Pablito, el Pingüino Friolero
En el sur del mundo, muy muy al sur... cerca del Polo Sur, hace no demasiado tiempo, vivía un pingüinito de nombre Pablito. Pablito vivía en un pequeño pueblo de pingüinos, y su "iglú" (o casa de nieve) se encontraba al final de la calle principal. Su casita era la única de todo el poblado que tenía su chimenea propia, y eso porque a diferencia de los demás pingüinos de la aldea, Pablito era friolento (o sea que siempre andaba con frío). Ya sea en invierno o verano, la Antártica está llena de nieve, y a Pablito ver ese paisaje tan polar, le provocaba más frío aun.

Era tanto el frío que sentía el Pablito, que usualmente se le veía usando una bufanda verde, así como mitones (que son como guantes con un sólo dedito) y un gorro rojo. Siempre que sus amigos pingüinos se encontraban jugando en sus actividades invernales —como patinando en esquí o en snowboard, explorando grutas de hielo o haciendo muñecos de nieve— Pablito se encontraba encerrado en su iglú... poniendo leña a su estufita, a la que él puso por nombre, "Pepita".

Así, Pepita (la estufa) era su mejor amiga. Y aunque muchos pingüinitos iban a su casa a buscarle para salir a jugar, Pablito siempre se negaba diciéndoles que afuera estaba muy helado y que prefería estar calentito en su casa, descansando. A pesar de todo, sus amigos lo querían y se interesaban por él.

Un día, Pablito estaba tomando un baño de agua caliente, cuando se puso a soñar despierto con la idea de visitar alguna cálida y soleada isla tropical. Tenía algunas postales que le había enviado una amiga tortuga desde las islas Galápagos, y se había enamorado de sus paisajes... de las playas, de la arena templada, de las verdes y exuberantes palmeras. Su mayor sueño era irse a vivir a esas islas para no sentir frío nunca más.
— ¡Ya no aguanto más! Este lugar es muy helado para mí... ¡Me iré a una isla tropical!
Pablito saltó de la tina de baño, con su gorro y bufanda aun puestos, se puso sus mitones, y unas raquetas de nieve (para no hundirse en la nevada), y salió de su casa decidido a buscar nuevos horizontes. Sus amigos le hicieron una despedida y luego partió.
— ¡Adiós Pablito!
— ¡Que tengas suerte!
— ¡Envíanos una postal cuando llegues a tu isla!
Le despedían sus amigos.
— Así lo haré, amigos —respondía Pablito— ¡Pronto tendrán noticias mías... desde las Galápagos!
Armado de valor, Pablito empezó a caminar por la nieve en dirección del Sol. Pero se había alejado demasiado tiempo de Pepita, y el frío lo atrapó; se quedó tieso mientras subía una colina nevada. Trató de moverse pero no pudo, y de tanto esforzarse cayó hacia atrás y empezó a rodar colina abajo. Rodó y rodó, formando una enorme pelota de nieve a medida que caía... hasta que la pelota terminó chocando con sus amigos, que estaban abajo.
- ¡¡CATAPLÁS!!
Fue un choque espectacular º-º ...pingüinitos saltaban por los aires en todas direcciones y algunos llegaron a volar, lo cual ya es raro para un pingüino, acostumbrados por naturaleza sólo a nadar o a caminar de forma graciosa en la nieve.

Rápidamente, los amigos que quedaron ilesos lo sacaron de la bola de nieve y lo llevaron, colgando de sus raquetas, junto a su querida estufa, Pepita. Ahí se quedó Pablito, un buen rato, hasta que se descongeló.
— Brrrrr... ¡Que helado es ahí afuera! —exclamó Pablito.
— ¡Que esto te sirva de lección, Pablito! —le dijeron amablemente sus amigos— ¡Somos pingüinos y la nieve es donde vivimos!
Pero Pablito ya estaba decidido, así que una vez que se hubo secado y repuesto lo suficiente, calentó un poco de agua en la tetera y llenó tres guateros (bolsas de agua caliente). Se amarró un guatero a cada píe (a modo de zapato), y uno más en su barriga. Luego se puso su bufanda, su gorro y sus mitones, y partió de nuevo a la aventura...

En esta ocasión, sólo dos amigos lo despidieron, pues Pablito ya se había ganado el apodo de "la peligrosa bola de nieve".

