Cuentos Clásicos
El Reino de los Cuentos Perdidos

El fuego de la luna ausente

Saga de Protomundo · Cuento I
Ethan J. Connery

Caminaba por un desierto habitado por tan sólo unos cuantos matorrales. Un lejano y constante silvido se oía en la distancia, pero no distinguí nada debido a la bruma, pues un viento polvoso se elevaba en el horizonte. Comencé a caminar en ese mundo vacío cuando oí una voz que me hablaba, palabras cuyo significado se pierden en el cansancio del sueño profundo. Me di la vuelta buscando el orígen de la voz, cuando me encuentro cara a cara con un oso grizzly. La criatura me hablaba tal cual fuera un ser humano, y aunque no recuerdo exáctamente lo que me dijo, si recuerdo que tuvimos una larga charla llena de misterio. Casi al terminar la conversación una fogata se encendió a nuestros píes.

-Ya es hora -dijo el Oso, levantándose en sus dos patas traseras.

Un poder sobrenatural emergió de su hocico, como el frío aliento del mañana. Una nube comenzó a formarse frente a él. Entonces... sólo entonces... comprendí que volaba. La nube me había envuelto y mis píes ya no tocaban el frío suelo del desierto, sino un negro y vacío infinito plagado de estrellas cuyos brillantes colores no existen en el mundo del hombre.

De pronto, dentro mi ser, nació un nuevo poder y pude ver tras la bruma lejana los infinitos senderos del futuro que se cruzaban, fluían y estallaban cuan extraordinarios pájaros de fuego. La voz del oso aun resonaba en mi mente pero él ya no se encontraba. Volando, a través del firmamento, divisé en la lejanía una torre, que poco a poco se hizo montaña. Era una montaña enorme, de dimensiones colosales... su base se hundía en lo profundo de la noche, hacia lo hondo de un abismo que no puedo mencionar porque su nombre se perdía en el sonido de las aguas que caían estrépitosamente hacia la nada. Un misterio aguardaba a la mirada de lo eterno y en lo alto de la cumbre. La montaña parece avanzar.

-¿Estará viva? -pensé para mí.

Poco a poco me acerco a un peñasco y lo alcanzo. A los píes del peñasco varios animales aguardaban mi llegada; algunos con buenas intenciones, y otros... si tenían intenciones, las ocultaban. Nuevamente óigo la voz del oso, y éste estaba a mis espaldas.

-Lo que buscas, está allá arriba. ¡Ve por ello! -me ordena, mientras me indica hacia la cima con afiladas garras.

La cumbre parece brillar en una espesa neblina, en medio de la noche. Las estrellas rotan en lo alto y aun así la montaña avanza de frente. La montaña es vertical, casi carece de pendientes. Algo me llama en las alturas, algo clama por mi nombre.

-...Ya'al.

Es extraño, no es mi nombre, pero por alguna razón se que el llamado es para mí. Quizá alguna vez me llamé así o quizá en los sueños los nombres suenan diferente. Comienzo a ascender tanteando cada paso con píes y manos, aferrándome a lo imposible. Escalo a las alturas, no hay tregua... he perdido la facultad de volar, pero no me doy por vencido. Parece que no avanzo.

-...¡Ya'al! -repite la voz, profunda como el trueno que retumba en la praderas de mi universo sin tiempo.
-¿Me esperará? -pienso- ¡Es imposible!

Miro hacia abajo. Los animales siguen mi huella pero mantienen la distancia. El oso se ha desvanecido... pero, inesperadamente se me ocurre.

-¿Y si el abajo fuera arriba?

Un fuego eterno nace frente a mí y decido soltarme y caer... hacia arriba. Caigo hacia los cielos que se pierden en la altura, hasta alcanzar un nuevo peñasco, y ahí me detengo. Un camino se me abre entre unas rocas de cristal de cuarzo. Una extraña y melódica musiquita resuena con cada partícula de polvo. El camino se ensancha y lo aprecio con claridad: sube directamente hacia la cumbre.

