Cuentos Clásicos
El Reino de los Cuentos Perdidos

Simbad y la Princesa Cautiva

Versión de Ethan J. Connery & Canción de José Goles Radnic

En tiempos de la antigua Persia...
I
Una soleada mañana de verano, en las cercanías del puerto de Manahlir, sus habitantes divisaron un hermoso buque mercante que navegaba apacible hacia el embarcadero. Construido en finas maderas y largas velas blancas, atrajo a los curiosos que acudieron en gran número para dar la bienvenida al recién llegado navío. Algunos rumoreaban que, dado su porte y estandarte, sin duda provenía de algún reino lejano; tal vez rico o exótico. La nave era conducida por un joven y desconocido capitán llamado Simbad... Simbad, el Marino.

Para cuando el barco finalmente atracó —con la suavidad y competencia de los viejos lobos de mar— un inspector algo inseguro subió a bordo para hacer el registro de control que, por oficio, tenía encomendado. Hecha la inspección, y maravillado ante tal calidad y número de riquezas, el fiscalizador se retiró rápidamente para dar aviso a sus municipales. Les dijo que un mercader rico —sino acaso un príncipe— había arribado a puerto para hacer sus extraordinarios negocios. Mientras tanto, un grupo de oficiales del barco, elegantemente uniformados, bajaban las velas y se daban a la tarea de descargar, con actitud decidida, las mercancías que habrían de comerciar en Manahlir.

Una vez que completaron su tarea en el puerto, con una velocidad y precisión ráramente vista o acostumbrada en la región, los oficiales se despidieron cortésmente de su capitán y se dirigieron a la ciudad junto con la carga que les habían encomendado. Una multitud emocionada los seguía de cerca, ansiosa por ver lo que el mar les había traído.

Las buenas condiciones de las mercancías, su abundancia e indudable buen gusto, hicieron de los negocios de aquel envidiable navío maravillas en Manahlir, logrando que el nombre de “Simbad el Marino" se regara como la lluvia que trae los monzones a las tierras de Oriente. Fue en este contexto  de fama y algarabía que Simbad llamó a Lebec, su lugarteniente, para darle sus últimas instrucciones:
— Amigo, preparad todo para mañana. Zarparemos tan pronto alcen vuelo las gaviotas. El Reino de los Dragones nos espera.
Lebec asintió de inmediato, pero sin poder esconder cierta decepción en su semblante.
— ¿Porqué esa cara, mi leal delegado?
— No es que me pese marchar, honorable Simbad, pero tengo sentimientos encontrados con esta ciudad.
— ¿Cómo así? —preguntó Simbad.
— En el mercado conversé con algunos locales. Comprobé que son gente buena y amistosa. Sin embargo, preguntando acerca de las costumbres provinciales, terminaron contándome la historia de la princesa Zobeida: una dama de la realeza a quien el Sultán Bakbarah hizo prisionera en su palacio... todo por negarse a contraer matrimonio con su hijo.
— Prosigue —animó Simbad, visiblemente interesado en las memorias reales.
— Sucede que el padre de la princesa, Soberano de un reino vecino, envió a valientes hidalgos a liberar a su heredera, pero todos encontraron la muerte: ninguno regresó de sus desventuradas misiones.
Simbad tomó el hombro de Lebec.
— Amigo mío, el oro suele triunfar ahí: donde las aventuras fracasan y las razones son desoídas. Hoy mismo iremos al palacio del Sultán para liberar a la princesa.

II

Simbad ordenó cuidar la nave a la mitad de sus oficiales, mientras él y Lebec —elegantemente vestidos y custodiados por su otra mitad de oficiales— se dirigieron a hacerle una visita de cortesía al Sultán. Para ello prepararon una buena parte de sus más espléndidos tesoros como regalo y muestra de sus buenas intenciones. Llegados al palacio los soldados reales les recibieron con pomposidad, dirigiéndoles a la sala del trono.

