Cuentos Clásicos
El Reino de los Cuentos Perdidos

El Sultán y la Palmera

De la Literatura Universal
Adaptación de Ethan J. Connery
Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Hace mucho tiempo, en lejanas tierras de Oriente, existió un Sultán muy querido y admirado por su pueblo. Bien sabido era, que no había día que pasase sin que hiciera algo bueno por sus fieles vasallos. Solía vérsele fuera del palacio, conversando con sus consejeros acerca de sabiduría y gobierno, o por algún rincón de su reino, conociendo los problemas de sus habitantes, y ayudándoles en la medida de lo posible.

Su lema era:
— "¡Sembrad el bien y cosecharéis lo bueno!"
Cuando no estaba otorgando un premio a algún ciudadano destacado, se encontraba regalando bolsas con monedas de oro a los desafortunados, procurando ordenar a sus ministros que asesoraran a los humildes para que la vida les sonriera de nuevo. Así era como todo el mundo le admiraba y quería profundamente, por sus cualidades de hombre consciente del dolor ajeno.

Pero decir sólo eso de aquel rey, tan bueno, sería menospreciar su grandeza. Lo cierto es que era de tan notable fama, que cuando le reconocían en público, la gente se apresuraba a vitorearle, sembrando de helechos y flores, su camino.

Fue así como un día, el amado Sultán enfermó... si bien no de gravedad. Los jardines del palacio se llenaron de gentes venidos de todos los rincones del reino, preocupados genuinamente por la salud de aquel hombre tan respetable. Durante noches y días completos, multitudes aguardaban a las afueras de la residencia real, esperando alguna buena nueva que anunciara un avance en la salud del excelentísimo.

A ciertas horas, un servidor de la corte real salía al balcón para leer a grandes voces el parte médico. Y cuando el servidor pronunciaba:
— "A nuestro amado Sultán le duele la cabeza."
Rápidamente se elevaban voces de entre los ciudadanos, aconsejando algún remedio tradicional para frenar el mal que le quejaba, tales como:
—"¡Cerrad sus cortinas y dejadle dormir!"
— "¡Dadle masajes en la sien!"
— "¡Aplicadle una bolsa de hielo en la frente!"
Y recomendaciones de ese estilo...

Al cabo de unos días, el servidor anunció, por fin, que el Sultán ya se había recuperado de su enfermedad, y tanto ciudadanos como viajeros llegados de otras tierras, atraídos por su fama, se pusieron muy contentos y armaron una enorme fiesta para celebrar con alegría en su corazones. Terminado el festejo, todo el mundo regresó a sus casas, satisfechos de haber podido ofrecer su ayuda al distinguido Sultán.

