Cuentos Clásicos
El Reino de los Cuentos Perdidos

Los cuatro duendecillos


Hace ahora mucho tiempo, tanto tiempo que nadie lo recuerda, existían cuatro pequeños duendecillos que sabían hacer vino, pan, cortar y coser ropa. En resumen, sabían hacer de casi todo. Los pequeños duendecillos sólo eran felices si podían ayudar a las personas que no habían podido acabar sus tareas diarias. De esta manera, ellos iban de casa en casa para aliviar a las personas cansadas. Pero siempre hay un pero. Nuestros pequeños amigos deseaban trabajar solos y sin ser vistos.

Para eso, el momento más propicio era la noche, cuando todo el mundo dormía. Desde que las primeras velas se apagaban, los simpáticos duendecillos se deslizaban por el conducto de las chimeneas (igual que Santa Claus). Y de esa manera, entraban en las casas. Y sin hacer ruido empezaban a trabajar.

El primero en aprovecharse fue el panadero, que esta vez dormía como un niño: los duendecillos dosificaron la harina, amasaron la masa y cocieron el pan francés, las ayuyas, los broches y los deliciosos croissants. CUando despertó el panadero no podía creérselo.

- ¡No entiendo nada!

La estantería estaba llena de panes, dorados en su punto y listos para comer. Pero su malvada mujer, enterándose por comentarios acerca de la intervención de los misteriosos duendecillos, quiso deshacerse de ellos, poniendo como pretexto que favorecían la pereza de su marido.

A la noche siguiente los duendecillos fueron en busca del carnicero, que se iba a dormir temprano. Era un hombre fuerte, honesto y siempre estaba de buen humor. Mientras roncaba, los duendecillos le quitaron los cubiertos y prepararon el jamón, ahumaron el tocino y salaron los salchichones para que fueran vendidos al día siguiente. Es muy difícil explicaros la felicidad del carnicero, que pasó todo el día vendiendo los salchichones más buenos de la comarca. Tan buenos que nunca nadie hubiera podido hacer.

La tercera noche, los duendecillos eligieron la casa del vendedor de vino, que siempre dormía en su bodega. Era borracho, pero tenía buen corazón. Para animarse los duendecillos bebieron una gotita de vino rojo, y el trabajo empezó: pegar etiquetas, lavar y llenar las botellas, poner tapones gruesos de corcho. Los duendecillos trabajaron así, meses y meses, y todos estaban felices de poder pasear y leer cuentos, sin preocuparse por el trabajo.

Pero una noche de luna llena, nuestros amigos decidieron ayudar a un sastre, que sin la ayuda de éstos, nunca hubiera podido acabar el traje de gala encargado por un señor. El pobre sastre estaba enfermo y apenas tenía fuerzas para trabajar. Por otro lado, nada extraño, ya que la mujer era la peor de las arpías y le hacía la vida imposible.

La casa estaba tranquila, y todo el mundo parecía dormir. Entonces los duendecillos eligieron con esmero la tela más bonita. La cortaron y la cosieron. Estaban en eso cuando un gallo cantó la diana.

¡Era la señal de que se hacía de madrugada! Los duendecillos se ocultaron, y se pusieron de acuerdo para volver a la noche siguiente con el fin de acabar los vestidos. Al día siguiente el sastre bajó al taller, y cuando vió el trabajo realizado, dió un suspiro de alivio y volvió a la cama. Pero la mujer del sastre, no contenta con eso, decidió poner garbanzos en la escalera y esperar a los intrusos, escondida detrás de la cortina. Pobres duendecillos; tan buenos y tan mal recompensados.

Cuando nuestros amigos volvieron a la casa del sastre, para coser los últimos botones, resbalaron por la escalera, junto a la chimenea, con gran fracaso. Afortunadamente, ninguno de ellos se hizo daño y consiguieron salvarse, pero entonces llegó la mujer del sastre que había estado escondida esperándolos, y les persiguió con la escoba.

Desde ese día nadie los ha vuelto a ver. En el pueblo cada uno tuvo que trabajar muy duro para ganar su jornal y merecerse su descanso.

El panadero se levanta muy temprano para cocer el pan y el vendedor de vino siempre se retrasa en su reparto. Hoy todos recuerdan a los duendecillos, menos claro está, ¡La mujer del sastre!.

Pero, ¿a dónde se fueron los duendecillos?

Se sabe que un pequeño ratón, que los seguía siempre en sus andanzas, contó una noche al vendedor de vino (mientras compartían una copa) la historia de que los duendecillos se fueron a vivir a la casa de un viejo zapatero, que vivía en lo alto de una colina rodeada de bosques, pero esa es ya otra historia...