En las afueras de una aldea vivía un viejo labrador y su hija. Era el hombre más pobre entre los suyos, y ella, una joven de espíritu práctico y corazón humilde como las tierras que trabajaban. Sin embargo, tan pobres eran que ni siquiera poseían una vaca que alegrara con leche sus madrugadas.
Sucedió que un día, trabajando en el campo y mientras el hombre se lamentaba de su suerte, apareció un duende recitándole una melódica rima:
—A tu nombre, oh, buen hombre, como canciones he oído tus lamentaciones, días y días de tanto llorar, que tu pena y mis oídos no pueden más. Por tanto, he decidido en tu lastimera neptuna, cambiar oh, buen hombre, tu mala fortuna. Ten, te regalo mi gallina a la que tanto afecto tengo y que crié desde que era un duende chiquito. Es mi mascota más querida; ésta es tan extraordinaria y diferente a todas las gallinas, que cada día pone un huevo de oro. ¡No son pamplinas!
Sin decir más, el duende desapareció en el aire, y el labrador, asombrado ante el fantástico encuentro, llevó la gallina a su corral.
Apenas cruzó el umbral de su casa, su hija corrió a preguntarle por la inusual y brillante ave.
—Padre, ¿de dónde viene esta gallina tan hermosa? ¡Sus plumas blancas brillan con extraño fulgor!—¡Me creerás un loco cuando te enteres, pero mañana saldremos de la duda, y si es verdad lo que se dice de ella, nuestra suerte podría cambiar! —dijo el padre, y le contó el encuentro.
Al día siguiente, el labrador y su hija se levantaron temprano y se dirigieron al corral.
—¡Oh, válgame Dios! —exclamó asombrado el viejo, mientras ella no daba crédito a lo que veían sus ojos.
En efecto, su nueva gallina había puesto un auténtico, enorme, brillante y muy sólido huevo de oro puro. El hombre lo guardó en una cesta y se fue con ella a la ciudad, donde vendió el huevo como si de una gran pepa de oro se tratase. Ganó un dineral y regresó feliz a su casa. Su hija recibió la noticia con prudencia.
—¡Qué bendición, padre! Pero recuerda: el duende fue generoso al darnos tal sustento. Debemos ser igual de generosos ahora que no nos faltará, y cuidar a la gallina como a un tesoro, porque además es un hermoso animal.
Pasó otro día, y esa mañana, loco de alegría, el labrador encontró un nuevo huevo de oro purísimo.
—¡Qué fortuna haberme encontrado con ese duende! —exclamó satisfecho.
El hombre y su hija tenían, todas las mañanas, un nuevo huevo de oro. Así pasó que, poco a poco, con el producto de sus ventas, se convirtió en el hombre más rico de la comarca. Su hija, por su parte, usó el dinero para mejorar el hogar, comprar mejores herramientas y asegurarse de que siempre tuvieran suficiente para mañana.
Sin embargo, como caen muchos hombres poderosos, la avaricia tocó la puerta del labrador, y más exactamente su corazón de honesto trabajador. Un atardecer, mientras cenaban, su padre masculló con una mirada perdida:
—¿Por qué esperar un día completo cada vez que la gallina ponga su huevo? ¡Es una agonía!—Pero padre... ella nos da lo suficiente para vivir con dignidad y más. ¿No es eso suficiente?
El hombre sintió por un instante la punzada de la razón en su conciencia. La mesura y humildad de su hija eran reflejo directo de lo que él mismo fue una vez. No obstante, pasó el tiempo, y el susurro de la avaricia terminó siendo más fuerte que la voz de su propia sangre.
—¡Mejor me como a la gallina y de paso descubro la mina de oro que lleva en sus entrañas! —gritó un día impaciente el padre, ignorando las súplicas de su hija.
Y empujando lejos la voz de la sensatez, se dirigió al corral y mató a la pobre gallina que tanta riqueza les había dado. Pero en su interior no encontró ninguna mina... es más, ni siquiera se había formado un nuevo huevo. Además, como se había vuelto tan avaro, la gallina estaba flaca, porque había impedido que su hija le diera de comer bajo la excusa de que “no debían malgastar el dinero en cuidar animales". De modo que tampoco pudo prepararse siquiera una cazuela.
Y como supondrán, a causa de su avaricia latente y desmedida, muchos mercaderes evitaron hacer nuevos tratos con el hombre; así, el labrador perdió rápidamente su fortuna que tan fácilmente había conseguido. Su hija solo pudo ver, con tristeza, cómo la codicia había devorado a su padre y su prosperidad.
Fin