Así fue como, caminando y caminando, Pablito avanzó varios kilómetros sobre un tempano de nieve, pero en un momento se detuvo para consultar un mapa que había llevado consigo, con tan mala suerte que mientras estaba distraído en el mapa, el hielo que había debajo de los guateros comenzó a derretirse. Hasta que...
— ¡¡SPLASH!!
Pablito cayó al agua helada.

¡Que suerte tuvo Pablito de tener amigos buenos! Ya que los mismos de quiénes se había despedido rato atrás, le habían seguido —por sí acaso— y se apresuraron a rescatarlo de las frías aguas del mar antártico. Cuando lograron sacarlo, Pablito ya se hallaba congelado en un enorme cubo de hielo.

Así, sus amigos lo llevaron nuevamente a su casa. Pusieron el cubo de hielo sobre "Pepita" y esperaron, pacientemente, a que se derritiera para sacar a su amigo. Finalmente sacaron a Pablito, quién les agradeció por el rescate.
— ¡Esta lección si que no la olvidará! —decía un amigo.
— Al menos ya no te llamarán "la peligrosa bola de nieve" —decía el otro— Ahora te llamarán "el helado cubo de hielo".
El pobre Pablito se sonrojaba de sus fracasos y las burlas de sus amigos.

Y así pasaron los días, y Pablito seguía encerrado en su casa. Ya casi ni siquiera salía a comprar pescado, porque tenía la idea fija de dejar la Antártica para irse a vivir a su amada isla tropical. Como casi no se le veía, sus amigos llegaron a creer que había desistido de su empresa aventurera, y eso les tranquilizaba.

Pero una mañana vieron a Pablito salir de su casa. Llevaba una enorme manta que colgó a lo largo de un palo largo, y que luego amarró por la mitad a lo alto de un mástil, como si fuera la vela de un  barco, o uno de esos navíos de la época de los descubrimientos. Luego vieron que volvió a entrar a su casa, y al salir de ésta, llevaba un serrucho º-º
— ¿Qué locuras está haciendo Pablo, ahora? —preguntaban sus amigos.
— ¡Ojalá no sea otro plan peligroso para abandonar la Antártica! —decían otros.
Usando el serrucho y sin inmutarse, Pablito comenzó a cortar el hielo alrededor de su iglú, dándole al suelo la forma de una flecha.
— ¡Pero si está haciendo un barco de hielo! —se dió cuenta un amigo.
— ¡Ja ja ja, eso no va a funcionar! —rieron unos.
— ¡Ridículo! —le gritaron otros.
— ¡Mejor cómprate una bicicleta de escarcha! —se mofó otro.
— ¡Ja ja ja ja!
Y todos reían, sin cesar, de su idea estrafalaria.

Pero de pronto, y ante la sorpresa de los pingüinos de la aldea, el hielo que sustentaba la casa de Pablito comenzó a moverse, impulsado por el viento que empujaba la vela, hasta que...
— ¡Oh, increíble!
— ¡El barco se ha ido!
— ¡Pablito se va! ¡Pablito se va de la Antártica!
— ¡Se va a las islas tropicales!
Todo el mundo gritaba entusiasmado ante la grandeza de su hazaña. El barco-casa de Pablito se iba alejando en la distancia.
— ¡Adios, amigos! —gritaba Pablito— ¡Les enviaré una postal cuando llegue!
— ¡Pablito... Pablito... te echaremos de menos! —gritaban sus amigos— ¡Que tengas buen viaje, amigo!
Y así Pablito inició su última aventura hacia lo desconocido. Su casita flotante navegó y navegó por los mares antárticos y por los mares australes, en dirección norte. Durante el día se quedaba afuera mirando el horizonte, y en las noches, luego de consultar su mapa y guiado por las constelaciones, entraba a su casita y se acomodaba en su cama, junto a "Pepita", su estufa que le acompañaba en las buenas y malas. A veces, mientras el barco navegaba por las noches, Pablito se ponía a leer algún cuento de Ethan J. Connery para hacer su viaje mas placentero º-º

Una tarde que viajaba, no se veía nada, porque la niebla se hizo tan espesa, pero tan espesa, que Pablito tuvo que usar un cuchillo para cortarla como si de mantequilla se tratara. Luego, otra tarde que no había nada de viento para impulsar el barco, el mismo Pablito se encargaba de soplar la vela, con la esperanza que avanzara.

