus sirvientes, y les mandó traer todos los colchones del castillo. Los sirvientes obedecieron y amontonaron uno, después de otro, después de veinte colchones. La reina aconsejó a la joven irse a dormir. Al día siguiente, en cuanto esta se levantó, la reina le preguntó si había pasado una buena noche.

- ¡Oh no! contestó, ¡he dormido bastante mal. Algo duro me ha dolido, y no he parado de dar vueltas y vueltas toda la noche!

Ante esta respuesta la reina se quedó muy satisfecha. Le contó su secreto a la joven y la acompañó a ver al príncipe.

- Príncipe, hijo mío. -Dijo la reina- ¡Sólo una verdadera princesa puede sentir la presencia de un minúsculo guisante entre el espesor de veinte colchones y edredones! ¡Qué mujer, sino una princesa, podría tener la piel tan delicada!

El príncipe convencido, estaba loco de felicidad, y siendo aceptado al pedirle matrimonio, se casó con la joven para gran satisfacción de sus padres. Por supuesto vivieron felices mucho tiempo, como pasa siempre en las historias de un príncipe y una princesa. El guisante tuvo un lugar de honor en el museo del palacio real, y todo el mundo pudo admirarlo en una caja de cristal.

Cuenta la leyenda, que siglos más tarde, el guisante fue regalado al hechicero más sabio del reino, y éste en su bondad, cambió el guisante por una vaca a un muchachito a quién llamaban "Pequeño Hans", pero esa
ya es otra historia...
Los cuatro duendecillos

Hace ahora mucho tiempo, tanto tiempo que nadie lo recuerda, existían cuatro pequeños duendecillos que sabían hacer vino, pan, cortar y coser ropa. En resumen, sabían hacer de casi todo. Los pequeños duendecillos sólo eran felices si podían ayudar a las personas que no habían podido acabar sus tareas diarias. De esta manera, ellos iban de casa en casa para aliviar a las personas cansadas. Pero siempre hay un pero. Nuestros pequeños amigos deseaban trabajar solos y sin ser vistos.

Para eso, el momento más propicio era la noche, cuando todo el mundo dormía. Desde que las primeras velas se apagaban, los simpáticos duendecillos se deslizaban por el conducto de las chimeneas (igual que Santa Claus). Y de esa manera, entraban en las casas. Y sin hacer ruido empezaban a trabajar.

El primero en aprovecharse fue el panadero, que esta vez dormía como un niño: los duendecillos dosificaron la harina, amasaron la masa y cocieron el pan francés, las ayuyas, los broches y los deliciosos croissants. CUando despertó el panadero no podía creérselo.

- ¡No entiendo nada!

La estantería estaba llena de panes, dorados en su punto y listos para comer. Pero su malvada mujer, enterándose por comentarios acerca de la intervención de los misteriosos duendecillos, quiso deshacerse de ellos, poniendo como pretexto que favorecían la pereza de su marido.

A la noche siguiente los duendecillos fueron en busca del carnicero, que se iba a dormir temprano. Era un hombre fuerte, honesto y siempre estaba de buen humor. Mientras roncaba, los duendecillos le quitaron los cubiertos y prepararon el jamón, ahumaron el tocino y salaron los salchichones para que fueran vendidos al día siguiente. Es muy difícil explicaros la felicidad del carnicero, que pasó todo el día vendiendo los salchichones más buenos de la comarca. Tan buenos que nunca nadie hubiera podido hacer.

La tercera noche, los duendecillos eligieron la casa del vendedor de vino, que siempre dormía en su bodega. Era borracho, pero tenía buen corazón. Para animarse los duendecillos bebieron una gotita de vino rojo, y el trabajo empezó: pegar etiquetas, lavar y llenar las botellas, poner tapones gruesos de corcho. Los duendecillos trabajaron así, meses y meses, y todos estaban felices de poder pasear y leer cuentos, sin preocuparse por el trabajo.

Pero una noche de luna llena, nuestros amigos decidieron ayudar a un sastre, que sin la ayuda de éstos, nunca hubiera podido acabar el traje de gala encargado por un señor. El pobre sastre estaba enfermo y apenas tenía fuerzas para trabajar. Por otro lado, nada extraño, ya que la mujer era la peor de las arpías y le hacía la vida imposible.

La casa estaba tranquila, y todo el mundo parecía dormir. Entonces los duendecillos eligieron con esmero la tela más bonita. La cortaron y la cosieron. Estaban en eso cuando un gallo cantó la diana.