Ocurrió entonces que cierto día, el Sultán decidió salir a dar un paseo por la playa, rodeado de su corte. La comitiva llevaba algunos kilómetros caminando, junto a las bellas olas que rompían en los roqueríos, cuando el Sultán vio entre las dunas de arena a un anciano campesino que plantaba trabajosamente una palmera. Ordenó descansar a todo su séquito, y mientras sus consejeros y ministros se relajaban al aire tibio y al sonido de las olas, el Sultán se dirigió a donde estaba el campesino.
— ¿Qué haces, buen cheikk? —Preguntó el Sultán.
El campesino, con mirada humilde pero despierta, saludo con gran respeto al Sultán y le respondió:
— Estoy plantando, ¡Oh, gran Sultán!, esta pequeña palmera.
El Sultán observó la palmerita que plantaba y, pensativo unos instantes, preguntó de nuevo:
— ¿Cómo es que plantas una palmera? No conocerás a quiénes comeran el fruto de tu trabajo... ¿No sabes que una palmera necesitará de muchísimos años para que pueda dar frutos y que al ser ya un anciano, no alcanzarás a comer de ella?
— ¡Oh, por supuesto!, querido Sultán —dijo el anciano— No lo ignoro. Pero alguien ya plantó otras palmeras de las que nosotros mismos hemos podido comer, pues justo es entonces que plantemos nosotros para que otros más puedan comer en el futuro... ¿no opina lo mismo el Sultán?
La respuesta tenía mucho sentido, lo que llenó de admiración al soberano. Un hombre viejo le daba  una pequeña lección de sabiduría.
— ¡Muy cierto es! —se apresuró a responder el Sultán, y sacando de su cinto una bolsa con cien monedas de plata, se las obsequió al viejo, por su tan noble y generosa respuesta.
El campesino estaba visiblemente agradecido y emocionado.
— Oh, Sultán. No debería aceptar tan generoso regalo de tu parte, pero temo ofenderte si acaso me negara, de modo que lo acepto humildemente.
El soberano asintió, y se disponía a marcharse, cuando oyó al campesino murmurar:
— ¡Que rápido ha dado fruto mi palmera!
El Sultán, sorprendido de tan sabia observación, sacó de su bolsillo otra bolsa con cien monedas de plata y se la obsequió al campesino, diciéndole:
— ¡Ese comentario ha sido brillante! Ten, te lo mereces.
El viejo, saltando de alegría, no daba crédito a su suerte. Se arrodilló luego ante el Sultán, y, besando el anillo real de su mano, le dijo nuevamente:
— ¡Oh, poderoso y gran Sultán! Lo más maravilloso de todo esto es que una palmera grande da generalmente un sólo fruto al año, y la mía, que es aun pequeña, ya me ha dado dos frutos en sólo unos cuántos minutos.
La nueva respuesta tomó por sorpresa al Sultán, quién sonriendo y desconcertado ante la ingeniosa tozudez del viejo, resolvió recompensarle nuevamente. Buscando entre sus bolsillos encontró una bolsa con cien monedas de oro... eso ya era muchísimo, pero reconoció que el hombre era sabio y no podía dejar de recompensar tamaña inteligencia.

Miró la bolsa un momento más, pensando en la respuesta del anciano, pero terminó extendiéndosela finalmente:
— Toma, buen cheikk. Has resultado ser un vasallo inteligente y de buenas intenciones. Justo es que te recompense también por esa última respuesta que acabas de dar.
Llorando de sincera alegría, el viejo campesino agradeció nuevamente y de todo corazón al buen Sultán. Y como se sentía ansioso de agradecerle se atrevió a responder una vez más, aunque con cierta pícara simpatía:
— ¡Oh, gran señor, Sultán de los Sultanes! ¿Has notado cómo es que las palmeras comunes y corrientes pueden dar un sólo tipo de fruto en toda su vida, y mi palmera ya ha dado dos tipos de frutos cuando aun no termino de plantarla?
El sultán abrió los ojos como platos, pues no podía creer que el viejo le saliera con respuesta semejante...
— "Efectivamente: la plata y el oro son frutos diferentes." —pensó.
El soberano comenzó a reír a carcajadas, llamando la atención de su corte, quiénes se acercaron para ver quién era merecedor de tantas regalías. El Sultán se quedó apreciando al anciano, totalmente admirado de su enorme gracia y talento, y, dándole unas palmaditas en el hombro, le dijo con profundo respeto:
— ¡Ya, ya... debo partir, mi buen cheikk, que tus palmeras maduran con demasiada prontitud, y a este paso me quedaré sin reino a fuerza de tu ingenio! —el Sultán le cerró un ojo al viejo, que se sintió mucho más recompensado por el comentario que por la plata o el oro recibido.
El campesino se despidió con un honorabilísimo ademán, y el Sultán volvió a la playa con su séquito:
— ¡Oh, Sultán! Hemos visto cómo has dado una enorme fortuna a ese campesino... ¿tan necesitado estaba el pobre? —preguntaron sus ministros y consejeros.
— ¡Se lo ha ganado! —respondió el Sultán— A fuerza de experiencia un hombre corriente se vuelve admirable...
Y el buen Sultán regresó al palacio, siempre rodeado de su noble corte. Durante el trayecto, estudió las ingeniosas respuestas del viejo, y decidió que de ahí en más, valoraría en profundidad la cordialidad, el coraje y la experiencia de los hombres sabios.


