La princesa y el guisante
Erase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero entenderlo bien, una verdadera princesa. Decidió hacer un viaje para encontrar a la esposa ideal. Durante meses y meses navegó en los mares más peligrosos, atravesó los bosques más salvajes y escaló las montañas más altas. Por todas partes buscó a su futura mujer. Por supuesto no faltaban princesas. Cada reino tenía una, pero el príncipe nunca estuvo seguro de sus orígenes.

- ¿Me habrán dicho la verdad o se hacen pasar por princesas con la única esperanza de casarse conmigo y vivir de mis riquezas? ¿Dónde se esconde la princesa de mis sueños, dulce e inteligene que sabrá hacerme feliz? -Había pasado un año desde su partida.
- ¡Eres muy exigente! -Le dijo un rey, que lo había visitado a su palacio. Mi hija es una verdadera perla. ¡Mírala bien y si no te gusta, palabra de rey que nunca encontrarás una princesa para ti!

¡Oh, por supuesto que la princesa tenía unos ojos preciosos y demanes reales, pero hablaba como una oca y parecía demasiado presumida!. Bien afligido, elpríncipe volvió a su palacio. Los guardianes le reconocieron enseguida, y tocando las trompetas bajaron el puente levadizo.

¡Qué triste regreso! El rey y la reina intentaron consolar a su hijo, pero el príncipe estaba muy decepcionado.

Una noche estalló una violenta tormenta, llovís mucho, tronaba, los relámpagos estallaban en un cielo más negro que nunca. Todos los habitantes del castillo se alegraban de encontrarse fuera, cuando de repente alguien llamó a la puerta. El mismo rey se encargó de abrir, no pudiendo dejar a quien quiera que fuese bajo este aguacero.

Una joven entró con el cabello chorreando. Estaba empapada de la cabeza a los pies y tiritaba de frio. Después de haberse calentado, y cuando hubo terminado de comer lo que le habían servido, se presentó como una verdadera princesa y dijo:

- Yo paseaba por el bosque cuando me perdí. La lluvia me sorprendió y me refugié en su casa. Les agradezco sinceramente su acogida. -El príncipe deseaba que fuera cierto de tan bonita que era.

- ¡Ella dice ser una princesa..., es lo que voy a intentar descubrir! -Se dijo la reina, que era astuta y que quería ante todo la felicidad de su hijo.

Ella misma fue a preparar la habitación de la joven, y sin decir nada a nadie deslizó con suavidad un guisante debajo del colchón. Enseguida llamó a sus sirvientes, y les mandó traer todos los colchones del castillo. Los sirvientes obedecieron y amontonaron uno, después de otro, después de veinte colchones. La reina aconsejó a la joven irse a dormir. Al día siguiente, en cuanto esta se levantó, la reina le preguntó si había pasado una buena noche.

- ¡Oh no! contestó, ¡he dormido bastante mal. Algo duro me ha dolido, y no he parado de dar vueltas y vueltas toda la noche!

Ante esta respuesta la reina se quedó muy satisfecha. Le contó su secreto a la joven y la acompañó a ver al príncipe.

- Príncipe, hijo mío. -Dijo la reina- ¡Sólo una verdadera princesa puede sentir la presencia de un minúsculo guisante entre el espesor de veinte colchones y edredones! ¡Qué mujer, sino una princesa, podría tener la piel tan delicada!

El príncipe convencido, estaba loco de felicidad, y siendo aceptado al pedirle matrimonio, se casó con la joven para gran satisfacción de sus padres. Por supuesto vivieron felices mucho tiempo, como pasa siempre en las historias de un príncipe y una princesa. El guisante tuvo un lugar de honor en el museo del palacio real, y todo el mundo pudo admirarlo en una caja de cristal.

Cuenta la leyenda, que siglos más tarde, el guisante fue regalado al hechicero más sabio del reino, y éste en su bondad, cambió el guisante por una vaca a un muchachito a quién llamaban "Pequeño Hans", pero esa
ya es otra historia...
Los cuatro duendecillos

Hace ahora mucho tiempo, tanto tiempo que nadie lo recuerda, existían cuatro pequeños duendecillos que sabían hacer vino, pan, cortar y coser ropa. En resumen, sabían hacer de casi todo. Los pequeños duendecillos sólo eran felices si podían ayudar a las personas que no habían podido acabar sus tareas diarias. De esta manera, ellos iban de casa en casa para aliviar a las personas cansadas. Pero siempre hay un pero. Nuestros pequeños amigos deseaban trabajar solos y sin ser vistos.

Para eso, el momento más propicio era la noche, cuando todo el mundo dormía. Desde que las primeras velas se apagaban, los simpáticos duendecillos se deslizaban por el conducto de las chimeneas (igual que Santa Claus). Y de esa manera, entraban en las casas. Y sin hacer ruido empezaban a trabajar.