¡Era la señal de que se hacía de madrugada! Los duendecillos se ocultaron, y se pusieron de acuerdo para volver a la noche siguiente con el fin de acabar los vestidos. Al día siguiente el sastre bajó al taller, y cuando vió el trabajo realizado, dió un suspiro de alivio y volvió a la cama. Pero la mujer del sastre, no contenta con eso, decidió poner garbanzos en la escalera y esperar a los intrusos, escondida detrás de la cortina. Pobres duendecillos; tan buenos y tan mal recompensados.

Cuando nuestros amigos volvieron a la casa del sastre, para coser los últimos botones, resbalaron por la escalera, junto a la chimenea, con gran fracaso. Afortunadamente, ninguno de ellos se hizo daño y consiguieron salvarse, pero entonces llegó la mujer del sastre que había estado escondida esperándolos, y les persiguió con la escoba.

Desde ese día nadie los ha vuelto a ver. En el pueblo cada uno tuvo que trabajar muy duro para ganar su jornal y merecerse su descanso.

El panadero se levanta muy temprano para cocer el pan y el vendedor de vino siempre se retrasa en su reparto. Hoy todos recuerdan a los duendecillos, menos claro está, ¡La mujer del sastre!.

Pero, ¿a dónde se fueron los duendecillos?

Se sabe que un pequeño ratón, que los seguía siempre en sus andanzas, contó una noche al vendedor de vino (mientras compartían una copa) la historia de que los duendecillos se fueron a vivir a la casa de un viejo zapatero, que vivía en lo alto de una colina rodeada de bosques, pero esa es ya otra historia...
La Esfera de Marskid
Ethan J. Connery



Dibujo alienígena de YFoley (Pixabay)
— Rediseñado por Connery —

Este cuento es sobre dos niños de verdad, que —como todos los niños— gustaban de aprender y de jugar. Uno se llamaba Rick y al otro lo llamaremos “Marskid”, pero entre ellos no se conocían porque eran diferentes:
  • Rick era blanco y Marskid era de color verde.
  • Rick vivía en la Tierra y Marskid vivía en el espacio.
  • Rick creció en el pasado y Marskid venía del futuro.
  • Rick era humano y Marskid era marciano.
Si hasta aquí no te has perdido °-° continuamos...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XX. ¡Que tiempos aquellos!— Rick caminaba por un sendero en lo profundo de un bosque. Buscaba fósiles, pues —como todo Scout—  amaba explorar sitios remotos y acampar en los cerros.

Estando así el niño —en sus andanzas y medio perdido entre las montañas— apareció en lo alto del cielo una nubecilla dorada. La pequeña nube se escapó de sus papás mayores (los grandes cúmulos tormentosos que desafían a los viajeros) y bajó para descansar un rato de tanto volar por el mundo.

Cuál sería la suerte de Rick cuando se encontró con la pequeña nube, cansada en el camino, y ambos se hicieron amigos. Conversaron largamente aquella tarde junto a una fogata. Llegada la noche se quedaron dormidos, y así —medio en sueños— la nubecita invitó al niño a volar para conocer la Tierra desde las alturas.

El pequeño Rick —sentado ya en su nube voladora— se elevó hacia el cielo nocturno, volando lejos, muy lejos...  Más allá de los montes cercanos... Más allá de las montañas... Incluso más allá de las nubes tormentosas y del propio firmamento estrellado. Y así —volando, volando— ambos amigos llegaron más allá del tiempo...
— ¿Dónde estamos? —preguntó Rick en un momento especial.
— Este es el mundo sin tiempo —respondió la nubecita— Aquí es donde todo sucede y nada sucede. Es el túnel vacío que siempre está lleno. Un lugar de paso donde nada se escucha pero todo lo oyes.
— No entiendo mucho lo que quieres decir —dijo Rick— pero la brisa es cálida y eso me reconforta.
Cuando ya habían volado lo suficiente, la nubecita dorada comenzó a descender hacia lo que parecía ser una gran ciudad colmada de luces y cristales que iluminaban el silencio de la noche. La nube se posó en la cima de un enorme edificio. Era tan alto, pero tan alto que a Rick le pareció más bien una montaña.