Ya en presencia del Sultán y su hijo, Simbad les saludó dignamente.
— ¿Con que vos sois el célebre marino de quien todo el mundo habla? —preguntó el príncipe.
— Simbad es mi nombre, si me lo permite, honorable príncipe. No he querido perder la oportunidad de visitaros para ofrecer mis respetos a vuestra noble familia. De paso, conoceros mejor antes de dejar vuestro hermoso Reino.
Con descarada codicia, Bakbarah no paraba de mirar los tesoros que Simbad traía consigo.
— Son para vos, Alteza: regalos por un valor de “innumerables" dracmas como señal de mi buena voluntad. Sólo aspiro a que me aceptéis de aliado.
— De acuerdo —se apresuró a responder el Sultán— te acepto, Simbad el Marino: “pídeme lo que quieras en agradecimiento"... que si no es magia, ni mi propio Reino (rió) te será concedido en el acto. ¡Mi poder no tiene límites en la Tierra! (alardeó sin disimulo).
Satisfecho ante la respuesta, Simbad inclinó una rodilla:
— ¡Oh, agradecido en el alma, su Majestad! Si bien la Tierra es muy grande, pero es en esta atmósfera de buena disposición que quisiera pediros, con sincera humildad, la libertad de la princesa Zobeida.
Al oír ese nombre la cólera se apoderó del Sultán. Como quién cambia de parecer en un abrir y cerrar de ojos, y sabiendo que tenía la riqueza del humilde Simbad a su custodia, le gritó:
— ¡Atrevido y embustero mercader! ¡Cómo osas pedir tal cosa en tu posición si no eres un noble como yo!
— Pero vos habéis dicho...
— ¡Silencio! —gritó el Sultán— Estos tesoros son ahora míos por derecho. Te serán confiscados por molestarme al entrar en mi palacio y hacerme perder mi tiempo. Zarparéis de inmediato fuera de mi reino, y agradeced que no os tomo vuestras vidas... ¡sucios insolentes!

III

En medio de risotadas y malos tratos de la guardia real, Simbad y su comitiva fueron expulsados del palacio. Se trató de un desalojamiento violento, humillante y deshonesto. Las gentes de la ciudad que presenciaron esto último se apiadaron de los invitados, pues se habían encariñado de la buena voluntad y gracia de los extranjeros. Sin esconder vergüenza, les ayudaron a incorporarse. Los lugareños ya estaban habituados, no sorprendidos: el monarca se había ganado la mala fama de ser un individuo quejumbroso y arrogante, además de injusto para con sus súbditos.
— No eres el primero que lo intenta de ese modo, mi joven Simbad. Deseabas liberar a Zobeida... ¿no es así? —se dirigió un anciano a Simbad, mientras le ayudaba a ponerse de píe.
Simbad sacudió el polvo de su traje:
— Gracias, buen cheikk —correspondió— pues... ¿qué es lo que no han intentado aun? (preguntó dolido, y acto seguido le indicó a Lebec de que se preparara a zarpar esa misma noche para aparentar, pues estaba decidido a liberar a la princesa... más aún después de aquel trato deshonroso).
Lebec y sus ofendidos oficiales se retiraron con cautela, pues los soldados aun los vigilaban desde la torres, gritándoles con evidente hostilidad. La multitud les siguió. El anciano y Simbad  tomaron otro rumbo, y se alejaron del palacio por una calle adyacente, lejos de la vista de los soldados y las gentes de Manahlir.
— Nada queda por hacer, joven Capitán —explicó el anciano— muchos ya han perdido la vida intentando. El único que entra al palacio, sin ser atropellado, es el aguador que suministra el líquido vital a las dependencias del Sultán. El viejo aguador lleva toda su vida en ese trabajo, así que los guardias le guardan un poco más de respeto.
— Llévame con él, por favor, buen cheikk —solicitó Simbad.
— Accedo gustoso... a cambio, claro, de un pasaje al Reino de los Dragones: a bordo de tu hermosa embarcación.
— Ese reino está muy lejos... ¿porqué querrías ir ahí? —preguntó curioso, Simbad.
— Porque el sultán pondrá precio a mi cabeza, pero nadie irá a buscarme a esas tierras legendarias.
— ¿Acaso eres fugitivo?
— No todavía, pero ambos estamos a punto de serlo —sonrió el viejo, quién en realidad era el propio aguador.
Así fue como Simbad y el aguador se conocieron, y juntos trazaron un plan para rescatar a Zobeida.  El viejo se había convertido en amigo de la princesa, pues cada semana llevaba una tinaja de agua fresca a sus aposentos reales, conociendo bien sus deseos. A pesar de que la princesa vivía rodeada de riquezas, sabía que su libertad era más valiosa que todo el oro y el poder que el hijo del Sultán o incluso Bakbarah pudieran ofrecerle.


IV

Simbad se disfrazó de aguador: cargó una gran tinaja a la espalda y, manteniendo un perfil bajo, se dirigió hacia una entrada secreta en la muralla que rodeaba el palacio.

