Pablito, el Pingüino Friolero
En el sur del mundo, muy muy al sur... cerca del Polo Sur, hace no demasiado tiempo, vivía un pingüinito de nombre Pablito. Pablito vivía en un pequeño pueblo de pingüinos, y su "iglú" (o casa de nieve) se encontraba al final de la calle principal. Su casita era la única de todo el poblado que tenía su chimenea propia, y eso porque a diferencia de los demás pingüinos de la aldea, Pablito era friolento (o sea que siempre andaba con frío). Ya sea en invierno o verano, la Antártica está llena de nieve, y a Pablito ver ese paisaje tan polar, le provocaba más frío aun.

Era tanto el frío que sentía el Pablito, que usualmente se le veía usando una bufanda verde, así como mitones (que son como guantes con un sólo dedito) y un gorro rojo. Siempre que sus amigos pingüinos se encontraban jugando en sus actividades invernales —como patinando en esquí o en snowboard, explorando grutas de hielo o haciendo muñecos de nieve— Pablito se encontraba encerrado en su iglú... poniendo leña a su estufita, a la que él puso por nombre, "Pepita".

Así, Pepita (la estufa) era su mejor amiga. Y aunque muchos pingüinitos iban a su casa a buscarle para salir a jugar, Pablito siempre se negaba diciéndoles que afuera estaba muy helado y que prefería estar calentito en su casa, descansando. A pesar de todo, sus amigos lo querían y se interesaban por él.

Un día, Pablito estaba tomando un baño de agua caliente, cuando se puso a soñar despierto con la idea de visitar alguna cálida y soleada isla tropical. Tenía algunas postales que le había enviado una amiga tortuga desde las islas Galápagos, y se había enamorado de sus paisajes... de las playas, de la arena templada, de las verdes y exuberantes palmeras. Su mayor sueño era irse a vivir a esas islas para no sentir frío nunca más.
— ¡Ya no aguanto más! Este lugar es muy helado para mí... ¡Me iré a una isla tropical!
Pablito saltó de la tina de baño, con su gorro y bufanda aun puestos, se puso sus mitones, y unas raquetas de nieve (para no hundirse en la nevada), y salió de su casa decidido a buscar nuevos horizontes. Sus amigos le hicieron una despedida y luego partió.
— ¡Adiós Pablito!
— ¡Que tengas suerte!
— ¡Envíanos una postal cuando llegues a tu isla!
Le despedían sus amigos.
— Así lo haré, amigos —respondía Pablito— ¡Pronto tendrán noticias mías... desde las Galápagos!
Armado de valor, Pablito empezó a caminar por la nieve en dirección del Sol. Pero se había alejado demasiado tiempo de Pepita, y el frío lo atrapó; se quedó tieso mientras subía una colina nevada. Trató de moverse pero no pudo, y de tanto esforzarse cayó hacia atrás y empezó a rodar colina abajo. Rodó y rodó, formando una enorme pelota de nieve a medida que caía... hasta que la pelota terminó chocando con sus amigos, que estaban abajo.
- ¡¡CATAPLÁS!!
Fue un choque espectacular º-º ...pingüinitos saltaban por los aires en todas direcciones y algunos llegaron a volar, lo cual ya es raro para un pingüino, acostumbrados por naturaleza sólo a nadar o a caminar de forma graciosa en la nieve.

Rápidamente, los amigos que quedaron ilesos lo sacaron de la bola de nieve y lo llevaron, colgando de sus raquetas, junto a su querida estufa, Pepita. Ahí se quedó Pablito, un buen rato, hasta que se descongeló.
— Brrrrr... ¡Que helado es ahí afuera! —exclamó Pablito.
— ¡Que esto te sirva de lección, Pablito! —le dijeron amablemente sus amigos— ¡Somos pingüinos y la nieve es donde vivimos!
Pero Pablito ya estaba decidido, así que una vez que se hubo secado y repuesto lo suficiente, calentó un poco de agua en la tetera y llenó tres guateros (bolsas de agua caliente). Se amarró un guatero a cada píe (a modo de zapato), y uno más en su barriga. Luego se puso su bufanda, su gorro y sus mitones, y partió de nuevo a la aventura...