-Fue demasiado fácil -pensé.

Entonces me doy cuenta que hay otro camino, en la boca de una catarata: un sendero más estrecho, oculto y escondido... porque en mi sueño lo oculto y lo escondido no es lo mismo. El sendero se interna en la montaña, como en una recta espiral. Es una caverna. Es obscura como la noche sin sueños, pero de su interior nace un hilo de aguas cristalinas que desciende, con la pureza semejante a la mirada de una diva. Un espíritu sincero habita en sus profundidades, en el corazón de la montaña. Sigo el sendero de agua, pero nada más entrar a la caverna y un rugido a mis espaldas me amenaza. Giro por instinto indagando tras las aguas de la catarata. Una sombra tenebrosa intenta cruzar. Busco algo a mis espaldas... no se qué, pero lo encuentro: es una flecha. La miro, sostenida fírmemente en mi mano y despierto.

...pero no, aun no he despertado. Del fuego que me seguía extraigo una rama ardiendo. Es una rama, sinó un arco. Ubico la flecha en posición y tiro con presteza. La flecha cruza las aguas y da en el blanco. Lo que haya sido, se aleja. Pasado unos segundos, una dulce voz, quizá el murmullo del agua, o quizá una doncella etérea, me habla.

-¡Kiché..., kiché!

Entonces lo entiendo. Ya'al es Kiché, Kiché es Ya'al... pero más allá, alguien más.
La caverna me lleva por un tunel hacia los hielos del mismísimo génesis.

-¡Aun es tiempo! -me animo.

Tras los hielos, aprecio en la distancia aquel fuego eterno que se eleva. Es la luna, y aquella, sin miedo, se adentra en la nube de la montaña.

-¿Quién soy, en realidad?

Condiciones

Hana Midori (Luisa Fernanda Beltrán)
Bogotá · Colombia
Advertencia: Este es un relato de terror para Halloween.
No apto para menores. Se recomienda discreción °-°

Una a una se deslizaban las gotas de lluvia por el cristal sucio de la ventana. Danzaban entrelazando sus caminos al descender, y sucumbían al estrellarse con fuerza en el alféizar de madera oscura creando diminutas pero numerosas gotitas de agua que se dispersaban cubriendo los cortinajes, el suelo y las paredes, así como una mano que reposaba inmóvil apoyada en el brazo de un enorme sillón garzo de aspecto señorial.

Habían pasado algo más de ocho años desde que se habían conocido. Desde el momento en que se divisaron, halláronse tan atractivos el uno al otro que no concebían ahora la vida sin estar juntos. Pasaban largas horas jugueteando como adolescentes en los bosques cercanos al edificio blanco y gris en donde residían, conversaban largamente sobre diversos temas y cuando no encontraban actividades que los entretuvieran, se dedicaban a contemplarse admirados de la suerte que tenían de ser amados por la persona a quien amaban.

Lucían sin embargo, demacrados y ojerosos. El amor sanaba sus espíritus, pero sus cuerpos se deterioraban cada vez más rápido. Apesadumbrados, se hacían mutua compañía durante las extensas y tortuosas quimioterapias a las que eran sometidos allí. Tenían cáncer, y aunque ambos sabían que pronto sucumbirían ante el poder supremo de la enfermedad, sus momentos juntos les proporcionaban la fortaleza necesaria para haber sobrepasado los pronósticos que hacían los médicos acerca de su expectativa de vida.

