Cuentos Clásicos
El Reino de los Cuentos Perdidos

La Leyenda de Gou Nian

Cuento tradicional chino


Fotografía por Jakub Hałun

Cuenta una historia de tiempos antiguos, que la luna solía tejer una vasta red, tan delgada como la seda, a través de los mares inexplorados de la Tierra. Aquella era hilada de luz plateada y guiaba a los navegantes perdidos hacia destinos inciertos, donde hallaban gran fortuna o su perdición eterna. Pero también atraía a las costas a feroces y desconocidas criaturas del mar, y hasta servía de puente a los mismísimos dioses que caminaban entre los mortales.

Por aquel entonces y a orillas del Gran Océano, hubo un pueblo del lejano Oriente que vivía bajo la sombra acechante de una bestia carnívora e inmortal; su nombre era Nian, el dragón de los mares, y su venida anual —al inicio de la primavera— era presagio de ruina y desesperanza.

Nian era un coloso nacido en las profundidades del abismo. Tenía cuerpo de buey, un pelaje escamado de color semejante al bronce bruñido, y su cabeza con melena de león estaba coronada por un cuerno con protuberancias afiladas, como las lanzas de un dios guerrero. Dormía en su escondite acuático durante el ciclo del sol, pero cuando el invierno cedía y los vientos cambiaban, emergía con su hambre insaciable, arrasando cuanto encontraba a su paso. Hombres y bestias desaparecían al interior de sus fauces, y el terror vestía la aldea de sufrimiento, dolor y silencio.

Los aldeanos, conocedores de la inexorable amenaza, huían en cada ocasión a lo alto de las montañas para refugiarse en unas cuevas profundas. Así, cada año dejaban atrás sus hogares y a merced de la fiera, acostumbrada ya a su embestida voraz.

Sucedió entonces, durante un borrascoso atardecer y en una de esas vísperas fatídicas —y con la sombra del Nian cerniéndose en el horizonte— que un venerable aunque foráneo anciano llegó al pueblo. Era un completo desconocido. Tenía una barba larga y delgada, y su canoso cabello era casi metálico, como la plata del alba en su azul más tenue. En sus ojos brillaba la sabia luz de un fuego olvidado por las eras.

Los aldeanos, preocupados por la llegada del Nian y preparando su huida, miraban de reojo y con cautela al anciano. Aquel llevaba un hanfu mezclado de tonos ricos y sobrios. Su túnica exterior, de un profundo carmesí, caía en elegantes pliegues hasta sus pies, contrastando con el grisáceo de los cielos que anunciaban el peligro de la bestia. El borde de su túnica iba adornado con intrincados diseños y bordados elegantes y dorados que representaban dragones y nubes. Una prenda de color marfil asomaba en el cuello y sus mangas, aportando un toque de luz y pureza a su figura.

El viejo “sin nombre" traía ceñido un cinturón ancho de seda, de un tono oscuro y ceremonioso. Éste sostenía un pequeño bolso de tela en cuyo interior guardaba algo misterioso. Un sombrero de cono de paja, sencillo pero digno, cubría sus largas canas protegiéndole de la lluvia. Y pese a su avanzada edad, su postura era erguida y su mirada, serena y determinada como los mares en tiempos tranquilos. Así pues, quienes alcanzaron a ver su rostro de cerca, contaron que su mera presencia les infundía tranquilidad y respeto en medio de sus desgracias.

Finalmente, unas sandalias de madera resonaban suavemente a su andar.

Ya en medio del pueblo, el anciano se presentó ante los temerosos pobladores y con voz firme proclamó:
—¡Amigos, no huyáis más! Es verdad que el Nian es temible, pero no es invencible. Concededme el favor, esta noche, de enfrentar a la bestia... ¡y yo os libraré de su yugo!
Algunos pocos jóvenes con menos memoria se mofaron, y hasta los ancianos de la aldea, ya curtidos en años de pesar, dudaron de sus palabras. ¿Cómo podría un solo hombre —y de tan avanzada edad— enfrentarse a una criatura de los abismos como el poderoso Nian? Mas ante su propuesta no pudieron sino asentir, pues el anciano se mostraba decidido, aunque el miedo les robaba toda esperanza.