En esta ocasión, sólo dos amigos lo despidieron, pues Pablito ya se había ganado el apodo de "la peligrosa bola de nieve".

Así fue como, caminando y caminando, Pablito avanzó varios kilómetros sobre un tempano de nieve, pero en un momento se detuvo para consultar un mapa que había llevado consigo, con tan mala suerte que mientras estaba distraído en el mapa, el hielo que había debajo de los guateros comenzó a derretirse. Hasta que...
— ¡¡SPLASH!!
Pablito cayó al agua helada.

¡Que suerte tuvo Pablito de tener amigos buenos! Ya que los mismos de quiénes se había despedido rato atrás, le habían seguido —por sí acaso— y se apresuraron a rescatarlo de las frías aguas del mar antártico. Cuando lograron sacarlo, Pablito ya se hallaba congelado en un enorme cubo de hielo.

Así, sus amigos lo llevaron nuevamente a su casa. Pusieron el cubo de hielo sobre "Pepita" y esperaron, pacientemente, a que se derritiera para sacar a su amigo. Finalmente sacaron a Pablito, quién les agradeció por el rescate.
— ¡Esta lección si que no la olvidará! —decía un amigo.
— Al menos ya no te llamarán "la peligrosa bola de nieve" —decía el otro— Ahora te llamarán "el helado cubo de hielo".
El pobre Pablito se sonrojaba de sus fracasos y las burlas de sus amigos.

Y así pasaron los días, y Pablito seguía encerrado en su casa. Ya casi ni siquiera salía a comprar pescado, porque tenía la idea fija de dejar la Antártica para irse a vivir a su amada isla tropical. Como casi no se le veía, sus amigos llegaron a creer que había desistido de su empresa aventurera, y eso les tranquilizaba.

Pero una mañana vieron a Pablito salir de su casa. Llevaba una enorme manta que colgó a lo largo de un palo largo, y que luego amarró por la mitad a lo alto de un mástil, como si fuera la vela de un  barco, o uno de esos navíos de la época de los descubrimientos. Luego vieron que volvió a entrar a su casa, y al salir de ésta, llevaba un serrucho º-º
— ¿Qué locuras está haciendo Pablo, ahora? —preguntaban sus amigos.
— ¡Ojalá no sea otro plan peligroso para abandonar la Antártica! —decían otros.
Usando el serrucho y sin inmutarse, Pablito comenzó a cortar el hielo alrededor de su iglú, dándole al suelo la forma de una flecha.
— ¡Pero si está haciendo un barco de hielo! —se dió cuenta un amigo.
— ¡Ja ja ja, eso no va a funcionar! —rieron unos.
— ¡Ridículo! —le gritaron otros.
— ¡Mejor cómprate una bicicleta de escarcha! —se mofó otro.
— ¡Ja ja ja ja!
Y todos reían, sin cesar, de su idea estrafalaria.

Pero de pronto, y ante la sorpresa de los pingüinos de la aldea, el hielo que sustentaba la casa de Pablito comenzó a moverse, impulsado por el viento que empujaba la vela, hasta que...
— ¡Oh, increíble!
— ¡El barco se ha ido!
— ¡Pablito se va! ¡Pablito se va de la Antártica!
— ¡Se va a las islas tropicales!
Todo el mundo gritaba entusiasmado ante la grandeza de su hazaña. El barco-casa de Pablito se iba alejando en la distancia.
— ¡Adios, amigos! —gritaba Pablito— ¡Les enviaré una postal cuando llegue!
— ¡Pablito... Pablito... te echaremos de menos! —gritaban sus amigos— ¡Que tengas buen viaje, amigo!
Y así Pablito inició su última aventura hacia lo desconocido. Su casita flotante navegó y navegó por los mares antárticos y por los mares australes, en dirección norte. Durante el día se quedaba afuera mirando el horizonte, y en las noches, luego de consultar su mapa y guiado por las constelaciones, entraba a su casita y se acomodaba en su cama, junto a "Pepita", su estufa que le acompañaba en las buenas y malas. A veces, mientras el barco navegaba por las noches, Pablito se ponía a leer algún cuento de Ethan J. Connery para hacer su viaje mas placentero º-º

