El Sapete que se enamoró del Sol
Marta Brunet, chilena
Resulta que una vez había una familia de Sapos muy feítos, muy negrucios y muy saltones, que vivían en el fondo de un pozo hondo y obscuro. Y resulta que en esta familia había un Sapo muy joven que se llamaba Sapete, y que se pasaba la vida mirando para arriba, para la boca del pozo, allí donde el cielo ponía una moneda de plata azul o de oro rubio, o por donde echaba la lluvia sus largos hilos de agua o por donde se mostraban los clavos refulgentes con que la noche sujeta su toldo. Y Sapete, cuando bajaba el balde en busca de agua, tenía unas grandes tentaciones de echarse en él de cabeza, para que lo subieran a conocer todo eso que había arriba y que, según decían, era el mundo.

Pero una vez que expresó este deseo delante de su familia, le dijeron que no pensara más en tal cosa, porque allí estaban los Señores-Hombres, que matan de un escobazo o de un pisotón a los sapitos negrucios, y estaban también las aves que hallaban muy sabroso comerlos.

En verdad -según la familia sabihonda-, en la tierra sólo calamidades esperaban a los sapos.

Pero a Sapete estas pavorosas perspectivas no le hicieron gran mella. Y un buen día, cuando el balde se llenaba de agua, dio un saltito y se dejó caer en él. Empezó el balde a subir y un gran pozo fue inundando a Sapete y luego una claridad lo deslumbró, y cuando llegó arriba y unas manos tomaron el balde para volcar su contenido en un jarro, oyó gritos de asco, y apenas, dando un brinco prodigioso, pudo librarse del zapato que amenazaba reventarlo.

Pero logró ocultarse entre unas matas.

-¡El SOl!

Fue tal su sorpresa cuando vio al SOl, que un largo rato lo estuvo mirando con ojos redondos de asombro. No sabía que era esa especie de gran redondel brillante que iba cayendo allá a lo lejos, en una especie e charca de agua blanca con ribetes rojos. Tampoco sabía qué era la yerba, ni las flores, ni los arbustos, ni los árboles, ni el cielo. El conocía sólo el pozo negro con su agua obscura y el balde que bajaba y subía. Y el pobre Sapete creyó que el Sol era también un balde que iba a buscar agua en aquella extraña charca blanca ribeteada de rojo.

Y en el corazón de Sapete nació el deseo violento de llegar hasta aquel balde y echarse dentro para llegar al país que está más allá de las colinas. Y se puso a andar, saltando, saltando, como andan los sapitos, hasta que se hizo noche obscura y el cansancio y el miedo lo hicieron buscar un refugio para dormir.

A la mañana siguiente el balde apareció en lo alto, por el lado contrario al que desapareciera. Subía el Sol y Sapete lo miraba fascinado subir y subir. Hasta que empezó a bajar. Y entonces Sapete empezó también a andar, saltando, como andan los sapitos, deseoso de llegar al país de las colinas, junto a la charca blanca ribeteada de rojo, y allí esperar el balde prodigioso y dejarse caer en él de un salto. Pero la noche se vino encima y no alcanzó su objeto.

Desde entonces la vida de Sapete no fue sino una constante marcha en pos de ese balde lejano, sin desanimarse, sin una duda, firme en su esperanza, mirando siempre a lo alto.

Pero resulta que una mañana en que iba a descubierto por un prado de tierno trébol, lo vió desde arriba un águila que se descolgó como una flecha sobre él, aprisionándolo para llevarlo a su cría como desayuno.

Sapete no supo que iba a morir. Sólo pensó que lo elevaban y que iba a alcanzar el gran balde, el Sol, el Sol que recién amanecido era una bola roja. Tuvo un momento de perfecta dicha y luego murió, sin dolor, entre las fuertes garras que lo aprisionaban.