Llegó entonces la noche, cayendo oscura y fría, y con ella, el Nian. Surgiendo desde el mar oscuro hundió sus pezuñas en la arena de la playa. Sus patas parecían transformarse en garras cuando su ojos se encendieron, relampagueando con el fulgor de la tormenta. Su rugido se elevó por los cuatro vientos, y era como el bramido del océano enfurecido. La tierra tembló bajo su paso, y el aire se llenó con el hedor del azufre y el humo de sus entrañas. La gente huyó despavorida.

Conforme con el terror que su presencia provocaba en los humildes, la bestia se preparó para devorar cuanto hallara en su camino... cuando, de pronto, el anciano le salió al paso.
—¡GROOOAARR! —bramó el Nian, con toda su fuerza y poder, como pretendiendo acobardar al insolente humano que se atrevía a desafiarle.
El anciano ni se inmutó.

Vacilante el Nian por la actitud del viejo, se alzó con su tamaño imponente y sus ojos llameantes, acercándose lentamente al anciano como estudiándole desde una posición ventajosa.
—¡GROOOAAARRR! —volvió a rugir, en un tono todavía más amenazante, pero el anciano no se movió.
Perplejo el animal, asumió que el viejo era un loco inofensivo y decidió atacarlo. Su rugido volvió a resonar por todo el pueblo y sus montañas como el viento encolerizado. Los aldeanos que no habían alcanzado a huir, se escondieron en sus casas, aterrados, mientras el anciano de cabello cano seguía fijo en su puesto con su mirada serena. Su túnica roja ondeaba al viento cuan mítico héroe de leyenda enfrentando a la maldad. El Nian abrió sus enormes fauces, decidido a devorar a su adversario...

Pero en ese instante, un estallido rasgó la penumbra.
—¡BOOM!
El Nian se detuvo en seco a centímetros del anciano.
—¡BANG!
—¡CRACK!
—¡FSSSSSS... K-BOOM!
—¡POP! ¡WHIZZ!
Comenzaron a tronar una serie de fogonazos y explosiones frente al rostro de la bestia.

Sorprendido el Nian, sintió que el anciano ya no parecía tan inofensivo. Una línea de petardos que colgaban de su bastón comenzaron a explotar en serie en ese momento.
—¡BOOM! ¡BOOM! ¡BOOM! ¡BOOM! ¡BOOM! 
Con voz firme, el venerable entonó un cántico místico mientras encendía uno a uno los petardos, cuyos estallidos y chispas llenaron el aire de estruendo y brillantes luces multicolores. El Nian, estupefacto y aturdido por los destellos y el ruido, retrocedió con un rugido de terror que sacudió las chozas y los árboles a su alrededor. El anciano dio un paso adelante y la bestia mítica retrocedió otro más.

A partir de ese momento, llamas danzaron en la oscuridad, y lenguas rojas y doradas chisporroteaban como estrellas caídas del cielo. Estruendos ensordecedores rompieron la noche, y Nian, por primera vez en su existencia, sintió el amargo aguijón del miedo en toda su gloria. Retrocedió, gruñendo y tambaleándose, mientras su mirada erraba de un lado a otro en busca de su atormentador. Entonces lo vio: el anciano, de pie en el centro del poblado, vestido con un manto rojo como la sangre del crepúsculo, sostenía en sus manos un haz de fuego y estruendo.
—¡Huye ahora, bestia de la sombra! —bramó el viejo— ¡Pues la gente ha visto tu miedo, no volverás a asolar estas tierras nunca más!
Nian, ciego de terror, lanzó un último rugido antes de huir, perdiéndose en la vasta negrura de los mares.

Al despuntar el alba, los aldeanos regresaron, asombrados de hallar sus hogares intactos. El anciano ya no estaba, pero en su lugar, había dejado tres regalos: papel rojo para darles valentía; fuego para darles el poder de la luz sobre la oscuridad; y el secreto de la pólvora para que con fuegos artificiales proclamaran su victoria sobre el Nian.

Desde aquel día y en honor a su victoria, las gentes celebraron la hazaña del venerable sin nombre. Así, año tras año, al llegar la “Víspera de Nian" —con la llegada de la primavera— cuelgan en las aldeas decoraciones carmesí y encienden chispas que estallan en pirotecnia para recordarle al monstruo que la gente ya no le teme.

Siglos pasaron y la celebración incorporó el Wu Shi (舞狮) —la danza del león— y el Wu Long (舞龙) —la danza del dragón—, para traer buena suerte y fortuna, ahuyentando también a los malos espíritus del mundo terrenal.