El primero en aprovecharse fue el panadero, que esta vez dormía como un niño: los duendecillos dosificaron la harina, amasaron la masa y cocieron el pan francés, las ayuyas, los broches y los deliciosos croissants. CUando despertó el panadero no podía creérselo.

- ¡No entiendo nada!

La estantería estaba llena de panes, dorados en su punto y listos para comer. Pero su malvada mujer, enterándose por comentarios acerca de la intervención de los misteriosos duendecillos, quiso deshacerse de ellos, poniendo como pretexto que favorecían la pereza de su marido.

A la noche siguiente los duendecillos fueron en busca del carnicero, que se iba a dormir temprano. Era un hombre fuerte, honesto y siempre estaba de buen humor. Mientras roncaba, los duendecillos le quitaron los cubiertos y prepararon el jamón, ahumaron el tocino y salaron los salchichones para que fueran vendidos al día siguiente. Es muy difícil explicaros la felicidad del carnicero, que pasó todo el día vendiendo los salchichones más buenos de la comarca. Tan buenos que nunca nadie hubiera podido hacer.

La tercera noche, los duendecillos eligieron la casa del vendedor de vino, que siempre dormía en su bodega. Era borracho, pero tenía buen corazón. Para animarse los duendecillos bebieron una gotita de vino rojo, y el trabajo empezó: pegar etiquetas, lavar y llenar las botellas, poner tapones gruesos de corcho. Los duendecillos trabajaron así, meses y meses, y todos estaban felices de poder pasear y leer cuentos, sin preocuparse por el trabajo.

Pero una noche de luna llena, nuestros amigos decidieron ayudar a un sastre, que sin la ayuda de éstos, nunca hubiera podido acabar el traje de gala encargado por un señor. El pobre sastre estaba enfermo y apenas tenía fuerzas para trabajar. Por otro lado, nada extraño, ya que la mujer era la peor de las arpías y le hacía la vida imposible.

La casa estaba tranquila, y todo el mundo parecía dormir. Entonces los duendecillos eligieron con esmero la tela más bonita. La cortaron y la cosieron. Estaban en eso cuando un gallo cantó la diana.

¡Era la señal de que se hacía de madrugada! Los duendecillos se ocultaron, y se pusieron de acuerdo para volver a la noche siguiente con el fin de acabar los vestidos. Al día siguiente el sastre bajó al taller, y cuando vió el trabajo realizado, dió un suspiro de alivio y volvió a la cama. Pero la mujer del sastre, no contenta con eso, decidió poner garbanzos en la escalera y esperar a los intrusos, escondida detrás de la cortina. Pobres duendecillos; tan buenos y tan mal recompensados.

Cuando nuestros amigos volvieron a la casa del sastre, para coser los últimos botones, resbalaron por la escalera, junto a la chimenea, con gran fracaso. Afortunadamente, ninguno de ellos se hizo daño y consiguieron salvarse, pero entonces llegó la mujer del sastre que había estado escondida esperándolos, y les persiguió con la escoba.

Desde ese día nadie los ha vuelto a ver. En el pueblo cada uno tuvo que trabajar muy duro para ganar su jornal y merecerse su descanso.

El panadero se levanta muy temprano para cocer el pan y el vendedor de vino siempre se retrasa en su reparto. Hoy todos recuerdan a los duendecillos, menos claro está, ¡La mujer del sastre!.

Pero, ¿a dónde se fueron los duendecillos?

Se sabe que un pequeño ratón, que los seguía siempre en sus andanzas, contó una noche al vendedor de vino (mientras compartían una copa) la historia de que los duendecillos se fueron a vivir a la casa de un viejo zapatero, que vivía en lo alto de una colina rodeada de bosques, pero esa es ya otra historia...
La Esfera de Marskid
Ethan J. Connery



Dibujo alienígena de YFoley (Pixabay)
— Rediseñado por Connery —

Este cuento es sobre dos niños de verdad, que —como todos los niños— gustaban de aprender y de jugar. Uno se llamaba Rick y al otro lo llamaremos “Marskid”, pero entre ellos no se conocían porque eran diferentes:
  • Rick era blanco y Marskid era de color verde.
  • Rick vivía en la Tierra y Marskid vivía en el espacio.
  • Rick creció en el pasado y Marskid venía del futuro.
  • Rick era humano y Marskid era marciano.
Si hasta aquí no te has perdido °-° continuamos...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XX. ¡Que tiempos aquellos!— Rick caminaba por un sendero en lo profundo de un bosque. Buscaba fósiles, pues —como todo Scout—  amaba explorar sitios remotos y acampar en los cerros.

Estando así el niño —en sus andanzas y medio perdido entre las montañas— apareció en lo alto del cielo una nubecilla dorada. La pequeña nube se escapó de sus papás mayores (los grandes cúmulos tormentosos que desafían a los viajeros) y bajó para descansar un rato de tanto volar por el mundo.