También ocurrió, en otra ocasión, que llegó una tormentita espantosita... o sea: era un tormenta espantosa pero chiquitita. Tan chiquitita que no alcanzaba ni para "tormenta" ni para "espantosa". Pablito fue a buscar su paraguas y cuando la tormenta lo vió se asustó tanto de su paraguas que se escapó.

Finalmente, una buena mañana, el pingüino Pablito llegó en su navío al Cabo de Hornos. ¡Por fín llegaba a Sudamérica! Pablito estaba fascinado.
— ¡Arboles verdes, flores y mamíferos! Ya estoy más cerca de mi amada isla tropical... -¡¡Viva!! —gritaba entusiasmado.
El barco continuó navegando, día y noche, hasta que un día se topó con una línea blanca que atravesaba el Océano Pacífico de lado a lado. Era la línea del Ecuador. El dios Neptuno, amo de los mares, le salió al encuentro.
— Hola muchacho... ¿A dónde vas en esa extraña embarcación? —dijo Neptuno.
— A las islas Galápagos, caballero, quiero vivir en un lugar cálido y soleado —repondió amablemente el pingüino.
— ¡Oh, ya estás muy cerca de ahí —repondió Neptuno— De hecho, pasaste la isla de largo. Permíteme levantar la línea del Ecuador para que tu barco de la vuelta y atraque en las Galápagos. Sólo debes girar y dirigirte a la derecha.
Neptuno usó su enorme tridente para levantar la línea, y el navío de hielo de Pablito pudo girar para alcanzar la isla.
— ¡Gracias amigo! —dijo Pablito.
Neptuno se despidió y se hundió nuevamente en el mar. En tanto, el pingüino torció rumbo a la isla, pero el Sol calentaba tan bien que Pablito se quedó profundamente dormido.
— Z-z-z-z... —se oía roncar a Pablito.
Sucedió, entonces, que mientras dormía, el Sol empezó a derretir el barco de hielo, y a los pocos minutos se oyó un sonido siseante:
— ¡FSSSSHHHH!
Era su estufa, Pepita, que se hundía en el agua. Pablito despertó de un salto.
— ¡Pepita! —gritó el pingüino— ¡¡Oh, no, mi barco se derrite!!
El barquito rápidamente se derretía, con igú y todo. Pablito no tuvo más remedio que saltar sobre los trozos de hielo que aun flotaban, pero se deshacían rápidamente... hasta que avistó a su bañera (la que usaba para tomar baños calientes) flotando en las aguas del mar. Pablito, que no era muy buen nadador, no lo pensó dos veces y la alcanzó.
— ¡Mi bañera me salvará!
Pero una vez se hubo metido a la bañera, se dio cuenta que le faltaba el tapón y estaba entrando agua, por lo que también corría el riesgo de hundirse. Trató de sacar el agua con un balde que flotaba por ahí, pero el agua entraba más rápido de lo que él la sacaba.

Desesperado, se le ocurrió una idea descabellada: tomó el desaguadero de la ducha, lo giró en dirección al mar, abrió la llave y...
— ¡CHUUUUUMMMM!
La bañera empezó navegar, expulsando la misma agua que entraba, como si de un sistema de propulsión a chorro se tratara. Y así, navegando a todo vapor, Pablito se dirigió hacia donde Neptuno le había indicado. La silueta de una isla apareció en el horizonte.
— ¡Las Galápagos! ¡Por fin mi sueño se cumple!... ¡¡Mi sueño se cumple!!
Pablito llegó a la isla tropical. Apenas podía creerlo... tanto viaje, tanta aventura y por fin estaba ahí. Ya no necesitaba su bufanda, su gorro y sus mitones. Los guardó en una cajita junto con varios recuerdos que había rescatado de su naufragio. Usando hojas de palmera, construyó una hermosa choza con forma de iglú, y luego se hizo una hamaca para relajarse, colgada entre dos profusas y verdes palmeras.

También aprendió a bucear, y fue así como rescató a Pepita del fondo del mar. La llevó a su nueva choza, y como ya no necesitaba estufa en ese lugar, Pepita se hizo refrigerador, así que la mantenía en una esquina fresca de la choza, para almacenar sus refrescos.

