Las tres moscas
Un samurai cenaba solo en una mesa de un albergue aislado. Tres moscas revoloteaban continuamente alrededor de él, pero su calma era sorprendente. Tres Ronin entraron en el albergue. Inmediatamente contemplaron con ansias el magnífico par de sables que llevaba el hombre solitario. Seguros de sí mismos, tres contra uno, se sentaron en la mesa de al lado y comenzaron a provocar al samurai.

Este permaneció imperturbable, como si ni siquiera hubiese sentido la presencia de los ronin. Lejos de desalentarse, éstos de burlaron de él cada vez más. De pronto, con tres gestos rápidos, el samurai atrapó las tres moscas que aleteaban a su alrededor con los palillos que tenía en la mano. Después, tranquilamente, dejó los palillos, totalmente indiferente a la conmoción que había causado en los tres ronin.

En efecto, no solamente se callaron de golpe, sino que presos del pánico huyeron a toda prisa. Habían comprendido a tiempo que no podían atacar a un hombre de tan temible maestría.

Más tarde supieron con escalofríos que ese hombre que tan hábilmente les había desalentado era, nada más y nada menos que el famoso Maestro... Miyamoto Musashi.
La escuela del combate sin arma
El célebre Maestro Tsukahara Bokuden atravesaba el lago Biwa sobre una balsa con otros viajeros. Entre ellos se encontraba un samurai extremadamente pretencioso que no paraba de vanagloriarse de sus proezas y su dominio del sable. Según él, era el campeón del Japón en todas las categorías. Y los demás viajeros que escuchaban con una admiración mezclada con miedo parecían creérselo todo. Pero Bokuden se mantenía alejado tranquilamente y no parecía tragarse todas esas bagatelas. El samurai se dio cuenta y, vejado, se acercó a Bokuden para decirle:

- Tú también llevas un par de sables. Si eres samurai, ¿por qué no dices algo?

Bokuden respondió tranquilamente:

- No me siento aludido por tus historias. Mi arte es diferente al tuyo: no consiste en vencer a los demás sino en no ser vencido.

El samurai se rascó la cabeza y preguntó:

- ¿A que escuela perteneces?
- A la escuela del combate sin arma.
- ¿Por qué llevas dos sables en ese caso?
- Eso me obliga a ser Maestro de mí mismo para no responder a las provocaciones. Es un desafío sagrado.

El samurai, exasperado, continuó:

- ¿Y piensas verdaderamente que puedes combatir conmigo sin sable?
- ¿Por qué no? ¡Incluso es posible que te gane!

Fuera de sí, el samurai gritó al barquero que remara hacia la orilla más cercana, pero Bokuden sugirió que sería mejor ir hasta una isla, lejos de los hombres, para no provocar una multitud y estar así más tranquilos. El samurai aceptó. Cuando la balsa alcanzó una isla deshabitada, el samurai saltó rápidamente a tierra y desenvainó su sable, dispuesto al combate. Bokuden se despojó cuidadosamente de sus dos sables, se los entregó al barquero y se dispuso a saltar a tierra, cuando, de pronto, cogió la pértiga del barquero y empujó la barca agua adentro, alejándose, impulsado por la corriente. El samurai se quedó en la isla gesticulando de furia. Bokuden se volvió hacia él y le gritó:

- ¡Te das cuenta, esto es vencer sin arma!
Las puertas del paraíso
Un samurai se presentó delante del Maestro Zen Hakuin y le preguntó:

- ¿Existen realmente el infierno y el paraíso?
- ¿Quién eres tú? -preguntó el Maestro.
- Soy el samurai...
- ¡Tú, un guerrero! -exclamó Hakuin- Pero mírate bien ¿qué señor va a querer tenerte a su servicio. ¡Pareces un mendigo!

La cólera se apoderó del samurai. Aferró su sable y lo desenvainó. Hakuin continuó:

- ¡Ah, incluso tienes un sable! Pero seguramente eres demasiado torpe para cortarme la cabeza.

Fuera de sí, el samurai levantó su sable dispuesto a golpear al Maestro. En ese momento éste le dijo:

- Aquí se abren las puertas del infierno.

