El Niño de la Grieta

Ethan J. Connery

Ilustrado en Dream

Hace mucho tiempo vivían en una montaña olvidada, una pareja de viejitos que nunca habían podido tener hijos. Por esta razón vivían solos y no tenían pariente o amigo alguno que se acordara de ellos. Pese a su soledad, se amaban y apoyaban mutuamente y por eso eran felices entre ellos.

Un día particularmente frío de invierno, el marido le dijo a su esposa que saldría a buscar leña a la montaña, ya que se acercaba una tormenta de nieve y necesitarían un buen fogón para pasar las noches heladas. A pesar de encontrarse enferma, la viejita se levantó y preparó una rica hogaza de pan para el desayuno, y así también otra para que el viejo no tuviera hambre en el camino. Comieron juntos y se abrazaron.
—¡Nos vemos, querida! —dijo el viejo, quien se puso su abrigo de chiporro, se echó un par de sacos al hombro, y partió a su tarea.
Debido a la enfermedad de la viejita, el viejo —que la cuidaba mucho— no había podido reunir suficiente madera la temporada anterior, y por eso le había tocado salir más seguido a buscar en invierno. La leña seca escaseaba a esa altura del año y cada vez necesitaba ir más lejos para encontrarla. Así había pasado toda la mañana cuando a eso del mediodía, el viejo llegó finalmente a un bosque resguardado en la montaña. Ya estaba lejos de su casa, pero la leña parecía seca en aquél lugar.
—¡Que hermosa madera! —exclamó— Tendremos abundante leña esta semana y mi querida estará feliz.
El viejo comenzaba a llenar alegremente los sacos cuando, sin advertirlo, una nube de tormenta cubrió el bosque, quedando a los pocos minutos sumido en una tempestad de nieve y viento helado. Al verse acorralado, tomó los sacos y buscó alguna cueva dónde guarecerse, esperando a que el tiempo mejorara para llevar la leña a su querida vieja.

Tanteando con una mano en medio del temporal, mientras con la otra arrastraba los sacos, logró encontrar una cueva en la montaña. Se metió en ella temblando y se cubrió con los sacos de leña para aislarse del frío. Ya estaba algo más protegido de momento, pero comenzaron a pasar las horas y la tormenta no amainaba.
—"Ha durado mucho" —pensó el viejo— "Espero que pase pronto."
Se repetía mentalmente para darse ánimos. Pero un gran relámpago seguido de un largo trueno, lo sacó de sus pensamientos.
—¡Mi viejita esta esperándome! —exclamó asustado.
El marido, visiblemente preocupado por la salud de su esposa, no paraba de pedir a la madre naturaleza que cesara la ventisca. Pero la tormenta no amainó en toda la tarde y finalmente llegó la noche. La montaña en invierno era peligrosa de día y en la oscuridad lo era aún más. Así, sumido en la preocupación, el viejo se armó de valor y se hizo a la idea de caminar de vuelta a su casa para llevar la leña... aunque eso le costara la vida.

El recuerdo de su viejita enferma le daba el valor para afrontar el peligro. Así, el hombre se levantó de su rincón, arropándose lo mejor que pudo en su abrigo. Iba a levantar los sacos, cuando una voz a sus espaldas le previno:
—¡Aguarda!
El viejo se sobresaltó, dejando caer los sacos.
—¡No salgas todavía! —repitió la voz.
Sorprendido en su soledad, el viejo dio media vuelta. Suponía que estaba sólo en aquél lugar, y lo último que habría imaginado era hallar a otra persona junto a él... ahí mismo: en ese difícil momento. ¿Sería una bendición o debía preocuparse?
—¡Quién! —exclamó sorprendido— ¡Quién está ahí!
—Tranquilo, no temas —respondió la voz, que parecía provenir de una grieta al fondo de la cueva— Estás a salvo aquí; si dejas el refugio ahora, morirás de frío.
—¿Estás seguro? ¡Cómo  sabes eso! ¿Quién eres tú? —preguntó otra vez el viejo, que no alcanzaba a ver a nadie en la oscuridad de la noche.
—Por favor, hagamos una fogata, hace mucho frío aquí. —Le pidió la voz.
El viejo, que de por si ya estaba temeroso del encuentro, no estaba seguro de si acaso hablaba con una persona o con un espíritu de la montaña, pero sintió sincera preocupación en sus palabras, y aunque anhelaba llevarle la leña a su mujer, pensó que en esas circunstancias haría mejor en hacer caso de esa voz que quizá entendía mejor las condiciones. ¡Quién sabe si acaso habitaba la cueva y podría ayudarle! Se vio dispuesto a seguir su consejo y hacer una fogata para ayudar a esa persona o criatura que tan amablemente se lo pedía.