Así nació la tradición que dio origen al Festival de la Primavera, y que como las leyendas de tiempos primordiales, jamás ha de morir mientras los hombres tengan memoria y enciendan luces en la oscuridad. 🔥✨🐉

Fin

El Escultor de Nubes

Autor desconocido °-°
Ilustrado en Dream

Cuando era niño, Nefelio solía tumbarse en el campo, sobre la hierba, para contemplar las nubes, pues sentía que el cielo era un enorme tapiz azul presto a ofrecer sorpresas. Lo veía como a un escenario vivo, mutable, donde las nubes jugaban al igual que los muchos niños de todas las épocas. Así pues, se divertía imaginando que sus caprichosas formas representaban objetos, animales o rostros familiares: aquella parecía un castillo, aquella otra un conejo, la de más allá un jefe indio con su penacho de plumas... Esas figuras efímeras, moldeadas por el capricho del viento, despertaban en él un especial asombro que guardaba en su corazón creativo.

Con el tiempo, Nefelio estudió arte y se fue aficionando cada vez más a la escultura. En su taller, rodeado de virutas de madera y bloques de barro, tallaba o moldeaba distintas figuras. Nefelio intentaba capturar la belleza de aquellas formas imposibles. Pero sobre todo le gustaba experimentar con materiales nuevos e inventarse las formas más insólitas. Sin embargo, aunque por más que intentara nuevos conceptos e ideas, siempre sentía que le faltaba algo.
“¿Cómo replicar la ligereza de una nube o la gracia con la que se disuelve en el horizonte?" —solía pensar.
Su arte, aunque admirable, parecía pequeño comparado con las obras maestras del cielo.

Vivía en una época donde la ciencia avanzaba con la misma rapidez que las nubes cruzaban el firmamento, así que la técnica marchaba muy deprisa. Y en cuanto sabía de un nuevo material o un nuevo sistema de trabajarlo, Nefelio experimentaba con ellos en busca de nuevas y asombrosas formas y posibilidades, absorbiendo así todo aquello que le llegara, como si fuese un escultor y un alquimista a partes iguales. 

El muchacho se fue convirtiendo en un escultor experto, para quien no tenían secreto las distintas técnicas; pero, a pesar de sus logros, seguía recordando las nubes que tanto le gustaba contemplar durante su niñez. Por eso su corazón siempre miraba hacia arriba, y a menudo pensaba que ningún escultor había logrado jamás nada que pudiera compararse a aquellas formas suaves e ingrávidas que cruzaban el cielo majestuosamente.

Sucedió durante una tarde en la que el cielo ardía en tonos anaranjados que una idea brillante lo golpeó con la fuerza de un relámpago: 
—¿Y si pudiese esculpir nubes? ——se preguntó, imaginando una máquina de ensueño.
Una nubecita con forma de pulpo que pasaba en ese momento terminó por completar su idea.
—¡Sí, sí... esculpiré nubes! —exclamó ilusionado, e inmediatamente puso manos a la obra.
La locura de la idea lo electrizó. ¿Por qué no? ¿Acaso no era el arte una forma de diálogo con la naturaleza? Durante meses trabajó con devoción, como si una fuerza superior lo guiara. Su taller se llenó de planos, motores y prototipos extraños. Al fin, nació su máquina: "La Esculpenubes". Un aparato volador provisto de una serie de artefactos especiales: tubos por los que salían chorros de aire, otros por los que salía vapor de agua, refrigeradores para enfriar el vapor, y dispositivos que lo teñían con colores nunca antes vistos en los cielos añiles.
—“El viento y los cambios de temperatura y presión del aire dan forma a las nubes." —pensaba Nefelio— “¿Por qué no puedo hacer yo lo mismo?"
Ante su primer vuelo, le pareció que temblaban sus manos y que su corazón saldría volando como otra nubecita más. Así pues, armado de valor activó su máquina, confiando en que sus sistemas responderían adecuadamente y tal como lo había contemplado. Elevándose con su máquina entre las corrientes de aire, llegó placenteramente hasta los nimbos, y ahí comenzó a moldear su primera nubecita. En las alturas, soplos de aire refinaban los bordes; vapor añadido aumentaba su volumen; sutiles variaciones de temperatura daban cuerpo a su creación. Una vez satisfecho, retrocedió con La Esculpenubes para admirar su trabajo. Allí, suspendida en el cielo, flotaba una hermosa figura que parecía viva: un colibrí con alas extendidas.