Sorprendido por la seguridad tranquila del monje, el samurai envainó el sable y se inclinó respetuosamente.

- ¡Aquí se abren las puertas del paraíso!
El maestro de té y el ronín
El señor de Tosa se dirigió a Yedo, la capital, para una visita oficial al shogun. Había llevado con él a su Maestro de cha no yu, del que se sentía muy orgulloso. El cha no yu, la ceremonia del té, es un arte japonés fuertemente influenciado por el Zen. Cada gesto debe ser realizado con una gran concentración. Se trata de saborear, gracias a un delicado ritual, el misterio del "aquí y ahora". El Maestro de té tuvo que vestirse como un samurai para poder entrar en el palacio, y por lo tanto debió llevar su signo distintivo, es decir, dos sables. Varios días después de su llegada a Yedo, el especialista de cha no yu no había salido aún del palacio. Varias veces por día ejercía su arte en las habitaciones de su señor, ante la gran alegría de sus invitados. Incluso llegó a oficiar en presencia del shogun. Un día, el señor le dio permiso para dar una vuelta por la ciudad. El Maestro de té, siempre vestido de samurai, aprovechó esta oportunidad y se aventuró por las calles bulliciosas de Yedo. Cuando se disponía a cruzar un puente, fue empujado repentinamente por un ronin, uno de esos guerreros errantes que son o bien valerosos caballeros, o bien truhanes de marca mayor. Este tenía el aspecto de ser de la peor especie. Dijo fríamente:

- Así que eres un samurai de Tosa. No me gusta ser empujado de esa manera: me gustaría que arregláramos esta pequeña diferencia con el sable en la mano.

El Maestro de té, desamparado, terminó por confesar la verdad:

- No soy un verdadero samurai, a pesar de las apariencias. sólo soy un humilde especialista de cha no yu que no conoce absolutamente nada del manejo del sable.

El ronin no quiso creer su historia. Sobre todo porque su verdadera intención era sacar un poco de dinero de esta víctima cuya naturaleza poco valiente había presentido. Fue inflexible. Levantó el tono para impresionar a su interlocutor. Enseguida se formó una multitud alrededor de estos dos hombres. Aprovechando la ocasión, el ronin le amenazó con declarar públicamente que un samurai de Tosa era un cobarde, que tenía miedo de luchar. Viendo que era imposible hacer entrar en razón al ronin y temiendo que su conducta pudiera alcanzar el honor de su señor, el Maestro de té se resignó a morir. Aceptó el combate. Pero como no quería dejarse matar pasivamente, para que no dijeran que los samurais de Tosa no sabían luchar, tuvo una idea: unos minutos antes había pasado por delante de una escuela de sable. Pensó entonces que en ella podría aprender como coger un sable y afrontar honorablemente una muerte inevitable. Explicó pues al ronin:

- Tengo que cumplir una misión que mi señor me ha encargado. Esto me puede llevar un par de horas. ¿Tendría usted la paciencia de esperarme aquí?

El ronin aceptó el plazo, respetando caballerosamente las reglas del bushidô o tal vez porque imaginaba que su víctima necesitaba ese tiempo para reunir una suma de dinero disuasiva. Nuestro especialista de cha no yu fue corriendo a la escuela que había visto antes y pidió una entrevista urgente con el Maestro de sable. El portero no estaba muy dispuesto a dejar entrar a este extraño visitante que no parecía estar en un estado normal, y, sobre todo, que no tenía ninguna carta de recomendación. Pero, impresionado por la expresión atormentada del hombre, decidió finalmente introducirlo y presentarle al Maestro. Este escuchó con mucho interés a su visitante que le contó su desgracia y su deseo de morir como un samurai.

- Este es un caso único -declaró el Maestro de sable.
- No es el momento de bromear -replicó el visitante.
- Oh, de ninguna manera, se lo aseguro. Es usted una excepción realmente. Por lo normal, los alumnos que vienen a verme quieren aprender el manejo del sable y a vencer. Usted quiere que yo le enseñe el arte de morir. De acuerdo, pero puesto que usted es Maestro en un arte incomparable, ¿podría usted servirme una taza de té?.

