Inspirado en el film “Santa Claus" (1985)
Hace mucho tiempo, en un profundo bosque encantado, y bajo titilantes estrellas que transportaban luces tan antiguas como el mundo mismo, vivía un hombre llamado Claus. No era rey ni guerrero, sino un humilde tallador de madera que vivía con su esposa, Anya, en los valles nevados del norte.
Claus y Anya tenían corazones tan grandes como los robles que hombre trabajaba, y cada invierno recorrían los pueblos vecinos entregando pequeños juguetes tallados a los niños que se portaban bien.
Una de esas noches, tras haber visitado la última casa que quedaba, a las afueras de una pequeña aldea, la Gran Ventisca descendió sobre ellos. El viento aullaba como un lobo de hielo, y Claus y Anya, en su trineo tirado por dos fieles renos, Donner y Blitzen, se perdieron en la blancura infinita. Así anduvieron kilómetros, y cuando el frío se intensificó, un torbellino de nieve envolvió el remoto paraje.
—Claus —susurró Anya, temblando—, ¡el camino se ha borrado!—No temas, querida —respondió él, buscando tranquilizarla, aunque sus manos estaban entumecidas—. Los renos conocen el aroma del hogar. Llegaremos a salvo.
Pero no volvieron a casa. En lugar de eso, cuando el sueño debido al frío estaba a punto de vencerlos para llevarse sus vidas, una luz esmeralda rasgó las nubes. No era el sol, sino las auroras boreales que descendían hasta tocar la nieve. La ventisca comenzó a amainar, y de entre las sombras de los abetos nevados, aparecieron pequeñas figuras envueltas en pieles de colores vivos, y portando cálidos faroles con velas encendidas en su interior. Eran los Vendegum, los elfos de las leyendas.
—¡Es él! —gritó un elfo llamado Dooley—. ¡El que ha sido prometido!
Los elfos los llevaron más allá del borde del mapa, hasta una montaña de cristal donde el tiempo parecía detenerse. Allí, en un salón de madera tallada que olía a resina fresca y canela, conocieron al más anciano de todos: Balthazar.
Balthazar tenía una barba blanca que llegaba hasta sus pies, y ojos tan sabios que habían visto el nacimiento mismo de las montañas. Se acercó a Claus y, con una voz que sonaba como el crujir de la nieve ante sus pasos, dijo:
—Claus, artesano y tallador de madera, durante toda tu vida has traído alegría sin pedir nada a cambio. En este lugar, el tiempo es como un río que no corre. Tú y Anya seréis bienvenidos aquí, en el reino de la magia. El Universo os ha elegido para ser los guardianes de la infancia... para los niños del mundo entero.
Claus miró sus manos callosas, confundido.
—Señor, solo soy un hombre común, y mi esposa, tan humana como yo. ¿Cómo podríamos nosotros llegar a todos los niños del mundo?
Balthazar sonrió y señaló hacia una ventana que mostraba el firmamento.
—¡Ah! El deseo de un niño es una estrella guía. Tú no viajarás únicamente por el mundo, Claus, también lo harás a través de los sueños, ya que desde este momento y para siempre, serás el Padre de la Navidad.
Durante siglos, el taller de los elfos se fue convirtiendo en el corazón del mundo. Claus y Anya no envejecían; su amor y su propósito los mantenían jóvenes de cuerpo y espíritu. Así vieron pasar el tiempo como si fueran las hojas de un libro:
En el siglo XVI, Claus aprendió a usar los vientos del norte para acelerar su trineo. En el siglo XVIII, los elfos perfeccionaron el arte de los juguetes mecánicos, creando maravillas que funcionaban con las magia de los engranes. En el siglo XIX, Claus comenzó a vestir de rojo, el color de la calidez en el invierno, y su risa —ese "¡Ho, ho, hooo!" que nacía desde lo más profundo de su alma— se escuchaba en los tejados desde Londres hasta las estepas lejanas.
Un día, mientras observaban el mapa del mundo, Claus notó que las ciudades había crecido mucho. Había notado que el humo de las chimeneas de la era industrial empezaba a oscurecer los cielos. Un elfo ingenioso y algo impaciente llamado Patch se acercó con un invento lleno de resortes.
—¡Mire, Santa! —dijo Patch con entusiasmo—. El siglo XX está a la puerta. Necesitamos máquinas, velocidad, eficiencia. ¡El mundo está cambiando muy rápido y deberíamos adaptarnos! ¿Quién sabe si algún día las personas de esas ciudades inventen una red de comunicaciones instantánea que los conecte a todos, y alguno de ellos escriba, en esa red, un libro de historias para niños, donde alguna de ellas hable sobre nosotros?
Claus lo miró sonriendo y, tomando un pequeño caballo de madera que acababa de tallar a mano, dijo con ternura:
—El mundo puede cambiar mucho, querido Patch, pero el corazón de un niño sigue siendo el mismo. No importa cuántas máquinas construyan las personas; la magia no está en el juguete, sino en el amor de quien lo da.
Cuando las campanas anunciaron el inicio del año 1900, el Polo Norte brillaba especialmente hermoso. Las auroras, alegres ante la llegada del nuevo siglo, fluían cuan ríos celestiales por el firmamento helado. Aquella noche, Claus subió a su trineo, ahora tirado por una manada completa de renos mágicos. Ahí estaban: Donner y Blitzen, Cometa y Cupido, Brillante y Danzante, Zentella y Zorro.
Con alegría, Claus miró a Anya, que le entregaba una bufanda tejida con hilos de luna.
—El nuevo siglo será un reto —dijo Claus, acariciando la nariz roja de Rudolph, su más reciente reno quién aún no había aprendido a volar—. Pero mientras haya una chimenea y un niño esperando, nosotros estaremos allí.
Y así, con un chasquido de las riendas junto al grito "¡Jóu!", el trineo se elevó hacia las nubes, volando hacia un futuro donde la magia, aunque a veces escondida, nunca dejaría de existir.
Y tú... ¿Crees en la magia? 😉
Y tú... ¿Crees en la magia? 😉
¡Ho, ho, hooooo!
Sin Fin