Y aquí acabó la triste y bella historia de Sapete, el enamorado del Sol. Esta historia que, como todas las que siguen, me la contó Mamá Tolita hace muchos años, pero muchos años cuando yo era una niña tan niña como lo eres tú ahora, Mari-Sol.
Guiñol
Ana María Matute, española (fragmento)
Yungo sintió un gran deseo de oír la música de su guitarra y empezó a pulsar la cuerdas.
Entonces, el telón empezó a descorrerse despacito, y aparecieron un par de muñecos con ojos de vidrio azul. Yungo sintió una gran alegría al verles, y continuó tocando su canción. Los muñecos empezaron a bailar. Decían:

-¿Oyes, Cristobalita, qué música?
-¡Cómo me gustaría oír siempre esta música, Currito!

Hacían gestos de gran alegría, y se inclinaban sobre Yungo, con la manita sobre la oreja, para escuchar mejor. Yungo estaba muy admirado, y al ver la atención con que los muñecos escuchaban tocaba con mayor gusto.

-¿Quién te enseñó estas palabras tan hermosas, niño? -le preguntaron los muñecos.

Entonces Yungo dejó de tocar, y los dos muñecos cayeron lacios sobre la boca del escenario. Sus bracitos pendían hacia el suelo, llenos de desolación, y Yungo se entristeció.
Por una esquina del escenario asomó la cabeza del hombre del guiñol. Era un hombre viejo, con gafas azules, y le llamó:

-¿Quién eres tú, muchacho? Hace mucho tiempo que nadie viene a contemplar mis muñecos. ¿Sabes? Las gentes prefieren el tiro al blanco, los tiovivos y los papeles del porvenir. Dicen que mis muñecos son demasiado tristes. Y es que yo también tengo el corazón lleno de pena, y no puedo hacerles decir cosas alegres.

Yungo estaba muy admirado y, como no podía hablar, volvió a tocar la guitarra...
La Costa
Equipo Arrayán - Chile, 1992
El otro día fuimos a la costa. Mi mamá quería mirar el mar, mi papá sentir el viento y mi hermana jugar en la arena. Yo quería navegar en bote. Como ya es otoño hace un poco de frío por lo cual la mamá dijo que podría hacerlo. Llegamos a la playa, tenía razón la mamá, hacía mucho frío y estaba nublado.

Me había dicho que vería a los pescadores, pero cuando llegamos no se veía ningún bote. Sólo, afirmado en una casa, había una especie de espantapájaros al revés. El papá dijo que era un traje de buzo secándose. Pero a esa hora no había sol.

Una señora salió de la casa del buzo, traía un canasta tapado con un mantel blanco. Por el olor supe lo que vendía. Eran tortillas al rescoldo. Compramos el pan. Era muy bueno, con cáscara dura y la masa como apretada. Eso me quitó un poco el frío. A esa hora ya aparecieron unos pocos rayos del sol y pude ver mejor el mar. Es inmenso y parece que no termina nunca. En un libro leí que cubría casi todo el planeta.

La más sorprendida con el mar era mi hermana. Le preguntó a la mamá.

-¿Cómo se mueve? -luego dijo- Parece que tiene leche.

¡Lo que son los niños chicos! Era la espuma. Como a las once, cuando ya me había sacado el gorro, y me había mojado las botas, vi los botes regresando.

Los botes de los pescadores eran grandes, de madera, pintados de amarillo, de verde, de rojo, de todos los colores. Me dio susto que se hundieran porque había marejada y venían muy cargados. Poco antes de tocar la playa apagaron los motores empezando a remar. Se venían con el impulso de las olas, los esperaban jóvenes y niños que los arrastraban en la arena. Ahí llegó mucha gente a buscar los pescados grandes, plateados y brillantes.

Almorzamos pescado ahumado en una especie de restaurante, al lado de la playa. Mi hermana dio vuelta la bebida dentro del balde donde tenía las conchitas y piedras que había recogido. En la tarde jugué a ser navegante y vi como cosían las redes. Eran inmensas y tenían a los bordes unas pelotas muy brillantes de colores. Las llaman flotadores.

Al anochecer llovió. En el viaje de vuelta a casa, primero se quedó dormida mi hermana, luego yo. Parece que soñé que era marino y viajaba por todo el planeta Tierra.
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