Cuál sería la suerte de Rick cuando se encontró con la pequeña nube, cansada en el camino, y ambos se hicieron amigos. Conversaron largamente aquella tarde junto a una fogata. Llegada la noche se quedaron dormidos, y así —medio en sueños— la nubecita invitó al niño a volar para conocer la Tierra desde las alturas.

El pequeño Rick —sentado ya en su nube voladora— se elevó hacia el cielo nocturno, volando lejos, muy lejos...  Más allá de los montes cercanos... Más allá de las montañas... Incluso más allá de las nubes tormentosas y del propio firmamento estrellado. Y así —volando, volando— ambos amigos llegaron más allá del tiempo...
— ¿Dónde estamos? —preguntó Rick en un momento especial.
— Este es el mundo sin tiempo —respondió la nubecita— Aquí es donde todo sucede y nada sucede. Es el túnel vacío que siempre está lleno. Un lugar de paso donde nada se escucha pero todo lo oyes.
— No entiendo mucho lo que quieres decir —dijo Rick— pero la brisa es cálida y eso me reconforta.
Cuando ya habían volado lo suficiente, la nubecita dorada comenzó a descender hacia lo que parecía ser una gran ciudad colmada de luces y cristales que iluminaban el silencio de la noche. La nube se posó en la cima de un enorme edificio. Era tan alto, pero tan alto que a Rick le pareció más bien una montaña.

Del suelo surgió una luz blanca y un simpático amiguito emergió como por arte de magia.
— Hola Rick. ¡Bienvenido a la Tierra! —dijo el personaje (que era tan pequeño como el niño, pero a diferencia de éste, su color era verde y tenía una extraña vocecita que se oía en todas partes).
— ¡Hola! —respondió educadamente Rick— Vengo en son de paz.
Rick levanto su brazo mostrando la palma de su mano derecha.
— ¡Lo sé! —respondió su nuevo amigo— Mi nombre es §☼'Øß⌂×, pero si no puedes pronunciarlo llámame como gustes.
— Suena difícil. ¿Está bien si te llamo “Marskid”? °-°
— Me agrada — dijo §☼'Øß⌂×, y a partir de entonces Rick le llamó Marskid (el niño marciano).
Ambos niños se dieron la mano mientras la nubecita giraba en torno a ellos.
— ¡Ven! —propuso Marskid mientras montaba en la nube voladora— ¡Ven a conocer la Tierra del Futuro!
Y los tres amigos se fueron conversando muchas cosas mientras volaban sobre la Ciudad Celestial, recorriendo bellísimos laberintos de luz que producían dulces melodías al paso de la nube. Miles de estrellas de colores atravesaban el cielo. Algunos colores eran tan increíbles que Rick nunca los había visto en su vida.

La nubecita dorada bajó aun más, descendiendo hacia el suelo de la Tierra del Futuro hasta aterrizar en un gran círculo de luz. Muchas personas, de todas las razas conocidas y desconocidas, se habían reunido ahí.
— ¡Traemos un emisario del siglo XX! —exclamó Marskid a viva voz, dirigiéndose a las gentes que habían ido a ver— ¡Pasa amigo: preséntate!
— ¡Hola, que tal! —exclamó Rick, con alguna timidez—  Me llamo Rick. Gracias por invitarme a este lugar... es muy hermoso y tranquilo. El laberinto luminoso me recuerda a mis verdes bosques en un día soleado. ¡Me gusta mucho la Tierra del Futuro!
Las personas y seres de otros mundos sonrieron y conversaron animadamente con Rick. Hablaban diferentes idiomas, pero de alguna forma todos entendían lo que Rick les quería decir. Les parecía fascinante que un viajero del tiempo les acompañara.
— Gracias, Rick. —dijo Marskid, cuando terminó la charla, y agregó a grandes voces—  ¡Ahora llevaremos a nuestro nuevo amigo a conocer la Tierra Dilémica!
La gente entristeció al oír esto, y el niño del siglo XX —aunque maravillado por todo lo que vivía— desconocía la causa de esa tristeza. Sabía que iba a otro lugar, lejos de aquel maravilloso mundo, de modo que se despidió  de todos a la manera de los humanos del siglo XX: levantó sus manos y las agitó en el aire.
— ¡Adiós y gracias por todo, me gustaría regresar algún día! —clamó a viva voz mientras se alejaba en compañía de Marskid; montados en la siempre leal nube voladora.
De pronto Rick levantó la mirada; llamada su atención por una ola de aire. En las alturas surgió un vacío circular gigante y obscuro, rodeado de una intensa luz escarlata. Un anillo de fuego  —similar a un eclipse— creció a medida que descendía del cielo nocturno, posándose alrededor de donde volaba la nubecita con sus pasajeros. El anillo los envolvió cubriendo todo el lugar hasta cerrarse debajo de ellos. Estaban viajando a otro mundo.