Del suelo surgió una luz blanca y un simpático amiguito emergió como por arte de magia.
— Hola Rick. ¡Bienvenido a la Tierra! —dijo el personaje (que era tan pequeño como el niño, pero a diferencia de éste, su color era verde y tenía una extraña vocecita que se oía en todas partes).
— ¡Hola! —respondió educadamente Rick— Vengo en son de paz.
Rick levanto su brazo mostrando la palma de su mano derecha.
— ¡Lo sé! —respondió su nuevo amigo— Mi nombre es §☼'Øß⌂×, pero si no puedes pronunciarlo llámame como gustes.
— Suena difícil. ¿Está bien si te llamo “Marskid”? °-°
— Me agrada — dijo §☼'Øß⌂×, y a partir de entonces Rick le llamó Marskid (el niño marciano).
Ambos niños se dieron la mano mientras la nubecita giraba en torno a ellos.
— ¡Ven! —propuso Marskid mientras montaba en la nube voladora— ¡Ven a conocer la Tierra del Futuro!
Y los tres amigos se fueron conversando muchas cosas mientras volaban sobre la Ciudad Celestial, recorriendo bellísimos laberintos de luz que producían dulces melodías al paso de la nube. Miles de estrellas de colores atravesaban el cielo. Algunos colores eran tan increíbles que Rick nunca los había visto en su vida.

La nubecita dorada bajó aun más, descendiendo hacia el suelo de la Tierra del Futuro hasta aterrizar en un gran círculo de luz. Muchas personas, de todas las razas conocidas y desconocidas, se habían reunido ahí.
— ¡Traemos un emisario del siglo XX! —exclamó Marskid a viva voz, dirigiéndose a las gentes que habían ido a ver— ¡Pasa amigo: preséntate!
— ¡Hola, que tal! —exclamó Rick, con alguna timidez—  Me llamo Rick. Gracias por invitarme a este lugar... es muy hermoso y tranquilo. El laberinto luminoso me recuerda a mis verdes bosques en un día soleado. ¡Me gusta mucho la Tierra del Futuro!
Las personas y seres de otros mundos sonrieron y conversaron animadamente con Rick. Hablaban diferentes idiomas, pero de alguna forma todos entendían lo que Rick les quería decir. Les parecía fascinante que un viajero del tiempo les acompañara.
— Gracias, Rick. —dijo Marskid, cuando terminó la charla, y agregó a grandes voces—  ¡Ahora llevaremos a nuestro nuevo amigo a conocer la Tierra Dilémica!
La gente entristeció al oír esto, y el niño del siglo XX —aunque maravillado por todo lo que vivía— desconocía la causa de esa tristeza. Sabía que iba a otro lugar, lejos de aquel maravilloso mundo, de modo que se despidió  de todos a la manera de los humanos del siglo XX: levantó sus manos y las agitó en el aire.
— ¡Adiós y gracias por todo, me gustaría regresar algún día! —clamó a viva voz mientras se alejaba en compañía de Marskid; montados en la siempre leal nube voladora.
De pronto Rick levantó la mirada; llamada su atención por una ola de aire. En las alturas surgió un vacío circular gigante y obscuro, rodeado de una intensa luz escarlata. Un anillo de fuego  —similar a un eclipse— creció a medida que descendía del cielo nocturno, posándose alrededor de donde volaba la nubecita con sus pasajeros. El anillo los envolvió cubriendo todo el lugar hasta cerrarse debajo de ellos. Estaban viajando a otro mundo.

Los tres amigos (nubecita, marciano y humano) se encontraron de pronto en un vasto desierto con montañas llanas y cuevas abandonadas. El cielo había desaparecido y así toda la gente. Sólo se sentía un viento frío a medida que el polvo se levantaba. Un tormenta de arena acechaba inquietante en medio de la noche más obscura que el niño de los bosques del siglo XX había visto en su vida.