Y ahí se quedó Pablito, viviendo feliz, tomando el solcito y comiendo ricos plátanos de los árboles.

Un día, explorando la isla, se encontró con su amiga tortuga (la que le enviaba postales). Se abrazaron felices de encontrarse y Pablito le contó sus aventuras. Tiempo después, en la Antártica, sus amigos pingüinitos recibían una postal.
— ¡Es de Pablito! —gritaron los pingüinos.
— ¡Recórchilis, lo ha logrado! —exclamaban unos.
— ¡Pablito es un explorador y un aventurero! —aclamaban otros, con admiración.
— ¡Woooooooo!
Pablito era feliz en compañía de nuevos amigos. Pero lo que no muchos sabían, era que a veces, cuando lo invadía la nostalgia, echaba de menos a su antigua colonia de pingüinos... a su lejana patria de nieve y hielos milenarios que lo había visto crecer. Después de todo, Pablito era un pingüino.


Fin
El Rescate de Knol
Hace tiempo, en los extensos pastizales de los Países Bajos, vivía un granjero que tenía un viejo caballo de tiro que respondía al nombre de Knol. Aquel era su caballo de arado favorito debido a su buen porte y fuerza, pero con los años se había convertido en un animal ya cansado, pues había trabajado toda su vida en la granja. Lo cierto es que Knol estaba sobre-trabajado; tanto así que un día ya no pudo soportar más la dura labor de tirar de la rastra, y cayó rendido al suelo. El pobre caballito sentía que ya no podía realizar el trabajo sobre la tierra, y llegó a creer que su vida había llegado a su fin.

Al verlo tan desganado, el granjero quiso llevarlo al establo, pero no pudo hacer que se levantara ni logró quitarle el arado o las riendas, ya que Knol estaba sencillamente exhausto. Así, el agricultor lo dejó a un lado y continuó haciendo el arado a mano, ya que no podía permitirse parar aquel día. Al final del día el granjero ya estaba cansado, y Knol seguía en el mismo lugar en que había caído: se había echado a su suerte, y en su pensamiento solo anhelaba "dormir"... o ser libre.

Pronto llegó la noche y como Knol no se levantaba, el granjero llevó una vieja manta para cubrirlo. Y esa noche Knol durmió a la intemperie...

Al día siguiente el dueño de la granja debió retomar su labor, pero el caballito seguía echado. Así pasó otro día sin que Knol se pudiera siquiera levantar para ir a tomar un poco de agua al estanque. El pobrecillo parecía tullido. Preocupado, el granjero le llevó un cubo de agua y un poco de heno que apenas probó. Llegó entonces la noche, nuevamente, y el granjero le dijo a su esposa:
— Cariño, creo que no queda nada más que podamos hacer para que Knol se recupere.
— Es verdad —dijo la mujer— se ve que ya está viejo y que "su tiempo" llegó.
— ¿Sugieres que lo vendamos? —preguntó el agricultor— Nos ha acompañado tantos años en la granja y siempre ha sido trabajador... si lo vendemos en el mercado así como está no nos darán nada. Y no quiero imaginar lo que harían con él.
— Es verdad —dijo la mujer— pero... ¿qué otra alternativa nos queda?
Así, el matrimonio se fue dormir, con la pena de no saber qué futuro le esperaba al pobre Knol.

