El Mago de la Botella

Hermanos Grimm — Adaptación de Ethan J. Connery

Érase una vez, en el lejano Oriente, vivía un viejo leñador en las afueras de una ciudad. El hombre era pobre y tenía un hijo a quien amaba tanto como a la vida. Siempre quería lo mejor para él, y por eso se esforzaba, trabajando duro, para darle a su hijo una vida digna.

Un día, cuando el hijo ya era joven (pero necesitado de aprender), tomó el viejito los ahorros de su vida y marchó a la ciudad con la esperanza de matricularlo en la mejor escuela de la región. Habiendo regresado, el viejito llamó a su hijo y le dijo:
— Mi pequeño, ahora irás a la ciudad a estudiar. Es mi deseo que seas un hombre educado, conocedor de las cosas importantes del mundo, para que cuando crezcas puedas tener un trabajo noble, de manera que disfrutes de la vida, y de paso puedas mantener a tu anciano padre en sus últimos años, pues mi vida se está acortando y temo perder algún día las pocas fuerzas que aun me quedan.
Así, el hijo partió a la ciudad, a la escuela que le había indicado su padre, y ahí se quedó, viviendo en una gran casa de hospedaje en compañía de otros estudiantes.

El joven, de naturaleza alegre y compasiva, pronto se hizo de buenos amigos, de modo que su carácter especial le hizo merecedor de simpatías, recomendaciones y elogios tanto de sus maestros como de compañeros de clase. Era trabajador y estudioso, y no había día que pasase sin que llegara a clases con sus tareas bien completas y aprendidas. Por ello obtenía excelentes calificaciones, además de la admiración de la gente.

Haciendo honor a su padre, el muchacho preparaba sus lecciones desde temprano. Se levantaba cuando el Sol comenzaba a salir y trabajaba duramente la mayor parte del día. Cuando le faltaban energías, recordaba a su padre cortando leña en el bosque... todo para que él pudiera ser un gran hombre. Así se daba ánimos y se esforzaba mucho más por lograr sus sueños.

Los días pasaban, y el joven aprendía más y más sobre la vida. Todo parecía ir en orden, hasta que un día dejó de llegar el dinero. Preocupado, el hijo pidió permiso a sus maestros, y regresó a casa a ver a su padre, quién yacía enfermo en cama.
— ¿Estás bien, papá?
— Mi pequeño, he trabajado todo lo que he podido, pero no ha sido suficiente; mis ahorros se han acabado y el esfuerzo me ha restado el vigor de mis mejores años. Ahora me encuentro enfermo y me cuesta mucho moverme.
Muy apenado, el hijo se quedó en casa, cuidando a su padre. Pasaron los días y poco a poco su padre mejoró. Cuando ya estuvo fuerte como para levantarse, le dijo su hijo:
— Papá, trabajaré contigo trozando leña. Ya es tiempo que te ayude con tu duro trabajo.
El viejo leñador abrazó a su hijo, aceptando que no había más remedio que trabajaran los dos para salir adelante. El joven fue a casa de su vecino, le explicó al situación y le pidió prestada una de sus hachas, puesto que su padre sólo tenía una. Así, partieron, padre e hijo a trabajar al bosque...

Sucedió una tarde —tras almorzar al aire libre— que el joven se dirigió a la playa para descansar un rato, recostándose bajo la sombra de una gran palmera que en tiempos pasados había plantado un buen "cheikk", con la esperanza de dar frutos o sombra a algún viajero improvisado.

Mientras dormitaba un poco, el joven soñaba con su escuela, sus maestros y sus compañeros de clase, y comenzó a echarles de menos... estaba en eso cuando de repente despertó, alertado por una vocecita que gritaba entre la arena:
— ¡Auxilio, auxilio, sáquenme de aquí!
El joven se reincorporó y comenzó a buscar el origen del llamado, que parecía venir de abajo de la arena. Comenzó a cavar con las manos creyendo que alguien había terminado de alguna extraña manera, enterrado en aquel lugar. Cual no sería su sorpresa, cuando se encontró de pronto con una botella de vidrio en cuyo interior había una rana encerrada. Un viejo tapón en la boca de la botella le impedía escapar.
— ¡Auxilio, sáquenme de aquí! —le pidió la rana.
El hijo del leñador apenas podía creer que una rana le hablara, y como era un joven de corazón bondadoso, su primer impulso fue quitar el tapón para liberar a la pobre rana que se ahogaba en su interior. Al verse con el paso libre, la rana dio un salto, cayendo en la arena.