Fin

El Lobo, la Miel y la Zorra

Cuento popular español

Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Erase que se era un lobo y una zorra, que, siendo vecinos en lo profundo de un bosque y en lo alto de un monte, les unía una buena amistad. Aconteció que cierto día, mientras paseaban juntos, se encontraron una calabaza de miel, y el lobo, que era el más fuerte de los dos animales, se quedó con ella para saborearla en soledad, no sin antes prometer a la zorra que le avisaría para que la comieran juntos, un día que tuviera buena comida.
La astuta zorra no tuvo otro remedio más que conformarse con la decisión del lobo, pero desde ese momento comenzó a pensar en algún modo de comerse la miel ella sola. La zorra tenía dos hermosos zorritos a quienes por ningún motivo dejaba solos ni un instante. Sucedió, pues, que uno de esos días se presentó la zorra en la cueva del lobo, y le dijo:
—Ya sabes, lobo, cuánto quiero a mis zorritos. Me han invitado a un bautizo que no me es posible eludir, pues he sido llamada a ser madrina. Te ruego, lobo amigo, que vayas a mi madriguera y cuides de mis pequeños zorritos.
—Por supuesto, mujer —respondió el lobo— ¡no faltaría más! Ve tranquila que yo cuidaré de tus cachorritos.
Y sucedió que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, la zorra penetraba en la cueva del lobo, dándose un tremendo atracón de miel. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le dijo el lobo:
—¡Qué tal estuvo el bautizo, amiga zorra! ¿Mucho te divertiste?
—Si... ¡ya lo creo! —le respondió la zorra.
—¿Y con qué nombre bautizaron al niño?
—La llamaron "Principela".
—¡Pobre niña, que nombre más extraño! —exclamó el lobo.
Y así quedó la cosa. Al cabo de unos días la zorra volvió a la cueva del lobo y le dijo:
—Lobo amigo, perdona si te soy inoportuna, pero me han invitado a un nuevo bautizo y no quisiera que mis dos zorritos queden solos en casa...
—Si, mujer, por supuesto, no te preocupes —repuso el lobo— Ve tranquila, que yo cuidaré de tus pequeños.
Y mientras el lobo entraba a la madriguera de la zorra, la zorra entraba en la cueva del lobo y demediaba la calabaza de miel. Terminada su faena regresó la zorra a su madriguera, preguntándole el lobo:
—¿Mucho te divertiste?
—Si..., ¡sin duda!
—¿Y qué nombre le han puesto al niño en esta ocasión?
—La llamaron "Mediela" —respondió la zorra—, también era una niña.
Y así quedo la cosa. Pasados algunos días fue nuevamente la zorra a ver al lobo:
—Lobo amigo, amigo lobo, si quisieras cuidar de mis cachorros te estaría agradecida, pues nuevamente he sido invitada a otro bautizo º-º
—Claro, mujer, nada tienes de qué preocuparte, yo los cuidaré.
Y ya sabemos que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, ésta lo hacía en la cueva del lobo, terminando de zamparse el resto de miel de la calabaza. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le pregunta el lobo:
—¿Con qué nombre han bautizado a la nueva criatura?
—"Acabela" —contestó la zorra.
Y así quedó la cosa. A la semana siguiente, va la zorra a ver al lobo y le dice:
—Me parece que ya va siendo hora, amigo lobo, de que me invites a saborear esa deliciosa miel que nos encontramos... ¿recuerdas?
—Amiga zorra, casi la había olvidado. Ahora mismo la traigo, pues da la casualidad de que buena comida tengo —repuso el lobo.
Y yendo a la cocina, saca tres enormes gallinas bien cebadas y media docena de pollitos ya preparados. En sólo unos minutos devoraron la comida, y cuando ya tocaba el postre va el lobo a buscar la calabaza y la encuentra vacía.
—¡Te has comido la miel! —acusa el lobo a la zorra.
—¡Habrase visto! —respondió la zorra— ¿Y como me la habría podido yo comer? ¿Que acaso no eras tú el guardián de nuestra deliciosa miel?
—¡Pero si yo no me la he comido! —protestó el lobo.
—Ya, ya... no discutamos más —dijo la zorra—, no merece la pena, pero hagamos una cosa: dicen los sabios que el que come miel suda miel. Vamos a dormir un rato y al despertar sabremos quién se ha comido la miel.
Dicho y hecho, el lobo y la zorra se fueron a dormir. Rápidamente el lobo empezó a roncar, pues mucho había comido. En cuanto la zorra lo escuchó, ésta se levantó y, tomando la poca miel que apenas quedaba en la calabaza, escurrió unas cuántas gotas sobre la panza del lobo. Luego se volvió a acostar. Cuando el lobo despertó se percató que tenía gotas de miel sobre su panza, así que llamó a la zorra y le dijo:
—Amiga zorra, he sudado miel mientras dormía, pero te prometo que no he sido yo quien se la ha comido... ¡si ni siquiera la he alcanzado a probar!
—Quizá, es posible... —respondió la zorra—, pero también pudo ser que mientras soñabas te hayas levantado como un sonámbulo y te la hayas zampado sin darte cuenta, siquiera. ¿Eres sonámbulo?
— ¡No, no... desde luego que no! —repuso el lobo, convencido de haber caminado dormido °-°