Ante el desolador paisaje Rick se sintió abandonado. Se dio cuenta que ya no estaba en la nubecita, sino que sus píes se posaban sobre el suelo arenoso. Miró hacia atrás y vio que Marskid y la nube estaban detrás de él.
— ¡Menos mal que no te fuiste! —exclamó Rick, afligido y con miedo.
— ¿Porqué me iría? —preguntó extrañado Marskid.
— A veces las personas abandonan a otras —explicó a su vez, Rick.
— Pero yo no soy una persona... o al menos no un ser humano —le dijo el niño marciano— ¿Tú me abandonarías en mi lugar?
— No, por supuesto que no... ¡Somos amigos!
Marskid asintió y apoyó una mano en el hombro de Rick.
— Somos amigos: tú lo has dicho.
El niño extraterrestre abrió su otra mano y una luz emergió de su palma, iluminando el entorno.
— ¿Qué es este lugar y qué son esas cuevas?
— Escucha con atención, Rick: ahora estamos en la Tierra Dilémica... podrías llamarla “una tierra sin nombre porque no hay nadie para pronunciarlo”. Como ves, no hay vida aquí; sólo arena. No hay plantas, ni árboles, ni aves o animales. No hay arroyos ni lluvias. Todo eso quedó atrás hace mucho junto con tu pueblo desaparecido por la guerra y el deterioro medioambiental. Mi pueblo tampoco existe en esta versión de la realidad. Al menos no en la forma que yo lo concibo. No hay esperanza en este lugar: sólo los fantasmas de un pasado glorioso y caído en decadencia habitan estas oscuras moradas.
El niño de los bosque no quería creerlo. Se sentía desolado.
— ¿Quieres decir que éste es el futuro de mi Tierra? —preguntó temeroso.
— Sólo si lo llevas contigo. —le aclaró Marskid, y la nubecita dorada brilló tres veces para hacerle entender a Rick de que Marskid decía la verdad.
Los amigos montaron nuevamente la nube y volaron a través del yermo inhabitado y las tormentas de arena. Los vientos huracanados los sacaban de curso, pero ambos se aferraban con fuerza a la nubecita. Rick miraba a su alrededor, esperando encontrar algún indicio de civilización... él era Scout —un explorador— y sabía bien dónde buscar. Pero de nada le sirvió. Por más vueltas que dieron por el mundo sólo veían dunas interminables y algunos promontorios de roca gastada emergiendo en los rincones. En esa “Tierra” el Sol nunca se elevaba ni se ponía, ni la Luna acompañaba con su brillo en las eternas noches heladas, pues las nubes de tormenta cubrían por completo al planeta.
— Volvamos a las cuevas, por favor. —pidió humildemente Rick— Es lo más parecido a una casa que he visto en esta última travesía.
— Es verdad, es suficiente. —respondió Marskid, y el niño extraterrestre comenzó a brillar.
— ¡Estás brillando como la nube! —exclamó sorprendido Rick.
— Yo y la nube somos uno y el mismo. —le explicó Marskid.
En ese instante el niño extraterrestre se fundió con la nube, que ahora brillaba con un dorado tan perfecto que a Rick le pareció que montaba una fogata encendida. Los amigos volaron a toda velocidad hacia las cuevas, y en un momento a Rick le pareció que sus manos se fundían también con la nube. Levantó sus manos, asustado.
— “¡Ha ha ha!”
Rick creyó escuchar a Marskid riendo debajo de él.
— ¿Qué eres en realidad? —preguntó Rick— Pareces una nube de vapor de agua, pero hace un rato te pude tocar. ¿Cómo puedes existir así?
— Soy energía. —le reveló Marskid— Todos lo somos.
— ¿Energía? ¿Quieres decir, como electricidad?
— Eso es sólo una parte ínfima... somos algo mucho más grande.
— Explícame, por favor, quiero saber. —solicitó nuevamente, Rick.
— Somos cómo la luz de las estrellas: viajamos a través de los mundos amados; aquellos donde hay vida y aquellos que son poblados.
— ¡Pero te puedes transformar en un niño como yo!
— Sí... la materia, la energía, la vida, la inteligencia y la consciencia es lo mismo en el universo, pero en diferente grado de evolución.
Rick asintió con la cabeza, tratando de entender. Él era sólo un niño y aun le quedaba toda una vida para conocer el mundo y descubrir por su cuenta los secretos del universo.
— ¿Sobrevivirá mi pueblo, la gente de la Tierra? —preguntó finalmente.
— ¿Qué te dice tu corazón?
— ¡Que lo haremos! Que los humanos exploraremos otros planetas y, tarde o temprano, visitaremos las estrellas como hacen los tuyos.
— Guarda ese sentimiento, trabájalo y estará hecho. —dijo la nube, y Rick sintió que le guiñaba un ojo a pesar que como nube no tenía ojos (al menos no como los nuestros). °-°
La nube y su pasajero atravesaron un enorme sistema de cavernas.
— ¡Afírmate! —pidió Marskid en forma de nube, de niño marciano o lo que sea que haya sido— Volveremos a tu casa... ¡Mira hacia arriba!
— Aquí sólo hay rocas —dijo Rick, mirando el techo de la cueva.
— No, no... ¡Hacia adelante!
Rick divisó cuatro pequeñas estrellas azules que brillaban al fondo de la cueva. Pronto se dio cuenta de que en realidad iban hacia arriba y lo que estaba viendo era cielo. La nube dorada salió disparada  y fulgurante del pozo profundo, internándose hacia las estrellas. Las cuatro estrellas más grandes descendieron hasta posarse alrededor de los viajeros.
— ¡Puedo tocarlas! —exclamó el niño terrícola, sorprendido— ¡Puedo tocar las estrellas!
— Así es: somos polvo de estrellas. —explicó la luz.
Las estrellas se unieron y su luz se hizo tan pequeña como un grano de arena, para luego explotar en la forma de una perfecta esfera de cristal dorado que vibraba con la fuerza del viento, pues cada vez parecía que volaban más y más rápido.
— Debes llevarla a tu tiempo... a tu mundo. Guárdala en un lugar seguro. En tus bosques... En tus montañas... y cuando sientas que se acerca el tiempo de volver con nosotros, ve a recuperarla.
— ¿Para qué sirve?
— Es esperanza... el sentimiento compartido por todos los seres sintientes. Es lo que puede salvarnos a todos. Ya has conocido el futuro de tu planeta y tu pueblo. Estuviste en la Ciudad Celestial y conoces el desierto de la perdición. Ambos futuros están ahí adelante: de ti depende escoger el mejor futuro que puedas construir. Pero ten siempre presente que el futuro cambia... se mueve. Puedes hacer que el tiempo vaya en un sentido u otro. Sólo una parte de tu destino está escrito en el lenguaje del universo. La otra parte la escribes tú mismo, porque tú eres parte del universo.
— “Creo que entiendo.” —pensó Rick, pero no fue necesario decirlo pues Marskid le había escuchado en su corazón.
Nubecita dorada siguió volando con su ahora único pasajero a través de un vórtice de esperanza. Rick sostuvo la esfera entre sus manos.
— ¡Que extraño material! —exclamó.
La esfera giraba brillante en su mano, a voluntad.
— La esperanza es del material con que están hechos los sueños. —dijo Marskid hecho luz— La esfera te concederá un deseo. Cuando crezcas llegará el momento de pedirlo... sólo pídelo y la esfera te lo concederá por tu propia, auténtica y consciente voluntad. Procura cuidarla como aquello a lo que más ames, y sobretodo: no olvides dónde la guardarás.
— Gracias Marskid... eres un buen amigo, no olvidaré su destino.
Y así ocurrió que ambos niños regresaron a sus respectivos mundos. Convertido en un rayo de luz,  Marskid volvió a la Ciudad Celestial, en la Tierra del Futuro. Rick regreso a su Tierra, en el pasado... a sus queridos bosques del siglo XX. Volvió montado en su propia nube voladora, pues Marskid le había enseñado que el poder de los sueños ya eran parte de él. Rick guardó su esperanza en lo profundo de las montañas, atesorando aquella esfera que brillaba con el poder de cuatro estrellas. Pasaron entonces muchos, muchos años, hasta que la historia de Rick y Marskid se convirtió en leyenda...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XXI— una niña exploradora dirigía a un equipo de niños Scouts a través de un valle misterioso. Guiados por un viejo mapa hallado en el baúl de su abuelo, se habían adentrado en la espesura de los bosques... hacia lo profundo de las montañas. Habían oído un cuento sobre un niño que viajó al futuro, que había hecho amistad con un habitante de otro mundo, y que éste le obsequió un deseo a través de una esfera de cristal.