Frente al sorprendido joven, la rana se hizo humo y ese humo comenzó a crecer y a expandirse tan alto y grande como la palmera bajo la cual el joven había dormitado. El humo fue condensándose hasta tomar la forma de un mago... como esos genios de lámparas mágicas que se cuentan en los cuentos de Oriente.
— ¡Por fin! —gritó el mago— ¡Llevaba mil años atrapado en esa sucia botella, y tú me has liberado!
El joven le miraba sorprendido. El mago continuó:
— El siglo I me prometí que si alguien me liberaba le daría la vida eterna... pero pasó ese tiempo y seguía atrapado en la botella, bajo la arena nauseabunda. El siglo II me prometí que a quien me liberase le llenaría de riquezas, pero nadie llegó, y seguía sin ver siquiera la luz del Sol. Así llegó el siglo III, en el que decidí que a quien me liberara solo le daría las gracias y me iría sin darle nada. Nadie llegó. El siglo IV me dije que si alguien destapaba la botella sólo le dejaría vivir y me largaría sin más... pero nadie llegó tampoco. Cuando llegó el siglo V me juré que al salir de la botella sacrificaría al que me liberase... y no... nadie llegó tampoco... y así pasaron otros 500 años más. ¡Perdí la esperanza y la cordura hace mucho tiempo, y ahora estás aquí... tú... un mozalbete entrometido!
El joven apenas podía creer lo que escuchaba, pero su corazón estaba tranquilo ante lo que parecía que se le avecinaba. Sin embargo, no podía dejar de sentir lástima por las palabras del taumaturgo.
— ¡Te acabaré de una forma horrible! —gritó el mago enloquecido, y sus ojos brillaron como fuego.
El muchacho se apresuró a responder:
— ¡Espera un momento, mago! No fui yo quien te encerró en esa botella.
— ¡Eso ya no importa! —gritó el mago.
— ¡Pero es que tampoco puedo estar seguro que eras tú quien estaba en la botella! —exclamó el muchacho— ¿Que no ves que eres demasiado grande para caber en ella?
El mago estaba encolerizado:
— ¡Tonto! Yo puedo adoptar cualquier forma y tamaño... ¡Mira y verás!
El mago se hizo humo de nuevo, tomó la forma de la rana, y de un salto se metió en la botella.
— ¿Ves que sí puedo? —preguntó el mago, hecho rana.
El hijo del leñador no lo pensó dos veces: tomó el tapón y cerró la boca de la botella, dejándola en el hueco de la arena. Al verse nuevamente atrapada, la rana intentó empujar el tapón, pero no pudo moverlo ni un milímetro. El joven leñador tomó su hacha y comenzó a alejarse, silbando una triste melodía.
— "Cuando la marea suba, la arena volverá a tapar el hueco" —pensó el chico.
Desesperado, el mago se imaginó lo mismo, y haciendo un esfuerzo infinito por controlar la locura que le enrabiaba el alma, terminó suplicando:
— ¡Perdóname!
El joven siguió caminando y sus pisadas se oían a través de la arena.
— ¡Por favor, perdóname! —repitió el mago— El encierro había nublado mi corazón en tinieblas, pero tú me mostraste la luz... después de mil años... me liberaste... me liberaste y yo... ¡Qué hice! No... ¡Qué hice! ¡Oh, joven, inocente de mi mal! ¡perdóname, te lo ruego!
La rana rompió a llorar desconsoladamente.
— ¡Snif, snif... por favor! —dijo el mago— No quiero volver a estar encerrado nunca más. Prefiero que me mates de un pisotón. Puedes hacerlo. Para tí no sería difícil destruirme junto con la botella. Por favor, libérame o destrúyeme, pero no me dejes encerrado otra vez.
El joven se detuvo. Algo en sus palabras revelaban sinceridad. Fue hasta el hueco de arena, extrajo la botella y miró a la rana, que ya estaba nadando en sus propias lágrimas. La rana apenas ocultaba su vergüenza y lo miró de reojo, sin saber si lo pisaría o lo liberaría.
— Eres libre de marcharte, mago. Se me ha hecho tarde. Mi padre ha estado enfermo y debo ayudarle en su trabajo. Yo sólo pasaba por aquí a descansar un momento. De haber sabido antes que había alguien sufriendo dentro de una botella, le habría venido a rescatar. Pero no soy un mago como tú y no había forma en que pudiera saberlo.
El joven destapó la botella otra vez, dejándola sobre la arena. La rana permaneció unos instantes más en su interior, admirando al joven que lentamente se alejaba. Pasó un momento y la rana salió de la botella, tornándose humo y adoptando nuevamente su forma de mago.
— ¡Quieto ahí! —dijo el mago con una profunda voz de ultratumba.
El joven se detuvo nuevamente. Giró y miró al mago a los ojos, con serena firmeza. Al mago se le encendieron los ojos, y un rayo cayó del cielo, destruyendo la botella en mil pedazos. El mago se acercó al joven.
— Cualquier otro me hubiera dejado encerrado, pero tú actuaste con misericordia, a pesar del peligro que corrías: creíste en mí cuando te defraudé, y me diste una segunda oportunidad. Gracias... por lo que hiciste. Te estaré eternamente agradecido. Eres alguien especial y mereces ser recompensado.
El hijo del leñador parecía conmovido.
— Descuída, mago, puesto que ya estás en paz, tu disculpa es para mí suficiente recompensa. Me conformo con que seas feliz y obres bien... y yo tengo trabajo que hacer.
El mago sonrió.
— ¡Espera! Antes de que te vayas, joven amigo, ten esto, por favor.
Dijo el mago, retirando una brillante joya de su turbante.
— Esta piedra tiene el poder de curar todos los males de la humanidad, y estaba destinada a llegar a tus manos. Si algún día llegara a romperse, cada pedazo, por pequeño que sea, tendrá el poder de curar los males del mundo. Por favor, acéptala.
Sin entender muy bien a qué se refería, el joven aceptó la piedra, pues notó que el mago estaba decidido a entregársela.
— ¡Gracias, mago!
— ¡Bah, no tienes nada que agradecer! Es tuya, por derecho. ¡Vive feliz y prospera! —exclamó el mago, totalmente reformado y a medida que desaparecía en el aire.
El joven se quedó sólo en la playa, con la piedra. Decidió que ya era tiempo de volver con su padre, y al tomar el hacha, ésta entró en contacto con la piedra y he aquí que el acero de la herramienta se convirtió en una pieza de oro macizo.
— ¡No puede ser!
El muchacho regresó junto a su padre y le mostró el hacha de oro, contándole la asombrosa historia del mago y de cómo lo había liberado dos veces, haciéndole recapacitar. Su padre escuchó atentamente el relato y se maravilló de la suerte de su hijo, a quien había criado con suficiente cariño como para ofrecer a otros, segundas oportunidades.