Los tres amigos (nubecita, marciano y humano) se encontraron de pronto en un vasto desierto con montañas llanas y cuevas abandonadas. El cielo había desaparecido y así toda la gente. Sólo se sentía un viento frío a medida que el polvo se levantaba. Un tormenta de arena acechaba inquietante en medio de la noche más obscura que el niño de los bosques del siglo XX había visto en su vida.

Ante el desolador paisaje Rick se sintió abandonado. Se dio cuenta que ya no estaba en la nubecita, sino que sus píes se posaban sobre el suelo arenoso. Miró hacia atrás y vio que Marskid y la nube estaban detrás de él.
— ¡Menos mal que no te fuiste! —exclamó Rick, afligido y con miedo.
— ¿Porqué me iría? —preguntó extrañado Marskid.
— A veces las personas abandonan a otras —explicó a su vez, Rick.
— Pero yo no soy una persona... o al menos no un ser humano —le dijo el niño marciano— ¿Tú me abandonarías en mi lugar?
— No, por supuesto que no... ¡Somos amigos!
Marskid asintió y apoyó una mano en el hombro de Rick.
— Somos amigos: tú lo has dicho.
El niño extraterrestre abrió su otra mano y una luz emergió de su palma, iluminando el entorno.
— ¿Qué es este lugar y qué son esas cuevas?
— Escucha con atención, Rick: ahora estamos en la Tierra Dilémica... podrías llamarla “una tierra sin nombre porque no hay nadie para pronunciarlo”. Como ves, no hay vida aquí; sólo arena. No hay plantas, ni árboles, ni aves o animales. No hay arroyos ni lluvias. Todo eso quedó atrás hace mucho junto con tu pueblo desaparecido por la guerra y el deterioro medioambiental. Mi pueblo tampoco existe en esta versión de la realidad. Al menos no en la forma que yo lo concibo. No hay esperanza en este lugar: sólo los fantasmas de un pasado glorioso y caído en decadencia habitan estas oscuras moradas.
El niño de los bosque no quería creerlo. Se sentía desolado.
— ¿Quieres decir que éste es el futuro de mi Tierra? —preguntó temeroso.
— Sólo si lo llevas contigo. —le aclaró Marskid, y la nubecita dorada brilló tres veces para hacerle entender a Rick de que Marskid decía la verdad.
Los amigos montaron nuevamente la nube y volaron a través del yermo inhabitado y las tormentas de arena. Los vientos huracanados los sacaban de curso, pero ambos se aferraban con fuerza a la nubecita. Rick miraba a su alrededor, esperando encontrar algún indicio de civilización... él era Scout —un explorador— y sabía bien dónde buscar. Pero de nada le sirvió. Por más vueltas que dieron por el mundo sólo veían dunas interminables y algunos promontorios de roca gastada emergiendo en los rincones. En esa “Tierra” el Sol nunca se elevaba ni se ponía, ni la Luna acompañaba con su brillo en las eternas noches heladas, pues las nubes de tormenta cubrían por completo al planeta.
— Volvamos a las cuevas, por favor. —pidió humildemente Rick— Es lo más parecido a una casa que he visto en esta última travesía.
— Es verdad, es suficiente. —respondió Marskid, y el niño extraterrestre comenzó a brillar.
— ¡Estás brillando como la nube! —exclamó sorprendido Rick.
— Yo y la nube somos uno y el mismo. —le explicó Marskid.
En ese instante el niño extraterrestre se fundió con la nube, que ahora brillaba con un dorado tan perfecto que a Rick le pareció que montaba una fogata encendida. Los amigos volaron a toda velocidad hacia las cuevas, y en un momento a Rick le pareció que sus manos se fundían también con la nube. Levantó sus manos, asustado.
— “¡Ha ha ha!”
Rick creyó escuchar a Marskid riendo debajo de él.
— ¿Qué eres en realidad? —preguntó Rick— Pareces una nube de vapor de agua, pero hace un rato te pude tocar. ¿Cómo puedes existir así?
— Soy energía. —le reveló Marskid— Todos lo somos.
— ¿Energía? ¿Quieres decir, como electricidad?
— Eso es sólo una parte ínfima... somos algo mucho más grande.
— Explícame, por favor, quiero saber. —solicitó nuevamente, Rick.
— Somos cómo la luz de las estrellas: viajamos a través de los mundos amados; aquellos donde hay vida y aquellos que son poblados.