Se decía que ese niño nunca pidió el deseo porque el encuentro lo había colmado de esperanzas. Así, habría guardado su esfera a la espera que otros la encontraran. Ya era tarde cuando los pequeños Scouts levantaron sus carpas. Aquella noche todos soñaron con un pequeño extraterrestre que les sonreía en la distancia del tiempo y el espacio.

Fin
Pulgarcita

Érase una vez una mujer muy triste porque no tenía hijos. Ella deseaba más que nada ser una verdadera mamá. Fue al encuentro de una vieja hada y le dijo:
— ¡Me gustaría tanto tener un hijo! Dígame, ¿Qué puedo hacer?
— Aquí tiene una semilla mágica. Póngala en una maceta y verá —le respondió la bruja, que a pesar de su aparente frialdad, tenía una gran bondad.
La mujer le dio las gracias y volvió a su casa para plantar la semilla. En poco tiempo ella vio crecer una hermosa flor parecida a un tulipán.
—¡Qué agradable perfume! —decía mientras la respiraba.
En el interior, sentada sobre un tapiz de polen, una niña diminuta le miraba sonriente.
—¡Tú no eres más grande que mi pulgar! —exclamó la mujer— ¡Te llamaré Pulgarcita!
La mujer le confeccionó una cuna a su medida. Ella ahuecó una cáscara de nuez, donde puso unas hojas de violeta en forma de colchón y un pétalo de rosa como manta.