Un hueco oculto hábilmente entre la vegetación —tal como el anciano le había señalado— le facilitó a Simbad el acceso a un extenso y oscuro túnel que lo llevó hasta unas catacumbas. Ahí tomó un pasadizo que daba hacia una galería, y finalmente: hacia un gran patio interior medio abandonado e iluminado por el cálido sol de Persia.

Parecía agradable y solitario, pues verdes palmeras y hierbas crecían en cada rincón. Se dirigió a una palmera en particular, y, buscando entre la arena de una raíz, dio con la llave que abriría el cerrojo de una puerta... al otro extremo del patio.

Hallada la puerta abrió el cerrojo, entrando luego en una pequeña sala polvorienta con salida a un segundo patio. La sala tenía una mesa y sobre la mesa: una lámpara de aceite que estaba permanentemente encendida... pues la lámpara era mágica, y aunque no contenía un genio, servía para iluminar los cambios de guardia nocturnos.

En el suelo de la sala yacía el esqueleto abandonado de algún pobre pirata o viajero cuya vida terminó de improviso; pues una cimitarra —todavía enterrada— le había roto los huesos desde el hombro hasta las costillas. El aguadero le había advertido a Simbad que no tocara al desafortunado, pues corría el rumor, entre los soldados, de que el esqueleto estaba maldecido. El propio sultán, que era supersticioso, había prohibido tocarlo.

Atraído por la curiosidad, Simbad se acercó. Sus prendas eran extrañas, y notó el emblema de algún reino lejano y desconocido... tal vez de Occidente: tierras míticas cuyos misterios nadie ha descubierto todavía. Ni siquiera el propio Simbad. Le pareció que al momento de morir, el hombre había intentado coger algo de entre su atuendo. Simbad tomó con cuidado la mano esquelética del bolsillo y extrajo el último objeto al que un extraño agonizante se aferró: era un anillo de oro pulido.

Simbad tomó el anillo, y aunque era un día soleado, su primer impulso fue acercarlo a la candela de la lámpara para apreciar mejor el reflejo dorado de su brillo. ¿Por qué una sortija le llamaría tanto la atención, habiendo una princesa por rescatar? Recordó a Zobeida e instintivamente se guardó el anillo entre sus propias túnicas, prosiguiendo su camino hacia las dependencias reales.

Tras el segundo patio encontró una nueva puerta; ésta vez sólo tiro de un aro de hierro clavado a ella y se halló a la entrada de una interminable escalera que parecía dar vueltas alrededor de una torre. Subió con la tinaja hasta llegar a un amplio corredor iluminado que tenía muchas puertas. La del fondo estaba custodiada por seis centinelas.

De traje pesado, y armado con elegante daga y filoso alfanje, se acercó uno de ellos.
— ¿Quién eres tú? ¿Donde está el viejo aguador?
— Mi pobre padre está muy enfermo —respondió Simbad— y me ha encomendado traer el agua a las dependencias del palacio.
— No me han informado, pero no puedes entrar a los aposentos de la prisionera; está prohibido que ella vea a cualquier hombre joven que no sea el príncipe. Deja el agua en la primera habitación y más tarde nosotros se la llevaremos.
— Entiendo —replicó Simbad, y agregó— descansaré un minuto, si no le molesta. La tinaja está pesada, ha sido un largo trayecto y el calor es agotador.
— Está bien —dijo el guardia— descansa y luego te vas.