Pero el perro de la granja —un enorme y sabio pastor alemán— había estado oyendo la conversación. Se levantó cautelosamente en la noche y corrió a donde se encontraba el caballo.
Knol, tienes que huir rápido... ¡el amo quiere venderte!
— ¿Seguro, Max? —le preguntó Knol, que a pesar de todo reconocía en el granjero algún cariño.
— ¡Totalmente! —le respondió el perro— La señora ha instado al amo para que te lleve al mercado, y ya sabes que por tu edad...
El amigable Max se quedó callado. Pero luego repuso:
— ¿Qué deseas hacer, querido Knol?
— Quisiera ser libre, amigo Max. —respondió el caballo.
— Entonces haremos algo al respecto... —propuso Max.
— Ya, pero estoy atascado —repuso el caballo, que seguía amarrado al arado— Apenas si puedo moverme con tantas correas atadas a mi cuerpo.
El caballito intentó ponerse de pie, pero su esfuerzo fue infructuoso. El perro tiró de las riendas intentando soltarlas, pero tampoco pudo. Estaban en eso cuando se les apareció un ratón que había estado escondido (oyendo toda la conversación), y les dijo:
— ¡Amigos, puedo ayudar!
— Cualquier ayuda es buena —relinchó el caballo, y el perro asintió con un "¡guau!".
Mientras el ratón mordía las riendas y correas, el perro ayudaba tirando del armazón con los dientes... y pronto fueron apareciendo más y más animalitos que —curiosos ante el forcejeo— se acercaban a preguntar. Y cuando se enteraban de lo que pasaba, se apresuraban a ayudar. Entonces llegaron los patos a palmear, las gallinas a picotear, los corderos a mordisquear, los cerditos a animar con sus "¡Oink!", y hasta llegó una que otra liebre silvestre a roer... y así entre todos ayudaban al pobre caballo que había dado una vida de trabajo. Continuaron por varias horas, hasta que el trabajo de equipo se vio recompensado, ya que de pronto la armazón cedió por completo y Knol fue liberado.

El feliz caballito se levantó al fin.
— ¡¡Knol esta libre!! —gritaron todos muy felices.
Y así fue que el buen Knol —ya liberado de su destino— encontró, con ayuda de los demás animales, un hueco en el cerco de la granja. Lo atravesó y corrió por el bosque hacia su libertad, despidiéndose de sus amigos... algunos que felices lo acompañaron en su huida. En el camino se hizo de nuevos amigos del bosque y entre todos se fueron a recorrer el mundo.

Knol ya era feliz. Se alimentaba de tiernas hierbas y de frutas deliciosas que la naturaleza proveía. Bebía el agua cristalina de un río que bajaba a través de hermosas cascadas en el bosque. Con el pasar de los días recobró su energía, y así pasaron los meses... y luego los años... y a pesar de su edad, Knol se hizo un caballo grande, fuerte y silvestre, descubriendo el auténtico sentido de la libertad.

Vio y conoció muchas cosas que en la granja nunca habría podido, y así sus sueños trotaron como el viento en la pradera...

Cuentan los guardabosques, que el caballito vivió rodeado de muchos amigos, y que incluso conoció a una hermosa y apacible yegua silvestre que habitaba la montaña, y que junto a ella viajó por los montes y los valles, y tuvieron muchos potrillitos... hasta que un día, ya de viejito —muy viejito— no pudo más y se echó feliz en un lugar tranquilo, acompañado de su familia y amigos. Y ahí murió, en algún hermoso lugar lleno de árboles entre las montañas...

Fin

Nota: Knol, en holandés, significa "viejo caballo de tiro". Para otros caballos se escribe "paard".
El Sultán y la Palmera
De la Literatura Universal
Adaptación de Ethan J. Connery
Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Hace mucho tiempo, en lejanas tierras de Oriente, existió un Sultán muy querido y admirado por su pueblo. Bien sabido era, que no había día que pasase sin que hiciera algo bueno por sus fieles vasallos. Solía vérsele fuera del palacio, conversando con sus consejeros acerca de sabiduría y gobierno, o por algún rincón de su reino, conociendo los problemas de sus habitantes, y ayudándoles en la medida de lo posible.

Su lema era:
— "¡Sembrad el bien y cosecharéis lo bueno!"
Cuando no estaba otorgando un premio a algún ciudadano destacado, se encontraba regalando bolsas con monedas de oro a los desafortunados, procurando ordenar a sus ministros que asesoraran a los humildes para que la vida les sonriera de nuevo. Así era como todo el mundo le admiraba y quería profundamente, por sus cualidades de hombre consciente del dolor ajeno.

Pero decir sólo eso de aquel rey, tan bueno, sería menospreciar su grandeza. Lo cierto es que era de tan notable fama, que cuando le reconocían en público, la gente se apresuraba a vitorearle, sembrando de helechos y flores, su camino.

Fue así como un día, el amado Sultán enfermó... si bien no de gravedad. Los jardines del palacio se llenaron de gentes venidos de todos los rincones del reino, preocupados genuinamente por la salud de aquel hombre tan respetable. Durante noches y días completos, multitudes aguardaban a las afueras de la residencia real, esperando alguna buena nueva que anunciara un avance en la salud del excelentísimo.