Fin

El Anillo del Gigante

Cuento Tradicional Español


Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Había una vez una niña muy pobre que iba con frecuencia a recoger leña al monte. Un día que se le hizo tarde por haber encontrado unas fresas silvestres, se le echó la noche encima, debiendo abandonar su leña, pues se perdió y sólo añoraba encontrar el camino de vuelta a su casita.

Así se puso a andar y andar... La noche era oscurísima, había nevado y el camino estaba muy malo. A lo lejos divisó una lucecita y se encaminó hacia allá. La luz provenía de una casa, a cuya puerta había un gigante.
—Señor gigante —dijo la niña temblando de frío y de miedo—, me he perdido y estoy muy cansada y no sé dónde pasar la noche. Si tú quisieras hospedarme esta noche en tu casa...
—¡Oh!, sí sí, desde luego, pequeña —dijo el gigante, manifestando satisfacción.
El gigante se volvió hacia la puerta y gritó con voz de trueno:
—¡Pólvora, ábrete!
Y la puerta se abrió hacia afuera. Y pasaron la niña y el gigante, quien volvió a gritar:
—¡Pólvora, ciérrate!
Y la puerta se cerró. La llave en la cerradura dio dos vueltas, y un candado se enganchó solo en un pestillo. Y la niña y el gigante pasaron a la cocina y se sentaron junto a una enorme chimenea, negra de sucia a causa del hollín que se había acumulado, pues el gigante era un cíclope desordenado que nunca hacía las tareas del hogar. El fuego era grandísimo, las llamas rojas como la sangre de un toro enfurecido, y en las trébedes había una gran olla negra de la que emanaba un gran vapor.

La niña no estaba tranquila porque el gigante era sombrío, muy sombrío; tenía un solo ojo en la frente, como todo cíclope, y sus dientes  eran muy largos, tan largos que daba miedo verle sonreír. Después de un rato el gigante ordenó a la niña:
—Ahí tienes un carnero que acabo de matar. Descuartízalo y mételo en la olla y prepara algo delicioso, porque en adelante vivirás conmigo. No intentes escapar, porque el día que lo hagas en vez de carne del carnero, te cocinaré a ti, porque tu carne es más sabrosa.
El gigante se fue a acostar, mientras la pobre niña, sollozando, preparaba la cena.
—¡Cuando tengas la cena lista, me la llevas a mi cuarto! —le gritó desde su habitación el gigante, siguiéndole una risa malvada.
Pero el gigante debía estar muy cansado, porque pronto sus ronquidos hicieron retemblar toda la casa. La niña preparó la cena y sobre las brasas del fuego depositó un hierro puntiagudo hasta que se puso al rojo vivo. Cenó tranquilamente, pensando qué hacer, y terminada la cena, se fue a echar un vistazo por la casa.

De las paredes colgaban muchas pieles de cordero, así que explorando un pasillo llegó a una puerta, y al abrirla descubrió un corral cerrado en el que habían muchas ovejitas y algunos carneros. La niña, entonces, regresó junto al fuego, y, tomando el hierro candente, se dirigió al dormitorio del gigante, procurando pisar de puntillas para no despertarle. Cuando llegó junto al lecho del perverso cíclope, levantó el hierro y con todas sus fuerzas lo clavó en su único ojo.

El grito que dio el gigante debió llegar al otro extremo del mundo y la casa retumbó de tal forma que casi se les cae encima. El gigante primero se retorció de dolor en el lecho, y después se levantó de un salto, profiriendo injurias y jurando vengarse de la niña, mientras golpeaba las paredes de la casa.