Una tarde que viajaba, no se veía nada, porque la niebla se hizo tan espesa, pero tan espesa, que Pablito tuvo que usar un cuchillo para cortarla como si de mantequilla se tratara. Luego, otra tarde que no había nada de viento para impulsar el barco, el mismo Pablito se encargaba de soplar la vela, con la esperanza que avanzara.

También ocurrió, en otra ocasión, que llegó una tormentita espantosita... o sea: era un tormenta espantosa pero chiquitita. Tan chiquitita que no alcanzaba ni para "tormenta" ni para "espantosa". Pablito fue a buscar su paraguas y cuando la tormenta lo vió se asustó tanto de su paraguas que se escapó.

Finalmente, una buena mañana, el pingüino Pablito llegó en su navío al Cabo de Hornos. ¡Por fín llegaba a Sudamérica! Pablito estaba fascinado.
— ¡Arboles verdes, flores y mamíferos! Ya estoy más cerca de mi amada isla tropical... -¡¡Viva!! —gritaba entusiasmado.
El barco continuó navegando, día y noche, hasta que un día se topó con una línea blanca que atravesaba el Océano Pacífico de lado a lado. Era la línea del Ecuador. El dios Neptuno, amo de los mares, le salió al encuentro.
— Hola muchacho... ¿A dónde vas en esa extraña embarcación? —dijo Neptuno.
— A las islas Galápagos, caballero, quiero vivir en un lugar cálido y soleado —repondió amablemente el pingüino.
— ¡Oh, ya estás muy cerca de ahí —repondió Neptuno— De hecho, pasaste la isla de largo. Permíteme levantar la línea del Ecuador para que tu barco de la vuelta y atraque en las Galápagos. Sólo debes girar y dirigirte a la derecha.
Neptuno usó su enorme tridente para levantar la línea, y el navío de hielo de Pablito pudo girar para alcanzar la isla.
— ¡Gracias amigo! —dijo Pablito.
Neptuno se despidió y se hundió nuevamente en el mar. En tanto, el pingüino torció rumbo a la isla, pero el Sol calentaba tan bien que Pablito se quedó profundamente dormido.
— Z-z-z-z... —se oía roncar a Pablito.
Sucedió, entonces, que mientras dormía, el Sol empezó a derretir el barco de hielo, y a los pocos minutos se oyó un sonido siseante:
— ¡FSSSSHHHH!
Era su estufa, Pepita, que se hundía en el agua. Pablito despertó de un salto.
— ¡Pepita! —gritó el pingüino— ¡¡Oh, no, mi barco se derrite!!
El barquito rápidamente se derretía, con igú y todo. Pablito no tuvo más remedio que saltar sobre los trozos de hielo que aun flotaban, pero se deshacían rápidamente... hasta que avistó a su bañera (la que usaba para tomar baños calientes) flotando en las aguas del mar. Pablito, que no era muy buen nadador, no lo pensó dos veces y la alcanzó.
— ¡Mi bañera me salvará!
Pero una vez se hubo metido a la bañera, se dio cuenta que le faltaba el tapón y estaba entrando agua, por lo que también corría el riesgo de hundirse. Trató de sacar el agua con un balde que flotaba por ahí, pero el agua entraba más rápido de lo que él la sacaba.