Aquel día, mientras la lluvia arreciaba inclemente en conjunción con el viento sacudiendo árboles y ventanales con vehemencia, presentían que el momento había llegado. Martín yacía inerte sobre la cama, pálido como un papel. Sólo el sonido acelerado y arrítmico de su respiración revelaba que aún estaba vivo; su vida se extinguía presurosamente. Sara acompañándolo sentada junto a la ventana, tamborileaba los dedos de una de sus manos en el sillón mientras la otra permanecía sin moverse. Su cara sonriente escondía un lacerante sentimiento de impotencia que la carcomía por dentro al ver a su amado ser consumido por las garras de la muerte sin que ella pudiese hacer nada. Pese a su intento de mostrar serenidad, las cuencas debajo de sus ojos colorados de tanto llorar, estaban más pronunciadas que de costumbre. Ahora tenían un color plomizo y se hundían con ahínco a lado y lado de su nariz.
—Salgamos —susurró Martín sin pensar.
Incorporándose, Sara se aproximó con lentitud hacia la cama y besándolo en la frente, negó con la cabeza.
—No es posible, cariño.
Martín girándose hacia la pared, ocultó de su adorada novia la expresión triste que cruzó como un relámpago su rostro. Declama para sí mismo los versos de "Amor Constante Mas Allá De La Muerte" y teme, no por su vida que se evapora como la nieve al inicio de la primavera, sino por el dolor insoportable de no volver a ver los ojos, sentir los labios o rozar la piel de aquel ángel maravilloso que reza ahora de rodillas tomando su mano.

De pronto, una luz escarlata invade la habitación y un olor pútrido envicia el aire. Allá en un rincón aparece el ser temido, el odiado, el repudiado, y para algunos el amado. La Parca en persona ha venido. Levanta la hoz de forma amenazante y disponiéndose a cumplir con su labor lánguida hacia el moribundo.

Un grito suplicante se escucha. Sara yace ahora cubriendo con su cuerpo el de Martín, y llorando le implora a la implacable Moira que les otorgue la oportunidad de estar juntos en la vida o en la muerte.

Ésta, mira con picardía a la pareja que no desea ser separada. Retrocede algunos pasos, y con un movimiento veloz hace emerger tras de sí lo que parece ser una montaña enorme de osamentas ensangrentadas; se sienta cómodamente allí y recostando su cabeza en la hoz guarda silencio. Pasan algunos minutos, luego horas y ésta no se inmuta.

Sara que permanece aún acostada sobre Martín, mira con curiosidad temerosa el proceder del extraño ser.
—"¿Qué piensa?" —se pregunta cada tanto. 
Sin embargo, no pronuncia una palabra ni hace un movimiento por miedo a incitar de alguna manera su furia.

Tras mucho esperar, La Parca se levanta; con el mismo ademán veloz desaparece su particular mobiliario y con expresión generosa se dirige a la mujer.
— ¿No importan las condiciones? —pregunta.
Sara desconcertada solo atina a contestar precipitadamente:
— No.
— Bien —responde la muerte, sonriendo —Que así sea.
Un estruendo ensordecedor hace temblar el lugar; gritos tenebrosos se oyen de la nada y una especie de sonido agudo se incrementa a lo lejos. El suelo se sacude con violencia y después, todo queda en silencio. Las enfermeras desorientadas corren con presteza en busca del lugar desde donde se emiten los ensordecedores ruidos. Al llegar a la habitación de Sara y Martín, la encuentran vacía por completo brillando con misteriosa pulcritud.

Un hombre implora desconsolado por la vida de su compañera. Arrastrándose alcanza las vestiduras negras y enmohecidas de la Parca y agitándolas con frenesí exclama reiteradamente que desea estar junto a ella para siempre. Haciendo surgir del suelo un acumulo de huesos cubiertos de una capa bermeja y pegajosa, la muerte se apoltrona plácidamente. Gran cantidad de esqueletos se retuercen lamentándose bajo su peso, abriendo la boca intentando emitir algún sonido. No se escucha nada y el afligido esposo nada entiende. Entre la multitud de restos, se observan varias parejas unidas por pesadas cadenas, y allí, asomando desde lo profundo del montículo, se destacan dos calaveras de aspecto más reciente, en cuya calota se distinguen apenas las iniciales M y S. Tras pensar un rato, el ser sobrenatural se acerca al hombre suplicante.
—Amigo... ¿No importan las condiciones? —dice, levantando la hoz.

Fin