La Piedra del Camino

Versión de Ethan J. Connery

Cuenta una leyenda —de tiempos antiguos— sobre un Rey que paseaba solitario por el frondoso bosque que rodeaba su ciudadela. Caminando entre grandes robles y hayas, se encontró de pronto junto a un angosto sendero frecuentado por comerciantes que iban rumbo al norte. Como el Rey no quería revelarse, se escondió detrás de un árbol, esperando que los viajeros se alejaran. Cuando el sendero se hubo despejado, se decidió a obstaculizarlo con el objeto de estudiar la reacción de sus súbditos. Escogió entonces una piedra de tamaño mediano —de esas que se levantan sin demasiada dificultad— y la asentó en medio del camino. Luego escaló un árbol cercano y se ocultó en su follaje, cual vil ladrón a la espera de su víctima.

Poco rato pasó antes de que —desde el sur— llegara otro caminante cuya primera reacción fue pasar por sobre la piedra, siguiendo luego su camino. Más tarde le siguió otro que decidió eludirla dando un paso al costado. Y así buena parte de la tarde siguió, el Rey, presenciando como aquellos andantes, de uno a uno y de tanto en tanto, pasaban por encima de la piedra o la rodeaban. Curiosamente ninguno la quitaba del paso. Los más audaces —ajenos a la presencia del noble— culpaban a grandes voces al propio Rey por no mantener sus senderos despejados... y bueno: en algo tenían razón. Como pasaran las horas y nadie quitara la piedra, el Rey se sentó resignado junto al árbol; discurriendo tristemente acerca de la poca voluntad que veía en sus vasallos. Se levantaba, pues, dispuesto a quitar la piedra él mismo, cuando oyó que alguien más se acercaba. Decidió esconderse por última vez.

Desde el otro extremo del sendero apareció un anciano, humilde y exhausto, parecía salido del bosque. El viejo tomó el sendero en dirección sur, llevando sobre sus hombros un gran fardo de leña. Al ver la piedra, se detuvo al paso. Puso su carga en el piso con dificultad e intentó correrla a un lado. Como los años le restaran fuerzas, debió esforzarse mucho hasta que finalmente lo consiguió.

Se disponía el viejo a recoger su fardo, cuando al voltear notó que justo en el espacio dejado por la piedra había ahora una bolsa de cuero amarrada con una cinta. Bajo ésta: una carta con el sello del Rey, dirigida "A quien la encontrase". Intrigado, abrió el sello y leyó la carta:

“El premio de 100 reales sea para aquel sabio de buen corazón
que aparte el obstáculo del camino."

El Rey.

Sorprendido en su humildad e inocencia, el viejo abrió la bolsa y comprobó que estaba repleta de monedas de oro. Inmediatamente miró a su alrededor, buscando a aquel delegado del Rey que hubiera dejado la nota con la bolsa, pero no lo encontró. El anciano guardó, muy contento, su bolsita de monedas, dejando la nota del Rey sobre la piedra que ahora yacía a un lado del sendero. El alma del Rey sonrió al saber que al menos uno de sus súbditos había tenido la buena voluntad de hacer la diferencia, y aunque deseaba alabarle en público, decidió retirarse aquella tarde, respetando la decisión del viejo de abandonar la carta al paso para que corriera la voz.

A la mañana siguiente, el primer comerciante que regresó por el sendero halló la nota con el sello. Recordó la piedra en el camino y se lamentó de no haber tenido la voluntad de moverla. Como iba en caravana, la noticia de que alguien había ganado la recompensa del Rey se hizo conocida en poco tiempo, y aunque nunca nadie supo quién se llevó los 100 reales, todos aprendieron la sana lección. Desde entonces la comarca de Stonehenge fue la más voluntariosa del sur.

Moraleja: “Todo esfuerzo tiene su recompensa."

Fin