V

Simbad entró a la otra habitación, llevando la tinaja, en cuyo interior escondía un simple garrote que había aprendido a usar —como arma defensiva— en el Reino de los Dragones. Así, cuando hubo pasado un tiempo prudente, el centinela entró en la habitación, pensando que el joven tardaba demasiado.
— ¡Perdón! Me he debido quedar dormido. —se disculpó Simbad.
— Esta bien, pero vete ya.
— ¿No tiene calor en esas prendas tan pesadas? ¿No gustaría beber un poco de agua?
— Si... tienes razón: probaré un poco.
El guardia se inclinó hacia la tinaja cuando... ¡ZOC! un golpe seco entre el cuello y la nuca le dejó dormido. Simbad le escondió detrás de unos cofres apilados. Al rato llegó otro centinela, preguntando por el primero, a lo que Simbad respondió:
— Bebió un poco de agua y sintió necesidad de... ya sabe...
— Mmm, ya me lo imaginaba —respondió el segundo guardia.
— ¿No gustaría, también, un poco de agua?
— Si, hace calor y tengo sed...
¡Zoc! otro guardia durmiendo junto al primero. Y así siguió con otros dos centinelas más, hasta que llegado el quinto —jefe de los otros— éste preguntó:
— ¡Oye, aguador! ¿Sigues aquí? ¿Donde están mis guardias?
— Tenían sed, debido al calor, y bebieron agua de la tinaja, pero parece que fue demasiada, porque sintieron necesidad de ir a... ya sabe....
— ¿Todos ellos?
— Si... ¿No quiere un poco de agua?
— No cuando estoy de guardia: soy soldado de asalto. —le aclaró el soldado, que tenía mayor rango que los otros.
Simbad pensó rápidamente y dejó caer el anillo que llevaba consigo.
— ¡Oh, disculpe, el anillo de mi padre! —exclamó.
Atraído por el brillo de la joya el centinela se inclinó a recogerlo, y en ese momento, ¡Zoc! golpe al cuello. Pero el guardia —más fuerte que los otros— ni se inmutó. En cambio, se irguió lentamente hacia Simbad, lanzándole una mirada furibunda a la vez que desenfundaba su daga.
— ¿Qué pretendes, aguad...
— ¡¡Hi - Aiyah!!
La reacción instintiva de Simbad fue tan rápida y fugaz como el rayo: de un primer golpe la daga saltó de la mano del guardia, a la vez que, con el extremo del garrote, recibía un segundo impacto en plena frente. El hombre cayó pesadamente en sus espaldas.

Aliviado de su suerte —o más bien, de su manejo del Bō— Simbad comprendió que la misma estrategia no funcionaría por sexta vez, así que se vistió con los atuendos del soldado; amarrándose su turbante, su daga y su alfanje, para engañar al último centinela. Recogió el anillo y se fue por el corredor, portando la tinaja. El turbante ocultaba su rostro.
— ¿Todo bien? —preguntó el último centinela, creyendo que hablaba a su jefe.
— ¡Perfecto! —exclamó Simbad, dándole una fuerte y sorpresiva trompada que terminó por derribarlo.
¡Por fin rescataría a Zobeida!


VI

Abrió
 entonces, Simbad, la puerta de la celda de la princesa, quién descansaba graciosamente, echada en su litera, dejando sin respiración a nuestro valeroso héroe, hechizado ante su dulce y fascinante belleza...
— ¿No eres un poco bajo para ser soldado de asalto? —preguntó la princesa.
— ¿Qué? ¡Ah... el uniforme! —se sacó el turbante— ¡Mi nombre es Simbad “el Marino", he venido a rescatarla!
— ¿Eres quién? —se incorporó la princesa.
— ¡Vine a rescatarla! ¡Tengo la tinaja, vengo con el aguadero!
— ¿El aguadero? ¿¿Donde está??
— ¡Sígame!
Simbad tomó la mano de la princesa y juntos corrieron pasillo abajo.
— ¡Espera, espera...! Eh... Simbad. ¿No sería mejor que me ocultaras en la tinaja y saliéramos del palacio como si fueras un simple aguadero?
— Ese era el plan, princesa, pero si miras por la ventana en este momento, notarás que uno de los guardias, a quién suponía dormido, ya despertó, y está dando la alarma. Es cosa de tiempo para que esto se llene de soldados.
En efecto, en uno de los patios se veía a un centinela, corriendo en paños menores, mientras se sobaba la frente y gritaba:
— ¡Intrusos! ¡Intrusos! ¡Intentan liberar a la prisionera!
Un grupo de veinte soldados subió corriendo por la espiralada escalinata.
( Sí, si existe la palabra “espiralada" °-° )

Cuando el primero estuvo a punto de llegar, Simbad y la princesa, agazapados al interior de la tinaja, rodaron escalera abajo, aplastando en su camino a los soldados, que —ya fuera de combate— quedaron regados por toda la torre. Pero la escalera era larga, y la tinaja tomó velocidad, saliendo disparada —con Simbad y princesa incluída— a través de una ventana de la fortificación. La tinaja cayó en un foso de agua que, a modo de defensa, rodeaba el recinto real.