Durante el día, Pulgarcita jugaba sobre la mesa, cantándole bonitas canciones a su madre. Pero una noche de luna llena, un horrible sapo saltó al interior de la casa. Estaba tan entusiasmado por la belleza de Pulgarcita, que se la llevó con él:
—¡Será una buena esposa para mi hijo! —pensó muy satisfecho.
Cuando llegó cerca del pantano donde vivía, el sapo puso a Pulgarcita, que aún dormía, sobre una hoja de nenúfar. Después llamó a su hijo. Este era tan feo y desagradable como su padre.
—¡Qué bonita es!" —dijo él— ¡No hables tan fuerte, vas a despertarla. Vamos a dejarla en medio del estanque, y así ella no podrá escaparse!
Cuando al amanecer Pulgarcita se despertó, empezó a llorar.
—¿Dónde estoy? —se preguntaba.
—Te presento a mi hijo, tu futuro esposo. Vamos a construirte una nueva casa —le dijo el viejo sapo.
Y cogió la cama de Pulgarcita.

Los peces peces conociendo las malas intenciones de los sapos, se hicieron amigos de la pobre Pulgarcita. Decididos a impedir un matrimonio tan desgraciado, cortaron el tallo de nenúfar con sus pequeños dientes. La hoja arrastró a Pulgarcita hacia la orilla. Los sapos no pudieron alcanzarla. Pulgarcita alegre por haberse librado de los malvados sapos, estaba maravillada ante la belleza de la naturaleza.

Era mediados de verano y las espigas de trigo se agitaban con un color amarillo magnífico. El sol, hacía brillar millares de pequeñas estrellas en la superficie del agua. Los pájaros se posaban en los rosales, que apenas sujetaban el peso. Una amable mariposa se ofreció para ayudar a Pulgarcita a volver a la orilla. Anudó una hierba a la hoja y guio la pequeña barca.

De pronto, una gran abeja elevó a la pequeña por los aires y la posó delicadamente en un campo de flores. Pulgarcita pasó el final del verano bebiendo gotas de rocío y regalándose el néctar de las flores.

En poco tiempo el otoño dejó paso al invierno. El sol se apagaba y las flores se marchitaban. Los primeros copos de nieve cubrían el campo y Pulgarcita tenía mucho frío. Torpemente, envuelta en una hoja muerta en forma de manta, dejó el prado en busca de un nuevo refugio para pasar el invierno. Continuó caminando, y tiritando, se encontró a una musaraña a la que contó sus desgracias.
— ¡Pobre pequeña, entra a calentarte. Aquí hay unos cuantos granos de maíz. Tómalos!
Los vientos helados soplaban sobre los campos, pero Pulgarcita se encontraba a gusto en el calor. Cada mañana, ella ayudaba a su amiga lo mejor que podía. Ella cocinaba, limpiaba la casa, pero sobretodo, explicaba sus múltiples aventuras. La ratita le escuchaba encantada.


El señor topo, vecino más próximo, tenía la costumbre de visitarla cada semana. Era un poco miope, y muy pronto se enamoró de Pulgarcita que poseía una bonita voz. Para pedirla en matrimonio, la invitó a su casa. Pulgarcita no tenía ganas de casarse con él, pero había sido tan amable, que ella no quería ser ingrata.

Para ir a casa del señor topo tuvo que pasar por una larga y oscura galería, donde ella descubrió una pobre golondrina inconsciente. Pulgarcita sintió mucha pena, ya que quería mucho a los pájaros y a sus cantos tan armoniosos.
—Es necesario hacer algo —dijo ella, y corrió a buscar un poco de heno y una manta, que extendió encima del pájaro que parecía sin vida.
Apartando las plumas que cubrían la cabeza del pájaro, Pulgarcita le dio un beso, con los ojos llenos de lágrimas. De repente se levantó; había sentido un débil latido de corazón y la golondrina se despertó. No estaba muerta, sino adormecida por el frio. El calor de la manta le había devuelto la vida.
—Te estoy muy agradecida pequeña, nunca olvidaré lo que has hecho por mi. Tu me has salvado la vida y muy pronto podré volar de nuevo.
—Ahora es invierno —respondió Pulgarcita— Toda tu familia ha ido en busca de países más cálidos. Tienes que refugiarte y esperar a que llegue la primavera. No te preocupes, yo te traeré algo de comer y cuidaré de ti.
Durante todo el invierno, sin saberlo sus amigos, Pulgarcita curó a la golondrina con mucho cariño. Pasaron las semanas y cuando llegó la primavera, el pájaro completamente curado se echó a volar en el cielo azul. Hubiera llevado con él a la pequeña Pulgarcita, pero ella no quería apenar a su amiga musaraña, que había sido tan acogedora con ella. A través de los rayos del sol, Pulgarcita muy triste, vio durante largo tiempo alejarse a la golondrina.