— ¡Pero te puedes transformar en un niño como yo!
— Sí... la materia, la energía, la vida, la inteligencia y la consciencia es lo mismo en el universo, pero en diferente grado de evolución.
Rick asintió con la cabeza, tratando de entender. Él era sólo un niño y aun le quedaba toda una vida para conocer el mundo y descubrir por su cuenta los secretos del universo.
— ¿Sobrevivirá mi pueblo, la gente de la Tierra? —preguntó finalmente.
— ¿Qué te dice tu corazón?
— ¡Que lo haremos! Que los humanos exploraremos otros planetas y, tarde o temprano, visitaremos las estrellas como hacen los tuyos.
— Guarda ese sentimiento, trabájalo y estará hecho. —dijo la nube, y Rick sintió que le guiñaba un ojo a pesar que como nube no tenía ojos (al menos no como los nuestros). °-°
La nube y su pasajero atravesaron un enorme sistema de cavernas.
— ¡Afírmate! —pidió Marskid en forma de nube, de niño marciano o lo que sea que haya sido— Volveremos a tu casa... ¡Mira hacia arriba!
— Aquí sólo hay rocas —dijo Rick, mirando el techo de la cueva.
— No, no... ¡Hacia adelante!
Rick divisó cuatro pequeñas estrellas azules que brillaban al fondo de la cueva. Pronto se dio cuenta de que en realidad iban hacia arriba y lo que estaba viendo era cielo. La nube dorada salió disparada  y fulgurante del pozo profundo, internándose hacia las estrellas. Las cuatro estrellas más grandes descendieron hasta posarse alrededor de los viajeros.
— ¡Puedo tocarlas! —exclamó el niño terrícola, sorprendido— ¡Puedo tocar las estrellas!
— Así es: somos polvo de estrellas. —explicó la luz.
Las estrellas se unieron y su luz se hizo tan pequeña como un grano de arena, para luego explotar en la forma de una perfecta esfera de cristal dorado que vibraba con la fuerza del viento, pues cada vez parecía que volaban más y más rápido.
— Debes llevarla a tu tiempo... a tu mundo. Guárdala en un lugar seguro. En tus bosques... En tus montañas... y cuando sientas que se acerca el tiempo de volver con nosotros, ve a recuperarla.
— ¿Para qué sirve?
— Es esperanza... el sentimiento compartido por todos los seres sintientes. Es lo que puede salvarnos a todos. Ya has conocido el futuro de tu planeta y tu pueblo. Estuviste en la Ciudad Celestial y conoces el desierto de la perdición. Ambos futuros están ahí adelante: de ti depende escoger el mejor futuro que puedas construir. Pero ten siempre presente que el futuro cambia... se mueve. Puedes hacer que el tiempo vaya en un sentido u otro. Sólo una parte de tu destino está escrito en el lenguaje del universo. La otra parte la escribes tú mismo, porque tú eres parte del universo.
— “Creo que entiendo.” —pensó Rick, pero no fue necesario decirlo pues Marskid le había escuchado en su corazón.
Nubecita dorada siguió volando con su ahora único pasajero a través de un vórtice de esperanza. Rick sostuvo la esfera entre sus manos.
— ¡Que extraño material! —exclamó.
La esfera giraba brillante en su mano, a voluntad.
— La esperanza es del material con que están hechos los sueños. —dijo Marskid hecho luz— La esfera te concederá un deseo. Cuando crezcas llegará el momento de pedirlo... sólo pídelo y la esfera te lo concederá por tu propia, auténtica y consciente voluntad. Procura cuidarla como aquello a lo que más ames, y sobretodo: no olvides dónde la guardarás.
— Gracias Marskid... eres un buen amigo, no olvidaré su destino.
Y así ocurrió que ambos niños regresaron a sus respectivos mundos. Convertido en un rayo de luz,  Marskid volvió a la Ciudad Celestial, en la Tierra del Futuro. Rick regreso a su Tierra, en el pasado... a sus queridos bosques del siglo XX. Volvió montado en su propia nube voladora, pues Marskid le había enseñado que el poder de los sueños ya eran parte de él. Rick guardó su esperanza en lo profundo de las montañas, atesorando aquella esfera que brillaba con el poder de cuatro estrellas. Pasaron entonces muchos, muchos años, hasta que la historia de Rick y Marskid se convirtió en leyenda...