El visitante no se hizo rogar ya que ciertamente era para él la última ocasión de practicar su arte. Olvidando su trágico destino, preparó cuidadosamente su té, después lo sirvió con una calma sorprendente. Ejecutó cada gesto como si ninguna otra cosa fuera importante en ese instante. El Maestro de sable le observó atentamente durante toda la ceremonia y se sintió profundamente impresionado por el grado de concentración de su visitante.

- ¡Excelente -exclamó-, excelente! El nivel de maestría que usted ha alcanzado practicando su arte es suficiente para conducirle dignamente delante de no importa qué samurai. Usted tiene todo lo que hace falta para morir con honor, no se preocupe. Escuche solamente algunos consejos: cuando vea al ronin, piense ante todo que va a servir el té a un amigo. Después de haberle saludado cortésmente, déle las gracias por el plazo acordado. Doble delicadamente su capa y póngala en el suelo con el abanico encima, exactamente como hace para la ceremonia del té. Átese el pañuelo de coraje alrededor de su cabeza, recójase las mangas y anuncie a su adversario que está preparado para el combate. Desenvaine su sable y levántelo por encima de su cabeza. Cierre los ojos. Concéntrese al máximo de sus posibilidades para bajar su arma vigorosamente justo en el momento en el que oiga al ronin lanzar su grito de ataque. Apuesto que este combate será una masacre mutua.

El visitante dio las gracias al Maestro del sable por sus preciosos consejos y volvió al puente donde le esperaba el ronin. Siguiendo las instrucciones que había recibido, el especialista de cha no yu se preparó para el combate como si estuviera ofreciendo una taza de té a un invitado. Cuando levantó el sable y cerró los ojos, la cara de su adversario cambió de expresión. El ronin no creía en sus ojos. ¿Era el mismo hombre el que se encontraba frente a él? El Maestro de té, en un estado de extrema concentración, esperaba el grito que sería la señal de su último momento, de su última acción. Pero pasaron varios minutos que le parecieron horas y el grito no se dejaba oír. No pudiendo resistir más, nuestro improvisado samurai terminó por abrir los ojos... ¡Nadie! ¡no había nadie frente a él!

El ronin al no saber como atacar a este temible adversario que no mostraba ningún fallo en su concentración, ni ningún temor en su actitud, retrocedió paso a paso hasta desaparecer a toda prisa, bien contento de haber podido salvar su pellejo.
En las manos del destino

Un gran general, llamado Nobunaga, había tomado la decisión de atacar al enemigo, a pesar de que sus tropas fueran ampliamente inferiores en numero. Él estaba seguro que vencerían, pero sus hombres no lo creían mucho. En el camino, Nobunaga se detuvo delante de un santuario Shinto. Declaro a sus guerreros:
— Voy a recogerme y a pedir la ayuda de los kamis. Después lanzaré una moneda. Si sale cara venceremos, si sale cruz perderemos. Estamos en las manos del destino.
Después de haberse recogido unos instantes, Nobunaga salió del templo y arrojó una moneda. Salió cara. La moral de las tropas se inflamó de golpe. Los guerreros, firmemente convencidos de salir victoriosos combatieron con una intrepidez tan extraordinaria que ganaron la batalla rápidamente. Después de la victoria, el ayuda de campo del general le dijo:
— Nadie puede cambiar el destino. Esta victoria inesperada es una nueva prueba.
— ¿Quién sabe? -respondió el general, al mismo tiempo que le enseñaba una moneda trucada, que tenía cara en ambos lados.
El corte perfecto


Los discípulos de Kenkichi Sakakibara, que enseñaba el arte del sable, comenzaban a preguntarse seriamente si su Maestro no se había vuelto loco. Desde hacía un mes se entregaba regularmente a la siguiente ocupación: intentaba romper un casco de acero de un sablazo. En vano, ya que a cada tentativa, la hoja rebotaba, se torcía o se rompía sobre el casco cuyo acero permanecía intacto.

¿No sabía Sakakibara que nadie era capaz de tal proeza? En efecto, el casco del samurai estaba hecho con un acero de una calidad superior y de tal manera que ningún arma pudiera atravesarlo. Incluso las balas de mosquetón rebotaban en él haciendo saltar chispas...