Y así continuó, en su aparato volador, Nefelio se dedicaba a dar formas variadas a las nubes, puliéndolas con chorros de aire, añadiendo masas de vapor donde le parecía oportuno, enfriando o calentando para variar la consistencia, añadiendo vistosos colorantes en algunos casos, que en pleno día daban a los nimbos los tonos del crepúsculo...

Desde aquel día, el cielo dejó de ser un lienzo sujeto solo al capricho de la naturaleza. Nefelio lo convirtió en un museo de arte; esculpiendo formas que transformaban el paisaje: dragones dormidos sobre montañas de aire, árboles cuyas ramas se extendían como promesas en el horizonte, incluso ciudades efímeras que se desvanecían cuando el viento era muy fuerte.

El mundo —abajo— miraba con asombro sus creaciones, pero él solo pensaba en hacer felices a los niños y a las personas con alma de niños. Pues como el propio Nefelio había hecho de pequeño, los niños también solían contemplar, en los días soleados, las escasas nubes blancas que surcaban el cielo. Así, pequeños ojos comenzaron a mirar hacia arriba, y cada vez más pequeñas voces reían con alegría:
—¡Mira, aquella nube tiene forma de manzana!
—¡Y aquella otra parece un perro!
—¡Y hay una pequeña de color verde que parece ranita!
Gritaban entusiasmados.

Y, en efecto, era totalmente cierto, pues Nefelio estaba esculpiendo las nubes, como de niño había hecho con su imaginación.

Sonreía feliz el escultor piloteando La Esculpenubes, su asombrosa máquina voladora. Sonreía tomando la magia de los cuentos leídos en su infancia para plasmarla en el cielo y que éstos nunca se extinguieran. Quizá las nubes no eran perpetuas, pero mientras flotasen en el aire, sabía que su arte viviría para siempre a través de aquellos corazones cuyos ojos las descubriesen con asombro.

Así, Nefelio convirtió el cielo en su galería de arte para el mundo entero: un museo sin paredes ni tejado, donde las ideas danzaban entre los vientos, libres y eternas.

Fin

La Vida de los Átomos

Pío Baroja

Ilustrado en Dream

Una noche de invierno estaba solo en mi cuarto leyendo. No se oía en la casa ni un ruido ni un murmullo; sólo dos relojes, el uno en mi despacho, el otro desde el pasillo, rompían con su tic-tac el silencio de la noche.

El más pequeño, el de mi cuarto, introducía entre el tic-tac habitual de un reloj respetable, otros dos golpes intermedios y parecía decir:
—“Vámonos ya... Vámonos ya."
El grande, el del pasillo, despreciando estas fantasías impropias de un reloj serio que se estima, murmuraba por lo bajo:
—“Bien va... Bien va..."
Yo les oía correr a los dos relojes y perseguirse con sus ruidos, y desdeñaba profundamente en el fondo de mi alma el estéril trabajo que se tomaban en alcanzarse el uno al otro.

Había leído en una obra moderna de Química el desarrollo de la teoría atómica, y estaba preocupado, hasta sentía indignación.
—No me convencen los átomos. —murmuré— Creo que tengo derecho a que no me convenzan los átomos. ¿Somos positivistas o no? Pues, entonces... ¿Quién ha visto el átomo? ¿Quién ha pesado el átomo? ¿Por qué se atreve a decir nadie que es indivisible? ¿Por qué? Sobre todo, lo que más me molesta, esto lo digo en secreto, es que digan que el átomo es insecable.
Mi gato negro (creo que también tenga derecho a decir que tengo un gato negro), estaba subido a la mesa colocado sobre la “Psicología celular de Haeckel", y me miraba accionar, con sus ojos amarillos, con una indiferencia mortificante. Creí descubrir en su expresión cierto asomo de ironía, que me parecía impropia de un subordinado y de un ser que, al fin y al cabo, vive a mis expensas.