Sucedió que un buen día de primavera —de esos del siglo XXI— una niña exploradora dirigía a un equipo de niños Scouts a través de un valle misterioso. Guiados por un viejo mapa hallado en el baúl de su abuelo, se habían adentrado en la espesura de los bosques... hacia lo profundo de las montañas. Habían oído un cuento sobre un niño que viajó al futuro, que había hecho amistad con un habitante de otro mundo, y que éste le obsequió un deseo a través de una esfera de cristal.

Se decía que ese niño nunca pidió el deseo porque el encuentro lo había colmado de esperanzas. Así, habría guardado su esfera a la espera que otros la encontraran. Ya era tarde cuando los pequeños Scouts levantaron sus carpas. Aquella noche todos soñaron con un pequeño extraterrestre que les sonreía en la distancia del tiempo y el espacio.

Fin
Pulgarcita

Érase una vez una mujer muy triste porque no tenía hijos. Ella deseaba más que nada ser una verdadera mamá. Fue al encuentro de una vieja hada y le dijo:
— ¡Me gustaría tanto tener un hijo! Dígame, ¿Qué puedo hacer?
— Aquí tiene una semilla mágica. Póngala en una maceta y verá —le respondió la bruja, que a pesar de su aparente frialdad, tenía una gran bondad.
La mujer le dio las gracias y volvió a su casa para plantar la semilla. En poco tiempo ella vio crecer una hermosa flor parecida a un tulipán.
—¡Qué agradable perfume! —decía mientras la respiraba.
En el interior, sentada sobre un tapiz de polen, una niña diminuta le miraba sonriente.
—¡Tú no eres más grande que mi pulgar! —exclamó la mujer— ¡Te llamaré Pulgarcita!
La mujer le confeccionó una cuna a su medida. Ella ahuecó una cáscara de nuez, donde puso unas hojas de violeta en forma de colchón y un pétalo de rosa como manta.

Durante el día, Pulgarcita jugaba sobre la mesa, cantándole bonitas canciones a su madre. Pero una noche de luna llena, un horrible sapo saltó al interior de la casa. Estaba tan entusiasmado por la belleza de Pulgarcita, que se la llevó con él:
—¡Será una buena esposa para mi hijo! —pensó muy satisfecho.
Cuando llegó cerca del pantano donde vivía, el sapo puso a Pulgarcita, que aún dormía, sobre una hoja de nenúfar. Después llamó a su hijo. Este era tan feo y desagradable como su padre.
—¡Qué bonita es!" —dijo él— ¡No hables tan fuerte, vas a despertarla. Vamos a dejarla en medio del estanque, y así ella no podrá escaparse!
Cuando al amanecer Pulgarcita se despertó, empezó a llorar.
—¿Dónde estoy? —se preguntaba.
—Te presento a mi hijo, tu futuro esposo. Vamos a construirte una nueva casa —le dijo el viejo sapo.
Y cogió la cama de Pulgarcita.

Los peces peces conociendo las malas intenciones de los sapos, se hicieron amigos de la pobre Pulgarcita. Decididos a impedir un matrimonio tan desgraciado, cortaron el tallo de nenúfar con sus pequeños dientes. La hoja arrastró a Pulgarcita hacia la orilla. Los sapos no pudieron alcanzarla. Pulgarcita alegre por haberse librado de los malvados sapos, estaba maravillada ante la belleza de la naturaleza.

Era mediados de verano y las espigas de trigo se agitaban con un color amarillo magnífico. El sol, hacía brillar millares de pequeñas estrellas en la superficie del agua. Los pájaros se posaban en los rosales, que apenas sujetaban el peso. Una amable mariposa se ofreció para ayudar a Pulgarcita a volver a la orilla. Anudó una hierba a la hoja y guio la pequeña barca.

De pronto, una gran abeja elevó a la pequeña por los aires y la posó delicadamente en un campo de flores. Pulgarcita pasó el final del verano bebiendo gotas de rocío y regalándose el néctar de las flores.

En poco tiempo el otoño dejó paso al invierno. El sol se apagaba y las flores se marchitaban. Los primeros copos de nieve cubrían el campo y Pulgarcita tenía mucho frío. Torpemente, envuelta en una hoja muerta en forma de manta, dejó el prado en busca de un nuevo refugio para pasar el invierno. Continuó caminando, y tiritando, se encontró a una musaraña a la que contó sus desgracias.
— ¡Pobre pequeña, entra a calentarte. Aquí hay unos cuantos granos de maíz. Tómalos!
Los vientos helados soplaban sobre los campos, pero Pulgarcita se encontraba a gusto en el calor. Cada mañana, ella ayudaba a su amiga lo mejor que podía. Ella cocinaba, limpiaba la casa, pero sobretodo, explicaba sus múltiples aventuras. La ratita le escuchaba encantada.


El señor topo, vecino más próximo, tenía la costumbre de visitarla cada semana. Era un poco miope, y muy pronto se enamoró de Pulgarcita que poseía una bonita voz. Para pedirla en matrimonio, la invitó a su casa. Pulgarcita no tenía ganas de casarse con él, pero había sido tan amable, que ella no quería ser ingrata.

Para ir a casa del señor topo tuvo que pasar por una larga y oscura galería, donde ella descubrió una pobre golondrina inconsciente. Pulgarcita sintió mucha pena, ya que quería mucho a los pájaros y a sus cantos tan armoniosos.
—Es necesario hacer algo —dijo ella, y corrió a buscar un poco de heno y una manta, que extendió encima del pájaro que parecía sin vida.
Apartando las plumas que cubrían la cabeza del pájaro, Pulgarcita le dio un beso, con los ojos llenos de lágrimas. De repente se levantó; había sentido un débil latido de corazón y la golondrina se despertó. No estaba muerta, sino adormecida por el frio. El calor de la manta le había devuelto la vida.
—Te estoy muy agradecida pequeña, nunca olvidaré lo que has hecho por mi. Tu me has salvado la vida y muy pronto podré volar de nuevo.
—Ahora es invierno —respondió Pulgarcita— Toda tu familia ha ido en busca de países más cálidos. Tienes que refugiarte y esperar a que llegue la primavera. No te preocupes, yo te traeré algo de comer y cuidaré de ti.
Durante todo el invierno, sin saberlo sus amigos, Pulgarcita curó a la golondrina con mucho cariño. Pasaron las semanas y cuando llegó la primavera, el pájaro completamente curado se echó a volar en el cielo azul. Hubiera llevado con él a la pequeña Pulgarcita, pero ella no quería apenar a su amiga musaraña, que había sido tan acogedora con ella. A través de los rayos del sol, Pulgarcita muy triste, vio durante largo tiempo alejarse a la golondrina.