A ciertas horas, un servidor de la corte real salía al balcón para leer a grandes voces el parte médico. Y cuando el servidor pronunciaba:
— "A nuestro amado Sultán le duele la cabeza."
Rápidamente se elevaban voces de entre los ciudadanos, aconsejando algún remedio tradicional para frenar el mal que le quejaba, tales como:
—"¡Cerrad sus cortinas y dejadle dormir!"
— "¡Dadle masajes en la sien!"
— "¡Aplicadle una bolsa de hielo en la frente!"
Y recomendaciones de ese estilo...

Al cabo de unos días, el servidor anunció, por fin, que el Sultán ya se había recuperado de su enfermedad, y tanto ciudadanos como viajeros llegados de otras tierras, atraídos por su fama, se pusieron muy contentos y armaron una enorme fiesta para celebrar con alegría en su corazones. Terminado el festejo, todo el mundo regresó a sus casas, satisfechos de haber podido ofrecer su ayuda al distinguido Sultán.

Ocurrió entonces que cierto día, el Sultán decidió salir a dar un paseo por la playa, rodeado de su corte. La comitiva llevaba algunos kilómetros caminando, junto a las bellas olas que rompían en los roqueríos, cuando el Sultán vio entre las dunas de arena a un anciano campesino que plantaba trabajosamente una palmera. Ordenó descansar a todo su séquito, y mientras sus consejeros y ministros se relajaban al aire tibio y al sonido de las olas, el Sultán se dirigió a donde estaba el campesino.
— ¿Qué haces, buen cheikk? —Preguntó el Sultán.
El campesino, con mirada humilde pero despierta, saludo con gran respeto al Sultán y le respondió:
— Estoy plantando, ¡Oh, gran Sultán!, esta pequeña palmera.
El Sultán observó la palmerita que plantaba y, pensativo unos instantes, preguntó de nuevo:
— ¿Cómo es que plantas una palmera? No conocerás a quiénes comeran el fruto de tu trabajo... ¿No sabes que una palmera necesitará de muchísimos años para que pueda dar frutos y que al ser ya un anciano, no alcanzarás a comer de ella?
— ¡Oh, por supuesto!, querido Sultán —dijo el anciano— No lo ignoro. Pero alguien ya plantó otras palmeras de las que nosotros mismos hemos podido comer, pues justo es entonces que plantemos nosotros para que otros más puedan comer en el futuro... ¿no opina lo mismo el Sultán?
La respuesta tenía mucho sentido, lo que llenó de admiración al soberano. Un hombre viejo le daba  una pequeña lección de sabiduría.
— ¡Muy cierto es! —se apresuró a responder el Sultán, y sacando de su cinto una bolsa con cien monedas de plata, se las obsequió al viejo, por su tan noble y generosa respuesta.
El campesino estaba visiblemente agradecido y emocionado.
— Oh, Sultán. No debería aceptar tan generoso regalo de tu parte, pero temo ofenderte si acaso me negara, de modo que lo acepto humildemente.
El soberano asintió, y se disponía a marcharse, cuando oyó al campesino murmurar:
— ¡Que rápido ha dado fruto mi palmera!
El Sultán, sorprendido de tan sabia observación, sacó de su bolsillo otra bolsa con cien monedas de plata y se la obsequió al campesino, diciéndole:
— ¡Ese comentario ha sido brillante! Ten, te lo mereces.
El viejo, saltando de alegría, no daba crédito a su suerte. Se arrodilló luego ante el Sultán, y, besando el anillo real de su mano, le dijo nuevamente:
— ¡Oh, poderoso y gran Sultán! Lo más maravilloso de todo esto es que una palmera grande da generalmente un sólo fruto al año, y la mía, que es aun pequeña, ya me ha dado dos frutos en sólo unos cuántos minutos.
La nueva respuesta tomó por sorpresa al Sultán, quién sonriendo y desconcertado ante la ingeniosa tozudez del viejo, resolvió recompensarle nuevamente. Buscando entre sus bolsillos encontró una bolsa con cien monedas de oro... eso ya era muchísimo, pero reconoció que el hombre era sabio y no podía dejar de recompensar tamaña inteligencia.