El hacha ya estaba bastante desgastada cuando se convirtió en oro, por lo que el leñador y su hijo decidieron ir a la ciudad a venderla para comprarle una nueva hacha de acero al vecino. Así, llegaron a la tienda de un rico joyero, quien les pagó una enorme suma de dinero por la extraña herramienta.

Era tanto el dinero que obtuvieron, que no sólo compraron nuevas herramientas, sino que había dinero suficiente para que el joven terminara sus estudios en la escuela. Así fue como el muchacho regresó a vivir a la ciudad, para alegría de su padre, compañeros y maestros. Terminó la escuela y se hizo médico. Ya con un buen trabajo, pudo cuidar a su padre en su vejez, compartiendo con él una vida de abundancia.

Como médico, viajó por todo Oriente, mejorando a los enfermos con remedios naturales que se conocían por aquella época. Así el joven, ya adulto, se hizo de gran nombre y reputación. Todo el mundo le quería y admiraba, y su padre vivió feliz sus últimos años, tal como anhelaba.

¿Y la piedra mágica? º-º
Jamás volvieron a usarla después de lo del hacha... o al menos, no para hacer oro. Cuentan algunos cuenteros, que una vez vieron al padre y al hijo dirigirse a la playa y abordar un bote, remando hacia el horizonte... se dice que llevaban una pequeña bolsa de un extraño polvo de diamantes. Se dice que arrojaron el polvo a la mar... y que del océano surgió una neblina... y que la primavera trajo ese año, muchas lluvias en todo el mundo... y que con la llegada de esa estación, los males del mundo empezaron a desaparecer.

Fin