La niña continuó su vida monótona, hasta el día en que el señor topo fijó la fecha de la boda. Pulgarcita era muy desgraciada, ella no quería pasarse la vida en una topera oscura y gris donde nunca entraba el sol.

La pequeña rata ayudó a Pulgarcita a coser su ajuar, pensando que había tenido mucha suerte al encontrar un marido tan rico y amable. Pero Pulgarcita no paraba de llorar y la víspera de la boda estaba próxima. La pobre niña quiso salir por última vez a decir adiós al sol, que calentaba la tierra y hacía crecer las flores. A partir de ahora viviría como los topos.

Levantó los ojos al cielo, y casualmente vio revolotear a su amiga golondrina. La llamó con todas sus fuerzas, y el pájaro se posó sobre una pequeña rama. Pulgarcita le explicó su desesperación al tener que casarse con el señor topo.
—Te voy a ayudar —dijo la golondrina— Monta en mi espalda y te llevaré conmigo al país del sol y las flores.
Pulgarcita se acomodó y la golondrina voló a las alturas. El viaje fue muy largo, pero Pulgarcita estaba muy ilusionada.
—¡Qué bonita es la tierra vista desde el cielo! —exclamó, y así fue como ellas llegaron a un país que olía a flores del campo.
—Elige la flor más bonita, y la que elijas será tu casa —dijo la golondrina a la niña fascinada, y dejó a Pulgarcita sobre una inmensa margarita.
Muy cerca de ella había un niño tan pequeño como ella, que la miraba tiernamente.
—Buenos días, yo soy el rey de las flores —dijo él.
—Buenos días, yo me llamo Pulgarcita y vengo de muy lejos.

Durante mucho tiempo jugaron y se pasearon juntos. Un buen día el pequeño rey cogió la mano de Pulgarcita y le dijo:
—¿Quieres casarte conmigo? Tú serás mi reina y nosotros podremos volar juntos.
Pulgarcita aceptó encantada, y desde ese día viven felices sin separarse, en medio de juncos y margaritas. Y a veces, cuando las golondrinas están cerca, Pulgarcita y el rey de la flores se van volando a visitar a la madre de Pulgarcita quien escucha entusiasmada las aventuras que le relata su querida y pequeña hija nacida de un tulipán.

Fin
Piel de asno
Charles Perrault


Érase una vez un rey y una reina que gobernaban con sabiduría un pueblo al que no le faltaba nada. Ellos eran tan amados y respetados por sus súbditos, que podría decirse que eran los más felices del reino. De su unión, nació una niña a la que todos admiraban por su gracia y belleza. La riqueza y la abundancia reinaban en el palacio. Todos los extranjeros venían a admirar las bonitas caballerizas de rey, donde vivía un asno excepcional. Todas las mañanas, su cama de paja, en lugar de ser sucia y maloliente, estaba cubierta por piezas de oro y no de estiércol.

Pero un mal día, la reina contrajo una terrible enfermedad, que la habilidad de todos los médicos no podían remediar. Y sucedió que la reina murió. En su último aliento, ella hizo prometer al rey que si algún día se volvía a casar, eligiera a una mujer más inteligente y más bella que ella. Al poco rato ella cerró los ojos. El rey, sensible y enamorado, lloró día y noche. Y ante tanta tristeza, los ministros le rogaron que volviera a casarse.
— ¡Un palacio sin reina y sin príncipe heredero podrían suscitar una terrible codicia en los pueblos vecinos, y una guerra comportaría la ruina del reino!
El rey se comprometió a buscar entre las jóvenes casaderas, la que fuese más digna de él, descubriendo que, desgraciadamente, sólo su propia hija era más bonita que su propia madre. Su juventud, espíritu y su frescura confundieron al rey, que todavía trastornado por la muerte de su esposa, pidió a la princesa que se casase con él. La joven, llena de virtud y pudor, se quedó horrorizada ante tal proposición. Se tiró a los pies de su padre, y le suplicó que no la obligara a cometer una acción semejante. Pero el rey le ordenó que obedeciera y que se preparara.