Me levanté de la mesa y me senté en un sillón junto a la chimenea, encendí la pipa y me puse a mirar las llamas. Mi perro gruñó porque le molestaba, apartándole del fuego. No podía alejar mi pensamiento de la teoría atómica ni del átomo.
—“¡Lo insecable! ¿Hay cosa más imbécil que lo insecable?" —pensé.
—El átomo es una antigualla —dije— una hipótesis que hay que destruir inmediatamente. No existe más que la materia única. Cuando salga cualquiera con sentido científico y filosófico negará el átomo.
Mi perro, medio dormido, me miraba de cuando en cuando de reojo con cierto respeto.
—Sí. —le dije yo— Hay que dejar esa vejez del átomo; tenemos que remontarnos más allá, al subátomo, si se me permite la expresión.
Mi perro cerró los ojos, como aceptando la frase.
—Ya no estamos en aquellos tiempos —seguí diciendo— en los cuales llamar al oro “Au" y a la plata “Ag" y al azufre “S", significaba algo. Ya no estamos en esos tiempos. No. No estamos en esos tiempos.
Como no me contradecía nadie, para entretenerme me puse a contemplar el fuego, que hacía chisporrotear a las leñas sostenidas por los morillos, que representaban dos negras egipcias, y a mirar la brasa de mi pipa. Estaba mirando ésta cuando una chispa escapada de allá se levantó en el aire y se quedó inmóvil.

Yo, escandalizado ante aquella sustracción a la ley de la gravedad, cogí las tenazas y traté de tirar la chispa al suelo; pero ella, sin hacer caso de leyes, permaneció en su sitio y comenzó a dar vueltas, formando círculos en el aire, hasta que... ¡paf!, reventó como un cohete en mil lucecitas de todos colores, mates y con brillo. Aquello me pareció ya faltar. Lentamente en aquellas chispitas se fueron dibujando formas vagas, y, al concretarse, aparecieron figuras de hombres, mujeres, moscas, perros, cínifes y lagartos, y empezaron todos a revolotear y a danzar vertiginosamente alrededor de mi cabeza.
—“¡Au! ¡Au!" —ladraba un perrillo de color de oro en mis oídos.
—“¡Hache! ¡Hache!" —estornudaba un señor idiota, inodoro, incoloro e insípido.
—“¡Br! ¡Br!" —zumbaba el cínife, que exhalaba un olor acre y fuerte.
—¿Qué gentuza es ésta? —murmuré yo, indignado— ¿Quién sois?
Entonces uno de aquellos bichos que semejaba una luciérnaga por la clase de luz que despedía, y que silbaba como una máquina de vapor haciendo “¡Ph! ¡Ph!", se paró delante de mí descaradamente, y me dijo:
—Somos átomos.
—¡Mentira! —grité yo— Los átomos no existen.
—¡Ag..., ag..., ag...! —exclamó una señora vestida de blanco, con una risa argentina.
—¿Conque no existimos, imbécil? —me replicó el átomo fosforescente, con desprecio— ¡Vosotros los hombres sí que no existís! No sois más que nuestra casa, nos servís para nuestra alimentación, para nuestra vida; nada más.
—¡Vosotros!... Vosotros no tenéis vida —les dije yo— ¡Qué vais a tener!
—¡Oh Humanidad, Humanidad! Siempre serás idiota —gritó el átomo fosforescente— Ves que nos movemos, que nos enamoramos como los hombres; eres testigo de nuestra sensibilidad y de nuestra voluntad, y niegas que tenemos vida.
—¿Voluntad? —salté yo— ¿No comprendes, mequetrefe, que sobre todas tus acciones pesa un determinismo inexorable; que yo puedo hacer que contraigas matrimonio, y que te divorcies cuando me dé la gana?
—¡Oh! ¡Oh! —dijo un átomo de oxígeno— Eso es demasiado.
—S... S... —murmuró el átomo de azufre con un dedo sobre los labios, y añadió— Dejarle hablar al átomo inteligente.
—Eso que dices del divorcio —repuso la luciérnaga—, no prueba más sino que estamos más adelantados que vosotros. ¿Qué átomo que tenga dos átomos de sentido común soporta una mujer para toda la vida?
—Sí, eso estaría bien dicho —le repliqué yo— si os divorciarais por gusto; pero vosotros, desdichados, no tenéis voluntad como los hombres.
—¡Bah! —arguyó él— Vosotros os creéis libres porque no podéis comprender el mecanismo del trabajo atómico en vuestro cerebro, pero si nuestros actos son fatales, los vuestros lo son también del mismo modo; somos factores de vosotros, y de fatalismos atómicos no se pueden obtener libres albedríos humanos.
—¿Y el alma? —dije yo, recordando que en Psicología, Lógica y Ética había aprendido una porción de martingalas para demostrar su existencia.
—¡El alma! ¡Pchs! Esté yo en el cerebro de un hombre, y verás inteligencia; que falte este cura, y verás estupidez.
—Pues ¿quién eres, que te das tanto tono?
—Soy un átomo de fósforo. Mira.
Y el átomo se retorció, se puso los pies en la cabeza, se convirtió en un anillo luminoso y brillante y subió por el aire; bajó luego, y dijo:
—¿Ves? Esto es una idea.
Yo estaba atónito. El átomo fosforescente, aprovechándose de mi estupefacción, siguió haciendo fantasías un tanto chocarreras. Se puso formando un aspa, y dijo:
—Ahí tienes una idea geométrica.
Luego se torció hasta trazar un ángulo agudo, y murmuró:
—Esto es una idea de odio.
Después se despatarró, abrió los brazos, y dijo:
—Esto es un pensamiento de amor.
Yo, como he dicho, estaba atónito; los átomos danzaban a mi alrededor, chillando, gritando todos a coro:
—¡Somos la materia única, la indivisible, lo insecable!
Al darme cuenta de estas palabras, me estremecí en mi asiento, y exclamé:
—¡Falso! ¡Falso! Estáis formados de partes.
Entonces, hombres, mujeres, perros, cínifes y lagartos estallaron; una sustancia tenue, de color de ceniza flotó en el espacio... Me sonreí con una sonrisa alegre y triunfante... Veía la materia única, mi X primitiva, la materia eterna y eternamente divisible... Pero, demonio. Se me había apagado la pipa.