Así pues, sacó un buen manojo de leña y lo juntó con un poco de yesca que había conseguido para encenderla. Buscó en sus bolsillos a ver si tenía algún cerillo.
—No te preocupes, yo la encenderé. —dijo apaciblemente la voz, y en ese momento sintió unos pasos que caminaban hacia él.
Perdió entonces el miedo el viejo, y se vio feliz de tener una compañia en un rincón tan apartado, aunque fuera la de un desconocido. Una chispa saltó de algún lugar y la yesca se encendió. El fuego creció y la luz de la fogata inundó la cueva, ofreciendo calidez a su viejo corazón. Los únicos presentes se sentaron junto al fuego contemplándolo maravillados. Solo entonces, pudo ver a su compañero.

Era un niño pequeño, de unos séis o siete años, vestido con una larga bata blanca con capucha que le cubría hasta los hombros. El niño se sentó frente al viejo y parecía feliz de compartir con él la fogata. Afuera de la cueva, la tormenta seguía su curso, pero dentro, el misterio acerca de la identidad del pequeño tenía al viejo fascinado.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó el viejo.
—Tengo hambre —dijo el niño, y preguntó— ¿tienes algo que podamos comer?
Recordó el viejo que traía consigo la hogaza de pan preparada por la vieja. Asi, extrajo el pan de su bolsa, lo partió a la mitad y entregó un pedazo al niño.
—Sólo un mendrugo, pero algo nos ayudará a pasar el hambre.
—¡Gracias! —respondió el niño, y sus ojos brillaron de alegría al tiempo que probaba— ¡está muy bueno!
El viejo se sentía satisfecho de estar haciendo una buena acción, y sentía que debía ayudar al niño pese a su preocupación por la salud de su viejita. El niño pareció adivinar sus pensamientos.
—Tu esposa está bien —le tranquilizó el pequeño— ella sabe que volverás a casa. Procuremos descansar junto al fuego y mañana, cuando haya pasado la tormenta, le irás a ver.
—¡Pero cómo sabes! —respondió el viejo— Dime, por favor, ¿quién eres? ¿Acaso estás perdido? ¿Y tus padres? ¡También deben estar preocupados!
El niño se sacó la capucha y levantó la mirada, y el viejo pudo reconocer en sus ojos y en su semblante algo muy familiar; como si le conociera de antes... quizá de toda la vida.
—¿No me reconoces, papá? Soy el niño creado de tu esperanza sincera, de tu apego a la vida y del amor que se profesan con tu esposa. El hijo que nunca nació pero que siempre quisieron tener.
Sin poder explicarse el encuentro, el viejo lo entendió maravillado y sollozó. En su corazón sabía que era verdad, así que abrió sus brazos y cubrió al niño para abrazarle como lo hubiera hecho de haber existido. El niño adivinó sus pensamientos.
—¡Lo siento, papá! —exclamó suspirando— No existo en tu mundo: nunca alcancé a nacer. ¡Pero sabía que debía estar aquí para salvarte!
Y el niño se aferró al viejo con todas sus fuerzas.
—¡No dejes que me vaya esta noche! —suplicó.
—No, mi niño... ¡No te irás esta noche! —prometió el viejo.
—¡Papá!
La emoción invadió al viejo y a su hijo nunca nacido, y así abrazados, cayeron en un profundo sueño. El fuego crepitaba junto a ellos y la noche siguió su curso... un rumbo insondable entre dos mundos opuestos, pero conectados en un momento especial por el poder del amor y los sueños. Ahí, en una cueva iluminada por la lumbre y el misterio, ambos parecían soñar con una vida juntos que nunca vivieron.

A la mañana siguiente el clima había mejorado y el viejo despertó junto a los restos de la fogata que yacía plenamente apagada. No había ningún niño a su lado. ¿Había sido un sueño? Lágrimas rozaron la mejilla del viejo, pero se levantó, tomó los sacos de leña y antes de marchar echó una ojeada a la cueva que entre las rocas y el frío de la tormenta le había cobijado a él y a su niño... aquél que nunca tuvo.

Lo llamó un par de veces, esperando que apareciera, pero nadie respondió. Así, tomó el mendrugo de pan que le había quedado y lo dejó en la grieta de donde había surgido su voz. Luego bajó la montaña, llevándose la leña y una fuerza renovada. Atravesó el bosque y tomo rumbo a su casa. Por alguna razón tenía la certeza de que su viejita estaría bien; que aquella noche habría soñado también. Que ella había mejorado de su enfermedad, y que esperaba por él, con algún pancito caliente para compartir juntos el amor que habían criado.

Fin