Esa misma noche, la joven princesa fue a encontrarse con el hada de las Lilas, su madrina, que le dijo:
— Mi querida niña, cometerías una gran equivocación si te casaras con tu padre. Tú tienes que evitarle sin herirle; pídele que te obsequie con un vestido cuyo color sea como el sol. Con todo su amor y su poder no podrá negarse, y mientras tanto, nosotras ganaremos tiempo.
La princesa le dio las gracias a su madrina, y al día siguiente le pidió al rey un vestido de colores como el sol y sin el cuál ella no le pertenecería. El rey, lleno de esperanza, reunió a sus mejores obreros, y les encargó el vestido.

Amenazados con ser colgados si fracasaban, los artesanos se apresuraron, y a la tercera mañana del mes, entregaron su trabajo. Hasta ese día ninguna princesa había llevado un vestido tan bonito. Cuando ella se presentó ante el rey, era tan fuerte el resplandor de los diamantes y rubies, que todos tuvieron que cerrar los ojos.

Desanimada, la joven princesa se retiró a su habitación, donde le esperaba su madrina, enfurecida:
— Esta vez vamos a someter al rey a una gran prueba. Pídele la piel de ese asno que él tanto quiere y que le ofrece tan generosas riquezas.
La princesa fue a ver a su padre y le expresó su deseo. El rey se sorprendió ante tal demanda, pero no vaciló, y el pobre asno fue sacrificado. Siguiendo los consejos de su madrina, la joven se cubrió con la piel del asno y huyó del palacio.

Lejos de su hogar, la princesa se encontró con el hada buena, quien le prestó su varita mágica, la cual le permitiría disponer de su vestimenta real tan pronto la necesitara. El rey envió inmediatamente hombres en su busca, pero con su apariencia miserable, ninguno de ellos la reconoció. La joven buscó trabajo por todas partes, o a alguien que por caridad, le diera de comer. Pero por su aspecto miserable nadie la ayudó. Finalmente, a la puerta de una posada, una mujer le propuso trabajar para ella. Lavar, limpiar y dar de comer a los cerdos serían sus tareas diarias. La princesa que tenía mucha hambre, aceptó el humilde empleo. La llamaban "Piel de Asno". El domingo Piel de Asno se encerraba en una pequeña buhardilla del centro del bosque, y de un toque de varita mágica se ponía su vestido color del sol y se peinaba sus largos cabellos dorados. Ella se sentía tan feliz, que decidió volver a ser cada domingo, una bonita y graciosa princesa.

Un día de fiesta, cuando Piel de Asno llevaba puesto su vestido, un joven príncipe pasó por allí. Cansado de la caza quiso refrescarse en la fuente, y mirando a la ventana quiso ver quien cantaba tan bonito... entonces se quedó fascinado ante la belleza de la joven.

En el pueblo, el preguntó quien vivía por allí, pero le respondieron con burlas que se trataba de Piel de Asno, que era fea y sucia. El príncipe locamente enamorado, volvió a su palacio, y loco de tristeza, cayó enfermo. Su padre, al no poder curarlo intentaba consolarlo. Le prometió la princesa más bella del país y también cederle la corona, si ello le hacía sonreír.
— Padre —dijo al fin el príncipe— ¡Yo no quiero vuestro poder, siempre os amaré, y ya que es preciso que os confíe mis pensamientos, os voy a obedecer; pero yo deseo que Piel de Asno me haga un pastel!
El rey muy sorprendido ante tal petición, envió a su jinete más rápido a buscar el pastel a casa de piel de asno. La princesa presintió un día de fiesta, el recuerdo del atractivo y encantador príncipe todavía la turbaban. Ella se encerró en su habitación, se quitó el pelaje que la cubría, y preparó el pastel más delicioso que le fue posible inventar. Pero uno de los anillos que había olvidado quitarse, le cayó en la masa sin darse cuenta.

Sucedió entonces, que cuando el príncipe recibió el pastel se lo comió con apetito. Y de repente, bajo el diente, sintió el anillo de Piel de Asno. Sin duda, sólo podía pertenecer a aquella que él amaba. El joven príncipe, prometió casarse, con aquella persona a la que el anillo le fuera bien, fuera cual fuera su condición. El rey y la reina examinaron el anillo, y pensaron que sólo podía pertenecer a una joven de buena familia.

Se invitó a todas las duquesas, marquesas, y condesas a presentarse en el palacio, pero ninguna de ellas pudo ponerse el anillo. Hicieron venir a las camareras, cocineras y pastoras, pero el anillo no les sentaba mejor. El rey, entonces, envió a buscar a Piel de Asno, la cual entró vestida como una pordiosera. El príncipe se inquietó:
— ¿Vives en medio del bosque?
Sonriente le dio el anillo a la joven, y esta le devolvió la sonrisa. El anillo se ajustó sin esfuerzo, y dejando caer su piel, la princesa apareció resplandeciente de belleza. La boda fue tan grandiosa que todavía se habla de ella. El padre de Piel de Asno ofreció a su hija miles de regalos, suplicándole que perdonara su egoísmo.

El príncipe y la princesa estaban radiantes de felicidad por lo mucho que ellos se querían, y vivieron felices durante muchos años.


Fin
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