La niña continuó su vida monótona, hasta el día en que el señor topo fijó la fecha de la boda. Pulgarcita era muy desgraciada, ella no quería pasarse la vida en una topera oscura y gris donde nunca entraba el sol.

La pequeña rata ayudó a Pulgarcita a coser su ajuar, pensando que había tenido mucha suerte al encontrar un marido tan rico y amable. Pero Pulgarcita no paraba de llorar y la víspera de la boda estaba próxima. La pobre niña quiso salir por última vez a decir adiós al sol, que calentaba la tierra y hacía crecer las flores. A partir de ahora viviría como los topos.

Levantó los ojos al cielo, y casualmente vio revolotear a su amiga golondrina. La llamó con todas sus fuerzas, y el pájaro se posó sobre una pequeña rama. Pulgarcita le explicó su desesperación al tener que casarse con el señor topo.
—Te voy a ayudar —dijo la golondrina— Monta en mi espalda y te llevaré conmigo al país del sol y las flores.
Pulgarcita se acomodó y la golondrina voló a las alturas. El viaje fue muy largo, pero Pulgarcita estaba muy ilusionada.
—¡Qué bonita es la tierra vista desde el cielo! —exclamó, y así fue como ellas llegaron a un país que olía a flores del campo.
—Elige la flor más bonita, y la que elijas será tu casa —dijo la golondrina a la niña fascinada, y dejó a Pulgarcita sobre una inmensa margarita.
Muy cerca de ella había un niño tan pequeño como ella, que la miraba tiernamente.
—Buenos días, yo soy el rey de las flores —dijo él.
—Buenos días, yo me llamo Pulgarcita y vengo de muy lejos.

Durante mucho tiempo jugaron y se pasearon juntos. Un buen día el pequeño rey cogió la mano de Pulgarcita y le dijo:
—¿Quieres casarte conmigo? Tú serás mi reina y nosotros podremos volar juntos.
Pulgarcita aceptó encantada, y desde ese día viven felices sin separarse, en medio de juncos y margaritas. Y a veces, cuando las golondrinas están cerca, Pulgarcita y el rey de la flores se van volando a visitar a la madre de Pulgarcita quien escucha entusiasmada las aventuras que le relata su querida y pequeña hija nacida de un tulipán.

Fin
Piel de asno
Charles Perrault


Érase una vez un rey y una reina que gobernaban con sabiduría un pueblo al que no le faltaba nada. Ellos eran tan amados y respetados por sus súbditos, que podría decirse que eran los más felices del reino. De su unión, nació una niña a la que todos admiraban por su gracia y belleza. La riqueza y la abundancia reinaban en el palacio. Todos los extranjeros venían a admirar las bonitas caballerizas de rey, donde vivía un asno excepcional. Todas las mañanas, su cama de paja, en lugar de ser sucia y maloliente, estaba cubierta por piezas de oro y no de estiércol.

Pero un mal día, la reina contrajo una terrible enfermedad, que la habilidad de todos los médicos no podían remediar. Y sucedió que la reina murió. En su último aliento, ella hizo prometer al rey que si algún día se volvía a casar, eligiera a una mujer más inteligente y más bella que ella. Al poco rato ella cerró los ojos. El rey, sensible y enamorado, lloró día y noche. Y ante tanta tristeza, los ministros le rogaron que volviera a casarse.
— ¡Un palacio sin reina y sin príncipe heredero podrían suscitar una terrible codicia en los pueblos vecinos, y una guerra comportaría la ruina del reino!
El rey se comprometió a buscar entre las jóvenes casaderas, la que fuese más digna de él, descubriendo que, desgraciadamente, sólo su propia hija era más bonita que su propia madre. Su juventud, espíritu y su frescura confundieron al rey, que todavía trastornado por la muerte de su esposa, pidió a la princesa que se casase con él. La joven, llena de virtud y pudor, se quedó horrorizada ante tal proposición. Se tiró a los pies de su padre, y le suplicó que no la obligara a cometer una acción semejante. Pero el rey le ordenó que obedeciera y que se preparara.

Esa misma noche, la joven princesa fue a encontrarse con el hada de las Lilas, su madrina, que le dijo:
— Mi querida niña, cometerías una gran equivocación si te casaras con tu padre. Tú tienes que evitarle sin herirle; pídele que te obsequie con un vestido cuyo color sea como el sol. Con todo su amor y su poder no podrá negarse, y mientras tanto, nosotras ganaremos tiempo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y al día siguiente le pidió al rey un vestido de colores como el sol y sin el cuál ella no le pertenecería. El rey, lleno de esperanza, reunió a sus mejores obreros, y les encargó el vestido.