Desesperado, se le ocurrió una idea descabellada: tomó el desaguadero de la ducha, lo giró en dirección al mar, abrió la llave y...
— ¡CHUUUUUMMMM!
La bañera empezó navegar, expulsando la misma agua que entraba, como si de un sistema de propulsión a chorro se tratara. Y así, navegando a todo vapor, Pablito se dirigió hacia donde Neptuno le había indicado. La silueta de una isla apareció en el horizonte.
— ¡Las Galápagos! ¡Por fin mi sueño se cumple!... ¡¡Mi sueño se cumple!!
Pablito llegó a la isla tropical. Apenas podía creerlo... tanto viaje, tanta aventura y por fin estaba ahí. Ya no necesitaba su bufanda, su gorro y sus mitones. Los guardó en una cajita junto con varios recuerdos que había rescatado de su naufragio. Usando hojas de palmera, construyó una hermosa choza con forma de iglú, y luego se hizo una hamaca para relajarse, colgada entre dos profusas y verdes palmeras.

También aprendió a bucear, y fue así como rescató a Pepita del fondo del mar. La llevó a su nueva choza, y como ya no necesitaba estufa en ese lugar, Pepita se hizo refrigerador, así que la mantenía en una esquina fresca de la choza, para almacenar sus refrescos.

Y ahí se quedó Pablito, viviendo feliz, tomando el solcito y comiendo ricos plátanos de los árboles.

Un día, explorando la isla, se encontró con su amiga tortuga (la que le enviaba postales). Se abrazaron felices de encontrarse y Pablito le contó sus aventuras. Tiempo después, en la Antártica, sus amigos pingüinitos recibían una postal.
— ¡Es de Pablito! —gritaron los pingüinos.
— ¡Recórchilis, lo ha logrado! —exclamaban unos.
— ¡Pablito es un explorador y un aventurero! —aclamaban otros, con admiración.
— ¡Woooooooo!
Pablito era feliz en compañía de nuevos amigos. Pero lo que no muchos sabían, era que a veces, cuando lo invadía la nostalgia, echaba de menos a su antigua colonia de pingüinos... a su lejana patria de nieve y hielos milenarios que lo había visto crecer. Después de todo, Pablito era un pingüino.


Fin
El Rescate de Knol
Hace tiempo, en los extensos pastizales de los Países Bajos, vivía un granjero que tenía un viejo caballo de tiro que respondía al nombre de Knol. Aquel era su caballo de arado favorito debido a su buen porte y fuerza, pero con los años se había convertido en un animal ya cansado, pues había trabajado toda su vida en la granja. Lo cierto es que Knol estaba sobre-trabajado; tanto así que un día ya no pudo soportar más la dura labor de tirar de la rastra, y cayó rendido al suelo. El pobre caballito sentía que ya no podía realizar el trabajo sobre la tierra, y llegó a creer que su vida había llegado a su fin.

Al verlo tan desganado, el granjero quiso llevarlo al establo, pero no pudo hacer que se levantara ni logró quitarle el arado o las riendas, ya que Knol estaba sencillamente exhausto. Así, el agricultor lo dejó a un lado y continuó haciendo el arado a mano, ya que no podía permitirse parar aquel día. Al final del día el granjero ya estaba cansado, y Knol seguía en el mismo lugar en que había caído: se había echado a su suerte, y en su pensamiento solo anhelaba "dormir"... o ser libre.

Pronto llegó la noche y como Knol no se levantaba, el granjero llevó una vieja manta para cubrirlo. Y esa noche Knol durmió a la intemperie...

Al día siguiente el dueño de la granja debió retomar su labor, pero el caballito seguía echado. Así pasó otro día sin que Knol se pudiera siquiera levantar para ir a tomar un poco de agua al estanque. El pobrecillo parecía tullido. Preocupado, el granjero le llevó un cubo de agua y un poco de heno que apenas probó. Llegó entonces la noche, nuevamente, y el granjero le dijo a su esposa:
— Cariño, creo que no queda nada más que podamos hacer para que Knol se recupere.
— Es verdad —dijo la mujer— se ve que ya está viejo y que "su tiempo" llegó.
— ¿Sugieres que lo vendamos? —preguntó el agricultor— Nos ha acompañado tantos años en la granja y siempre ha sido trabajador... si lo vendemos en el mercado así como está no nos darán nada. Y no quiero imaginar lo que harían con él.
— Es verdad —dijo la mujer— pero... ¿qué otra alternativa nos queda?
Así, el matrimonio se fue dormir, con la pena de no saber qué futuro le esperaba al pobre Knol.