La niña, que ya había tenido la precaución de registrar la casa, corrió a esconderse al corral junto a las ovejas, pero el gigante, suponiendo adonde iba, la siguió, palpando las paredes para no tropezar, y se puso en medio de la puerta del corral, con las piernas entreabiertas. Las ovejas, al verse libres, se lanzaron apretadamente buscando la salida, y pasaban por entre las piernas de su amo, quien las tocaba una a una, dejándolas pasar mientras decía:
—Esta es blanca, esta es negra... y este un carnero...
Y esperando que pasara la niña, vociferaba, mientras rechinaba los dientes:
—¡Ya verás tú, ya verás tú, pequeña bribona, te encontraré y te zamparé de un bocado!
Pero la niña, que era muy lista, cogió una piel de carnero y se metió en ella y se dispuso a pasar entre las ovejas. Cuando le tocó el turno, el gigante palpó la lana y los cuernos, y creyó que era un carnero, pero se quedó con la piel entre las manos.

Lleno de rabia, el gigante quiso vengarse de la niña, pero ella ya estaba ya fuera del corral y sólo podía lograr su intento mediante la astucia, así que riendo le dijo:
—¡Tu treta me ha sorprendido, niña! Y porque has sido ingeniosa en tu ardid, yo te perdono —le dijo, aparentando amabilidad—, y para que veas que es verdad lo que te digo te obsequiaré este anillo.
El gigante tomó un anillo que tenía en su dedo, y se lo tiró a la niña. El anillo cayó sobre la blanca hierba y parecía un gusanillo de luz por el brillo que despedía. La niña, temerosa de otro posible engaño, se resistía a cogerlo, pero tanto brillaba que al fin la curiosidad la llevó a tomarlo entre sus manos. Pero el anillo era mágico y éste se achicó rápidamente hasta cazar uno de sus deditos, entonces el anillo empezó a cantar con voz profunda:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Y el gigante pudo seguir a la niña. Y aunque la niña corría el gigante la seguía, porque el anillo seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
La niña quiso sacárselo del dedo y arrojarlo al fogón, pero por más esfuerzos que hizo no pudo desprenderse del fatal anillo, que cada vez se ajustaba más a su dedito. Cuando la niña llegó a la puerta de la casa, pasó su manita, que era muy pequeña, por debajo de la puerta, y el anillo al sentirse en el exterior de la casa, comenzó a cantar:
—¡Ha escapado, mi señor! ♪ ¡Está afuera de la casa, mi amo! ♫
A lo que el gigante, exclamó:
—¿Cómo has logrado salir? ¡No huirás de mi, pequeña bribona! ¡Pólvora, ábrete!
Y en el instante el candado se soltó del pestillo, la llave dio dos giros a la cerradura, y la puerta se abrió hacia fuera, liberando la mano de la niña, quien corrió con todas sus fuerzas al exterior de la casa, mientras el anillo repetía:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Así llegó corriendo a un río que iba muy crecido por las lluvias que habían caído. Y al gigante le faltaba ya muy poco para alcanzarla. Entonces la niña recordó que en su faltriquera llevaba una navajilla con la que cortaba las ramitas del monte. La sacó al instante y se cortó el dedo a la altura del anillo, sacó el anillo y lo arrojó al río. Y el anillo, desde el fondo, seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
El gigante, como no veía nada, cayó al agua, pero la corriente era demasiado fuerte y lo atrapó, ahogándose en un remolino espantoso º-º ...así, herida pero a salvo, la niña encontró el camino al pueblo, llevándose su dedito a casa de un doctor, quien esa misma noche se lo pegó y lo curó. La niña se prometió que nunca más llegaría tarde a su casita para no perderse de nuevo en el bosque, y el resto de esa noche se quedó en el pueblo.

A la mañana siguiente, cuando volvía a su casa, descubrió con asombro que las ovejitas y carneros que ella había liberado, habían seguido las huellas en la nieve que había dejado la niña la noche anterior, y habían llegado hasta su casa, por lo que la niña reunió a los animalitos y las pastoreó en su propia colina, y no volvió a ser pobre nunca más.

Fin