Miró la bolsa un momento más, pensando en la respuesta del anciano, pero terminó extendiéndosela finalmente:
— Toma, buen cheikk. Has resultado ser un vasallo inteligente y de buenas intenciones. Justo es que te recompense también por esa última respuesta que acabas de dar.
Llorando de sincera alegría, el viejo campesino agradeció nuevamente y de todo corazón al buen Sultán. Y como se sentía ansioso de agradecerle se atrevió a responder una vez más, aunque con cierta pícara simpatía:
— ¡Oh, gran señor, Sultán de los Sultanes! ¿Has notado cómo es que las palmeras comunes y corrientes pueden dar un sólo tipo de fruto en toda su vida, y mi palmera ya ha dado dos tipos de frutos cuando aun no termino de plantarla?
El sultán abrió los ojos como platos, pues no podía creer que el viejo le saliera con respuesta semejante...
— "Efectivamente: la plata y el oro son frutos diferentes." —pensó.
El soberano comenzó a reír a carcajadas, llamando la atención de su corte, quiénes se acercaron para ver quién era merecedor de tantas regalías. El Sultán se quedó apreciando al anciano, totalmente admirado de su enorme gracia y talento, y, dándole unas palmaditas en el hombro, le dijo con profundo respeto:
— ¡Ya, ya... debo partir, mi buen cheikk, que tus palmeras maduran con demasiada prontitud, y a este paso me quedaré sin reino a fuerza de tu ingenio! —el Sultán le cerró un ojo al viejo, que se sintió mucho más recompensado por el comentario que por la plata o el oro recibido.
El campesino se despidió con un honorabilísimo ademán, y el Sultán volvió a la playa con su séquito:
— ¡Oh, Sultán! Hemos visto cómo has dado una enorme fortuna a ese campesino... ¿tan necesitado estaba el pobre? —preguntaron sus ministros y consejeros.
— ¡Se lo ha ganado! —respondió el Sultán— A fuerza de experiencia un hombre corriente se vuelve admirable...
Y el buen Sultán regresó al palacio, siempre rodeado de su noble corte. Durante el trayecto, estudió las ingeniosas respuestas del viejo, y decidió que de ahí en más, valoraría en profundidad la cordialidad, el coraje y la experiencia de los hombres sabios.