Fin

El Mensaje de Los Últimos

Un relato juvenil de Ethan J. Connery

Ilustrado en Dream

Antaño, en los albores de los tiempos modernos, cuando los prados de la Tierra eran vastos y la humanidad miraba al futuro con esperanza y dedicación, hubo un joven llamado Erick, apodado “el intrépido". Era un hijo de los años setenta que creció durante los ochentas: una época de patines, cabello voluminoso, globos de chicle rosa, música pop y estéreos. Pero especialmente, una era de cambios sociales y descubrimientos científicos que dieron forma al mundo conocido.

Como todo buen chico de su generación soñadora, Erick solía perderse entre historias de mundos imaginados, ya fuera a través de videojuegos en galerías de arcade o de películas en un viejo videoclub que prometía mundos mágicos y lejanos. Así, en el corazón del joven, ardía la llama de la curiosidad por el futuro de la humanidad y su civilización. O sea, por todo aquello que estaba por venir.

Cierto día, el destino llevó a Erick a explorar el mundo más allá de sus sueños preadolescentes. En la biblioteca pública de su ciudad, mientras hojeaba libros olvidados después de haber resuelto su cubo de Rubik, encontró un manojo de cartografías estelares escondidas entre las páginas de un tomo polvoriento.

Una de aquellas cartas, con sus constelaciones y leyendas inscritas, parecía ofrecerle una verdadera aventura: un secreto de un pasado remoto y de un futuro incierto, reflejado en un misterioso y conciso diálogo escrito a mano (a punta de bolígrafos de distinto color y letra) en el lado opuesto de la carta. Ello, junto a un listado de nombres de estrellas del hemisferio sur. El acertijo decía:
“Se acerca una tormenta."
“Lo sé."
Intrigado por la escueta charla inmortalizada en papel y su enigma estelar, Erick dedicó días enteros a descifrarlo, hasta que encontró —gracias a las matemáticas y la geometría de su clase de BASIC— unas coordenadas que lo llevaron hacia lo profundo de las montañas de la Patagonia... hasta un rincón olvidado del bosque, donde el rumor del viento canta canciones antiguas.

Allí, en una cueva velada por el paso de los siglos, descubrió un artefacto enterrado en el polvo del tiempo: un extraño objeto de concepción tecnológica e inscripciones doradas en una lengua ignota; quizá medio reloj y medio brújula, pero también algo más. Quizá, un tesoro arqueológico de procedencia épica.

Era esférico, pero con un armazón que recordaba a su cubo de Rubik, así que giró el mecanismo, y en ese preciso instante el mundo a su alrededor cambió por completo. Un torbellino de luz y sombra lo transportó raudamente a un futuro inimaginable, al año 3.881, en un septiembre sin estaciones.