Alertados por el alboroto, el resto de soldados se dirigió a la torre, ignorando por completo a la tinaja, que ya navegaba en dirección a un arrollo que desembocaba en un río cercano. Nuestros improvisados, navegantes destaparon la tinaja.
— No entiendo para qué necesitan a un aguador teniendo un río al lado —observó Simbad, mientras la tinaja aceleraba en la corriente.
— Es que el agua de este río no es potable —le respondió Zobeida.
¡Cuidado! —exclamó Simbad, a la vez que se agachaba con la princesa para esquivar una palmera que, a modo de puente, atravesaba el río.
El caudal los transportó río abajo hacia una cascada, que luego los condujo por un afluente secundario hasta llegar finalmente a mar abierto, donde los esperaba su preciado navío, comandado por Lebec, quién avisado por el aguador acerca del “plan B", había tomado la decisión de seguir su instinto, esperando que la suerte o el destino se inclinara a favor de su amigo.

VII

Los oficiales de Simbad no tardaron en rescatar la tinaja con sus aturdidos ocupantes, felicitándose mutuamente por tan imprudente pero a la vez, brillante rescate.
— ¡Le echamos de menos, mi estimado Capitán! —exclamó jubiloso el anciano aguador, que ya se sentía parte de la tripulación.
— Entonces... ¿rumbo al Reino de los Dragones? —preguntó sonriendo, Lebec.
— Espera, amigo mío —respondió Simbad, algo mareado— iremos primero a Bagdad, quizá haya alguna boda que celebrar...
El Capitán miró con ternura a Zobeida, que lo abrazaba extasiada. Antes de rodar por las escaleras de la torre (sumidos en la tinaja) ella lo había besado con delicadeza, solo “para la suerte". El corazón de Simbad latía, cautivado.
— Entiendo, Capitán; será un honor asistirles —dijo Lebec, al tiempo que los oficiales lanzaron un grito de júbilo victorioso— pero... ¿y luego?
— ¡Luego...! —prosiguió Simbad— Viajaremos a Poniente, a descubrir nuevas tierras y culturas; algo me dice que un reino perdido nos aguarda... en algún rincón olvidado del Océano.
Simbad levantó el anillo del “pirata", mientras lo analizaba con viva curiosidad. En ese momento, los últimos rayos del Sol abrasador de Persia tocaron el anillo, y éste reveló una inscripción brillante en su interior, que se descubrió ante los presentes como el fuego mismo del inframundo. El grupo quedó pasmado.
— ¡Por todas las Lunas de Oriente! —exclamó Lebec, visiblemente confundido.
— ¿Qué clase de sortija es esa? ¡Parece magia! —exclamo el aguadero.
— Si es así, no es de la nuestra. —respondió Simbad, absorto.
— ¿Qué significará esa extraña escritura? —preguntó Zobeida.
Simbad, el Marino, pensó un momento... parecía que le recordaba algo.
— Es un alfabeto antiguo, de tierras extrañas del Poniente; una lengua ya olvidada y desaparecida en las brumas del tiempo... reconozco algunos caracteres que he aprendido de mis muchos viajes y aventuras. Creo que dice:
 Ash Nazg durbatulûk, ash Nazg gimba... "

El último rayo del Sol abrasador de Persia desapareció, y con ella la inscripción del anillo.
— No lo sé, podría estar equivocado —reconoció Simbad.
— Señor, ¿ha intentado frotar la sortija a ver si aparece un genio? —preguntó un oficial.
— Como en las leyendas de antaño... —asintió Simbad— ¡Probemos!
Con energía, Simbad frotó el anillo en su manga, pero nada pasó.
— ¡Ooooh! —exclamaron todos, decepcionados.
— Dicen que la magia de Occidente funciona de modo diferente —observó Lebec.
— Si... —agregó la princesa— Oriente tiene sus misterios milenarios, y Occidente los propios.
¡¡¡ Bbbrrruuummm !!!
De pronto, un trueno sonó en la lejanía, y una oscura nube se alzó en el horizonte, llamando la atención de nuestros queridos tripulantes.
— Se avecina una tormenta, Capitán.
— Preparémonos, Lebec —la princesa necesita un descanso; se lo ha ganado.

VIII

Finalmente, la hermosa Zobeida correspondió al amor de su salvador y, una vez en Bagdad, se celebró la boda a la que asistieron todos sus amigos, los padres de la princesa y los pobres de la ciudad, quiénes, emocionados, cantaron al unísono la famosa canción del legendario marino:

“ Simbad, Simbad, Simbad,
marino sin igual,
dotado por los vientos
que vuelan sobre el mar...

Y el pobre persa
cayó en las manos
de una princesa
de ultramar... ♫

Y se enamora
perdidamente,
ya no regresa,
jamás Simbad.

Simbad, Simbad, Simbad,
se marcha hacia el Catay,
en un barco velero,
Simbad a navegar... ♪ "


Fin