Amenazados con ser colgados si fracasaban, los artesanos se apresuraron, y a la tercera mañana del mes, entregaron su trabajo. Hasta ese día ninguna princesa había llevado un vestido tan bonito. Cuando ella se presentó ante el rey, era tan fuerte el resplandor de los diamantes y rubies, que todos tuvieron que cerrar los ojos.

Desanimada, la joven princesa se retiró a su habitación, donde le esperaba su madrina, enfurecida:
— Esta vez vamos a someter al rey a una gran prueba. Pídele la piel de ese asno que él tanto quiere y que le ofrece tan generosas riquezas.
La princesa fue a ver a su padre y le expresó su deseo. El rey se sorprendió ante tal demanda, pero no vaciló, y el pobre asno fue sacrificado. Siguiendo los consejos de su madrina, la joven se cubrió con la piel del asno y huyó del palacio.

Lejos de su hogar, la princesa se encontró con el hada buena, quien le prestó su varita mágica, la cual le permitiría disponer de su vestimenta real tan pronto la necesitara. El rey envió inmediatamente hombres en su busca, pero con su apariencia miserable, ninguno de ellos la reconoció. La joven buscó trabajo por todas partes, o a alguien que por caridad, le diera de comer. Pero por su aspecto miserable nadie la ayudó. Finalmente, a la puerta de una posada, una mujer le propuso trabajar para ella. Lavar, limpiar y dar de comer a los cerdos serían sus tareas diarias. La princesa que tenía mucha hambre, aceptó el humilde empleo. La llamaban "Piel de Asno". El domingo Piel de Asno se encerraba en una pequeña buhardilla del centro del bosque, y de un toque de varita mágica se ponía su vestido color del sol y se peinaba sus largos cabellos dorados. Ella se sentía tan feliz, que decidió volver a ser cada domingo, una bonita y graciosa princesa.

Un día de fiesta, cuando Piel de Asno llevaba puesto su vestido, un joven príncipe pasó por allí. Cansado de la caza quiso refrescarse en la fuente, y mirando a la ventana quiso ver quien cantaba tan bonito... entonces se quedó fascinado ante la belleza de la joven.

En el pueblo, el preguntó quien vivía por allí, pero le respondieron con burlas que se trataba de Piel de Asno, que era fea y sucia. El príncipe locamente enamorado, volvió a su palacio, y loco de tristeza, cayó enfermo. Su padre, al no poder curarlo intentaba consolarlo. Le prometió la princesa más bella del país y también cederle la corona, si ello le hacía sonreír.
— Padre —dijo al fin el príncipe— ¡Yo no quiero vuestro poder, siempre os amaré, y ya que es preciso que os confíe mis pensamientos, os voy a obedecer; pero yo deseo que Piel de Asno me haga un pastel!
El rey muy sorprendido ante tal petición, envió a su jinete más rápido a buscar el pastel a casa de piel de asno. La princesa presintió un día de fiesta, el recuerdo del atractivo y encantador príncipe todavía la turbaban. Ella se encerró en su habitación, se quitó el pelaje que la cubría, y preparó el pastel más delicioso que le fue posible inventar. Pero uno de los anillos que había olvidado quitarse, le cayó en la masa sin darse cuenta.

Sucedió entonces, que cuando el príncipe recibió el pastel se lo comió con apetito. Y de repente, bajo el diente, sintió el anillo de Piel de Asno. Sin duda, sólo podía pertenecer a aquella que él amaba. El joven príncipe, prometió casarse, con aquella persona a la que el anillo le fuera bien, fuera cual fuera su condición. El rey y la reina examinaron el anillo, y pensaron que sólo podía pertenecer a una joven de buena familia.

Se invitó a todas las duquesas, marquesas, y condesas a presentarse en el palacio, pero ninguna de ellas pudo ponerse el anillo. Hicieron venir a las camareras, cocineras y pastoras, pero el anillo no les sentaba mejor. El rey, entonces, envió a buscar a Piel de Asno, la cual entró vestida como una pordiosera. El príncipe se inquietó:
— ¿Vives en medio del bosque?
Sonriente le dio el anillo a la joven, y esta le devolvió la sonrisa. El anillo se ajustó sin esfuerzo, y dejando caer su piel, la princesa apareció resplandeciente de belleza. La boda fue tan grandiosa que todavía se habla de ella. El padre de Piel de Asno ofreció a su hija miles de regalos, suplicándole que perdonara su egoísmo.

El príncipe y la princesa estaban radiantes de felicidad por lo mucho que ellos se querían, y vivieron felices durante muchos años.


Fin
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