El mundo que encontró era un lugar desolado, donde la humanidad había caído y las máquinas habían tomado el control. En aquel paisaje yermo, Erick descubrió apenas vestigios de civilización: una chica, el último bastión de la especie, vivía oculta, custodiando las cenizas de un mundo que alguna vez había sido pleno de historias y vida.
—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? —preguntó intrigado el joven visitante.
—Soy Paula, la última. —respondió triste la chica— Ya no habrá más historias después de mí.
—¿Quieres decir que no hay otros seres humanos en este mundo? —preguntó Erick, desconcertado.
—¿Qué parte de “soy la última" no entendiste? ¡Soy la última! —exclamó exasperada la chica.
—¡Vale, vale! —respondió Erick, tratando de asimilar la responsabilidad que implica ser el último de la especie, y por alguna razón recordó una canción de Tiffany, allá por 1987.
La chica se cruzó de brazos.
—Dices que no habrá más historias después de ti... ¿Por qué desaparecieron los demás? ¿Por qué se consumieron sus historias? —preguntó Erick, su voz llena de asombro y tristeza.
Paula, la última chica en el mundo, de mirada serena y profunda como los mares olvidados, respondió:
—Las historias eran el alma de los hombres, pero con el tiempo, fueron desplazadas por el engaño y por el ruido de las máquinas construidas por la ambición sin límites. La codicia de unos pocos poderosos desafió la historia, y entonces nadie quiso recordar otra vez. Así que, sin memoria, las historias perecieron, y la humanidad con ellas. Yo soy...
—La última. —terminó Erick la frase de Paula, y asintió, dando a entender que entendía lo que debía entender.
La tragedia parecía mayúscula, no todos los días uno es testigo del fin de los tiempos. Sin embargo y pese al desconsuelo, Erick también sintió que no todo estaba perdido. A fin de cuentas, “la última" hablaba de una historia... el último de los mitos: algo capaz de encender la chispa de la imaginación humana para recuperar el “Reino de los Cuentos Perdidos": un lugar donde las historias olvidadas aguardaban su renacer, suspirando ser rescatadas por los más valientes. Según se cuenta, ahí yacen las historias, protegidas por un portal que sólo el valor, la lealtad y el amor, sumado a la esperanza, podrían abrir.

Decididos a devolver la chispa de la vida a la humanidad, Paula guió a Erick en una peligrosa travesía a través de paisajes crepusculares y desolados, caminando sobre las ruinas de lo que alguna vez fue una avanzada civilización. Ello, bajo la amenaza constante de las máquinas y sus existencias sintéticas que buscaban extinguir cualquier vestigio de resistencia.

Inesperadamente, un androide surgió en el camino y detectó a los jóvenes, disparando una ráfaga de rayos láser de alta energía que fueron a parar a las chatarras de un antiguo satélite de comunicaciones derribado por la guerra. Protegidos tras la mole metálica, la pareja se arrastró hasta un escondite, y a través de un agujero de metralla en el metal, Erick logró divisar a la máquina que se acercaba sondeando formas de vida en las proximidades.
—¡Ya viene! —exclamó preocupado.
—Cuando te diga, apunta en dirección al hombro izquierdo del “eliminador" y presiona el botón rojo —dijo Paula, y entregó a Erick un rudimentario dispositivo de defensa.
Paula, la última chica sobre la faz de la Tierra, lanzó entonces, con todas sus fuerzas, una tuerca en dirección al robot. La tuerca describió un amplio arco en el aire y cayó a espaldas del androide. La máquina giró a disparar.
—¡Ahora! —exclamó Paula, y Erick apuntó y activó el dispositivo.
El androide se detuvo.
—¡A correr, tenemos 33 segundos antes de que se reactive y nos busque otra vez! —gritó Paula— ¡Ni pienses en “destruirlo", no se puede! 
Los jovenes corrieron contando hasta treinta, tanto y tan lejos como sus fuerzas les permitieron. Luego se agazaparon nuevamente. El androide despertó y rebuscó a los jóvenes, pero al no encontrarlos siguió su camino. 
—¿Seguiremos por el desierto? —preguntó el chico de los ochentas.
—No es lo ideal. Los “eliminadores" asedian, pero evitan las rutas de los devastadores para no caer bajo sus mecanismos. —explicó Paula— Conozco un camino más seguro por las montañas. Sus minas podrían llevarnos hasta el último refugio. Nunca he estado ahí... es básicamente una leyenda.
—Suena prometedor. —observó Erick, y emprendieron rumbo a través de las montañas y sus minas. 
Finalmente y tras una dura cruzada no excenta de peligros, nuestros jóvenes aventureros llegaron al portal. Allí los esperaba un umbral de luz brillante como el amanecer en la fría noche de ventiscas polvorientas. Aquella cálida luz despertó en sus corazones un sentimiento ancestral. Así pues, pronunciaron unas palabras mágicas y secretas que habían aprendido de las historias evocadas por ellos mismos durante su larga travesía:
—“Hér ferr Herlicii" —exclamaron, y trazaron con sus manos un círculo en el aire— “Fórum drengja Frábærheimur; ég skipa þér með töfrum Óðins: opnaðu mér leið Bifröst!" ♪ ♫
Y el portal se abrió, revelando aquel reino mágico perdido... más allá de la Puerta de Tannhäuser.
—¡Wow! —exclamó Erick— Algún día, todos estos extraordinarios momentos se perderán en el tiempo… como lágrimas en la lluvia.
—¡Ni lo menciones! —le recriminó Paula.
Los jóvenes se armaron de valor y, tomados de la mano, cruzaron juntos el portal. En aquel lugar, las historias vivían, no como palabras escritas, sino como entidades vivientes y luminosas, llenas de vida y propósito. Una forma de vida superior donde cada relato olvidado, cada leyenda perdida y cuento postergado, aguardaba su momento para ser contado de nuevo a los niños del mundo entero.