Pero el perro de la granja —un enorme y sabio pastor alemán— había estado oyendo la conversación. Se levantó cautelosamente en la noche y corrió a donde se encontraba el caballo.
Knol, tienes que huir rápido... ¡el amo quiere venderte!
— ¿Seguro, Max? —le preguntó Knol, que a pesar de todo reconocía en el granjero algún cariño.
— ¡Totalmente! —le respondió el perro— La señora ha instado al amo para que te lleve al mercado, y ya sabes que por tu edad...
El amigable Max se quedó callado. Pero luego repuso:
— ¿Qué deseas hacer, querido Knol?
— Quisiera ser libre, amigo Max. —respondió el caballo.
— Entonces haremos algo al respecto... —propuso Max.
— Ya, pero estoy atascado —repuso el caballo, que seguía amarrado al arado— Apenas si puedo moverme con tantas correas atadas a mi cuerpo.
El caballito intentó ponerse de pie, pero su esfuerzo fue infructuoso. El perro tiró de las riendas intentando soltarlas, pero tampoco pudo. Estaban en eso cuando se les apareció un ratón que había estado escondido (oyendo toda la conversación), y les dijo:
— ¡Amigos, puedo ayudar!
— Cualquier ayuda es buena —relinchó el caballo, y el perro asintió con un "¡guau!".
Mientras el ratón mordía las riendas y correas, el perro ayudaba tirando del armazón con los dientes... y pronto fueron apareciendo más y más animalitos que —curiosos ante el forcejeo— se acercaban a preguntar. Y cuando se enteraban de lo que pasaba, se apresuraban a ayudar. Entonces llegaron los patos a palmear, las gallinas a picotear, los corderos a mordisquear, los cerditos a animar con sus "¡Oink!", y hasta llegó una que otra liebre silvestre a roer... y así entre todos ayudaban al pobre caballo que había dado una vida de trabajo. Continuaron por varias horas, hasta que el trabajo de equipo se vio recompensado, ya que de pronto la armazón cedió por completo y Knol fue liberado.

El feliz caballito se levantó al fin.
— ¡¡Knol esta libre!! —gritaron todos muy felices.
Y así fue que el buen Knol —ya liberado de su destino— encontró, con ayuda de los demás animales, un hueco en el cerco de la granja. Lo atravesó y corrió por el bosque hacia su libertad, despidiéndose de sus amigos... algunos que felices lo acompañaron en su huida. En el camino se hizo de nuevos amigos del bosque y entre todos se fueron a recorrer el mundo.

Knol ya era feliz. Se alimentaba de tiernas hierbas y de frutas deliciosas que la naturaleza proveía. Bebía el agua cristalina de un río que bajaba a través de hermosas cascadas en el bosque. Con el pasar de los días recobró su energía, y así pasaron los meses... y luego los años... y a pesar de su edad, Knol se hizo un caballo grande, fuerte y silvestre, descubriendo el auténtico sentido de la libertad.

Vio y conoció muchas cosas que en la granja nunca habría podido, y así sus sueños trotaron como el viento en la pradera...

Cuentan los guardabosques, que el caballito vivió rodeado de muchos amigos, y que incluso conoció a una hermosa y apacible yegua silvestre que habitaba la montaña, y que junto a ella viajó por los montes y los valles, y tuvieron muchos potrillitos... hasta que un día, ya de viejito —muy viejito— no pudo más y se echó feliz en un lugar tranquilo, acompañado de su familia y amigos. Y ahí murió, en algún hermoso lugar lleno de árboles entre las montañas...

Fin

Nota: Knol, en holandés, significa "viejo caballo de tiro". Para otros caballos se escribe "paard".
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