Pero es verdad que las epopeyas de los guerreros cuentan que algunos héroes de antaño habían sido capaces de hendir su sable en el casco. En honor de estos héroes, cada año tenía lugar delante del emperador una ceremonia de kabuto wari (corte de casco). Los discípulos de Sakakibara ignoraban que su Maestro había sido invitado a participar en ella. En la víspera del campeonato, Sakakibara no había conseguido aún cortar el casco. Su desesperación era ilimitada ya que consideraba que si fracasaba en esta prueba se le reprocharía haber traicionado la confianza del emperador. Con la muerte en el alma se dirigió al palacio imperial para la ceremonia de kabuto wari. Los mejores expertos habían sido invitados. Cada uno a su turno intentaron su suerte, pero el casco permaneció intacto, sin la menor señal de haber sido cortado. Por el contrario, las hojas rotas fueron numerosas. Sólo quedaba Sakakibara.

Cuando llegó su turno, se arrodilló frente al emperador esforzándose en ocultar su derrota y saludó respetuosamente. A continuación se acercó al casco y, con el sable en la mano, se quedó inmóvil. A partir de ese momento, todo reposaba en él, el último, el único que podía ofrecer al emperador algo más que un fracaso. Sabiendo que sus fuerzas habituales eran insuficientes, intentó concentrarse al máximo de sus posibilidades. No había nada que hacer. Se sentía completamente deshecho, vacío. En ese momento algo cedió, algo se abrió en él. Una energía misteriosa, un ki irresistible se extendió por todo su ser.

Todo sucedió a continuación como por arte de magia. Su sable se levantó lentamente por encima de su cabeza para descender con la velocidad del rayo. En ese mismo momento, un kiai surgió de las profundidades de su ser, un grito que resonó como un trueno. El casco no se había movido, pero el sable estaba intacto. Cuando el juez examinó el casco, constató que había sido hendido unos doce centímetros. ¿Por qué Sakakibara triunfó allí donde tantos habían fracasado? Tal vez, dicen algunos, porque había tomado la determinación de realizar el seppuku (suicidio ritual por el hara kiri) si fracasaba.
El ojo del guerrero
Gran amante del Teatro No, Tajima no kami, profesor de sable del shogun, asistía a un espectáculo en el que estaba reunida la Corte. El actor más famoso de la época actuaba ese día. Tajima observaba atentamente su actuación que manifestaba un gran dominio de sí. Su concentración parecía sin fallo, sus gestos no dejaban ninguna abertura, exactamente igual que un guerrero experimentado. Desde el comienzo de la representación Tajima no le quitó el ojo de encima ni un solo instante. De pronto, el Maestro Tajima lanzó un kiai en dirección al actor, un grito discreto, pero que no pasó desapercibido... Un murmullo recorrió la asistencia. Todo el mundo se intercambiaba las miradas. El shogun mismo se volvió para conocer la procedencia de ese grito. Cuando el espectáculo hubo acabado, el shogun convocó a Tajima y le preguntó la razón de su extraña conducta. El Maestro se contentó con declarar:

- Pregunte al actor, él lo sabe.

El actor confesó efectivamente:

- El kiai surgió en el mismo momento en el que tuve un segundo de distracción producido por un cambio en el decorado.
El poderoso Po Kung-i

El rey Hsuan, de Chou, oyó hablar de Po Kung-i, quien era considerado el hombre más fuerte de su reino. El rey se decepcionó al conocerlo, pues Po se veía débil. Cuando el rey le preguntó que tan fuerte era, Po dijo humildemente:

- Puedo romperle la pata a un saltamontes de primavera y resisto el viento que produce una cigarra en el otoño.

Estupefacto, el rey exclamó:

- Yo puedo desgarrar cuernos de rinocerontes y arrastrar a nueve búfalos por la cola y, no obstante, me avergüenzo de mi debilidad. ¿Cómo puedes entonces ser tan famoso?".

Po sonrió y respondió tranquilamente:

- Mi maestro fue Tzu Schang-Chiui, cuya fuerza no tenía igual en el mundo, pero ni sus parientes lo sabían porque el nunca la usó.
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