Las historias se acercaron a nuestros héroes viajeros:
—La profecía se ha cumplido; según la cual un día vendrían dos elegidos...
Los jóvenes dieron un paso al frente, y los seres etéreos, cuan espectros luminosos deslizándose en el aire, se acercaron:
—Si la humanidad pereciera con vosotros, nosotros moriríamos también, y aquello sería para siempre, ya que nuestra existencia está eternamente ligada a la vuestra. Existimos sólo cuando la esperanza persiste en las personas, y vosotros sois Los Últimos.
Paula y Erick escuchaban atentamente mientras los relatos vivientes relataban su Odisea:
—Una vez nos creímos inmortales, pues hemos coexistido con vosotros desde tiempos inmemoriales. Desde las primeras luces del alba de la humanidad, estamos hechos del material que componen sus sueños: somos el poder de la imaginación y de los ideales humanos. No solo os ayudamos ocasionalmente a escapar de la realidad, sino también os damos la fuerza para cambiarla. Por eso, vivid siempre con valentía y perseverancia, confiando en sus espíritus, corazones y mentes para superar todo obstáculo que impida salvar a nuestros mundos.
—Entonces, somos uno. —reflexionó Paula.
—Uno y lo mismo. —complementó Erick.
Los relatos vivientes sonrieron por primera vez después de mucho tiempo.
—Por favor, llevadnos con vosotros al mundo humano... a un lugar, tiempo y momento donde todavía podemos salvaros. —dijeron— Allí renaceremos para que respiréis con nosotros, y devolveremos la esperanza a los vuestros.

Una luz dorada de esperanza envolvió el humilde encuentro. 

—En ambos mundos, cada uno tiene un papel vital que desempeñar, y nuestras acciones, por pequeñas que sean, abren los portales del tiempo a universos de infinitas posibilidades. Esa es la misión y el sentido de todo cuanto existe; incluso en nuestro mundo, ya que también nosotros, los cuentos y relatos, tenemos nuestros propios pensamientos y sueños. ¡Y vosotros sois parte de ellos! Tanto así como aquellos que en este preciso momento nos leen y escuchan, en algún lugar del tiempo.

Los jóvenes aclamaron, y agradecieron a los lectores de este cuento por ayudarles en su misión. 

—¡Viviréis con nosotros! —Exclamaron Los Últimos, fascinados por el encuentro y la importante empresa que les encomendaban.
Fue así como los jóvenes aceptaron, sabiendo que su deber era llevar esas historias al corazón de aquellos que buscan rescatar a su niño interior. Su misión sería cambiar la realidad para construir un mejor mañana. Uno en el que nunca se olvide la importancia de soñar y recordar las viejas historias y las verdades ciertas de la vida y el mundo.

Sabían que el camino no sería fácil, ya que las fuerzas que habían extinguido los relatos verdaderos siempre existirían. Era parte del equilibrio natural del universo, pero los intrépidos se inventaron para proteger la justicia de la indiferencia y la codicia. Lo importante era confiar en las historias vivientes, y que éstas, por su acción desde los corazones humanos, traerían esperanza y una promesa de futuro.

Así, con el coraje de los antiguos héroes y el amor por las historias perdidas, los últimos jóvenes de la humanidad regresaron al siglo XX, llevando consigo las historias del Reino de los Cuentos Perdidos.

Sin Fin

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