Fin
El Lobo, la Miel y la Zorra
Cuento popular español

Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Erase que se era un lobo y una zorra, que, siendo vecinos en lo profundo de un bosque y en lo alto de un monte, les unía una buena amistad. Aconteció que cierto día, mientras paseaban juntos, se encontraron una calabaza de miel, y el lobo, que era el más fuerte de los dos animales, se quedó con ella para saborearla en soledad, no sin antes prometer a la zorra que le avisaría para que la comieran juntos, un día que tuviera buena comida.
La astuta zorra no tuvo otro remedio más que conformarse con la decisión del lobo, pero desde ese momento comenzó a pensar en algún modo de comerse la miel ella sola. La zorra tenía dos hermosos zorritos a quienes por ningún motivo dejaba solos ni un instante. Sucedió, pues, que uno de esos días se presentó la zorra en la cueva del lobo, y le dijo:
—Ya sabes, lobo, cuánto quiero a mis zorritos. Me han invitado a un bautizo que no me es posible eludir, pues he sido llamada a ser madrina. Te ruego, lobo amigo, que vayas a mi madriguera y cuides de mis pequeños zorritos.
—Por supuesto, mujer —respondió el lobo— ¡no faltaría más! Ve tranquila que yo cuidaré de tus cachorritos.
Y sucedió que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, la zorra penetraba en la cueva del lobo, dándose un tremendo atracón de miel. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le dijo el lobo:
—¡Qué tal estuvo el bautizo, amiga zorra! ¿Mucho te divertiste?
—Si... ¡ya lo creo! —le respondió la zorra.
—¿Y con qué nombre bautizaron al niño?
—La llamaron "Principela".
—¡Pobre niña, que nombre más extraño! —exclamó el lobo.
Y así quedó la cosa. Al cabo de unos días la zorra volvió a la cueva del lobo y le dijo:
—Lobo amigo, perdona si te soy inoportuna, pero me han invitado a un nuevo bautizo y no quisiera que mis dos zorritos queden solos en casa...
—Si, mujer, por supuesto, no te preocupes —repuso el lobo— Ve tranquila, que yo cuidaré de tus pequeños.
Y mientras el lobo entraba a la madriguera de la zorra, la zorra entraba en la cueva del lobo y demediaba la calabaza de miel. Terminada su faena regresó la zorra a su madriguera, preguntándole el lobo:
—¿Mucho te divertiste?
—Si..., ¡sin duda!
—¿Y qué nombre le han puesto al niño en esta ocasión?
—La llamaron "Mediela" —respondió la zorra—, también era una niña.
Y así quedo la cosa. Pasados algunos días fue nuevamente la zorra a ver al lobo:
—Lobo amigo, amigo lobo, si quisieras cuidar de mis cachorros te estaría agradecida, pues nuevamente he sido invitada a otro bautizo º-º
—Claro, mujer, nada tienes de qué preocuparte, yo los cuidaré.
Y ya sabemos que mientras el lobo entraba en la madriguera de la zorra, ésta lo hacía en la cueva del lobo, terminando de zamparse el resto de miel de la calabaza. Cuando la zorra regresó a su madriguera, le pregunta el lobo:
—¿Con qué nombre han bautizado a la nueva criatura?
—"Acabela" —contestó la zorra.
Y así quedó la cosa. A la semana siguiente, va la zorra a ver al lobo y le dice:
—Me parece que ya va siendo hora, amigo lobo, de que me invites a saborear esa deliciosa miel que nos encontramos... ¿recuerdas?
—Amiga zorra, casi la había olvidado. Ahora mismo la traigo, pues da la casualidad de que buena comida tengo —repuso el lobo.
Y yendo a la cocina, saca tres enormes gallinas bien cebadas y media docena de pollitos ya preparados. En sólo unos minutos devoraron la comida, y cuando ya tocaba el postre va el lobo a buscar la calabaza y la encuentra vacía.
—¡Te has comido la miel! —acusa el lobo a la zorra.
—¡Habrase visto! —respondió la zorra— ¿Y como me la habría podido yo comer? ¿Que acaso no eras tú el guardián de nuestra deliciosa miel?
—¡Pero si yo no me la he comido! —protestó el lobo.
—Ya, ya... no discutamos más —dijo la zorra—, no merece la pena, pero hagamos una cosa: dicen los sabios que el que come miel suda miel. Vamos a dormir un rato y al despertar sabremos quién se ha comido la miel.
Dicho y hecho, el lobo y la zorra se fueron a dormir. Rápidamente el lobo empezó a roncar, pues mucho había comido. En cuanto la zorra lo escuchó, ésta se levantó y, tomando la poca miel que apenas quedaba en la calabaza, escurrió unas cuántas gotas sobre la panza del lobo. Luego se volvió a acostar. Cuando el lobo despertó se percató que tenía gotas de miel sobre su panza, así que llamó a la zorra y le dijo:
—Amiga zorra, he sudado miel mientras dormía, pero te prometo que no he sido yo quien se la ha comido... ¡si ni siquiera la he alcanzado a probar!
—Quizá, es posible... —respondió la zorra—, pero también pudo ser que mientras soñabas te hayas levantado como un sonámbulo y te la hayas zampado sin darte cuenta, siquiera. ¿Eres sonámbulo?
— ¡No, no... desde luego que no! —repuso el lobo, convencido de haber caminado dormido °-°

Fin
El Anillo del Gigante
Cuento Tradicional Español


Ilustración del Artista Cántabro
Fernando Sáez González (1921-2018)

Había una vez una niña muy pobre que iba con frecuencia a recoger leña al monte. Un día que se le hizo tarde por haber encontrado unas fresas silvestres, se le echó la noche encima, debiendo abandonar su leña, pues se perdió y sólo añoraba encontrar el camino de vuelta a su casita.

Así se puso a andar y andar... La noche era oscurísima, había nevado y el camino estaba muy malo. A lo lejos divisó una lucecita y se encaminó hacia allá. La luz provenía de una casa, a cuya puerta había un gigante.
—Señor gigante —dijo la niña temblando de frío y de miedo—, me he perdido y estoy muy cansada y no sé dónde pasar la noche. Si tú quisieras hospedarme esta noche en tu casa...
—¡Oh!, sí sí, desde luego, pequeña —dijo el gigante, manifestando satisfacción.
El gigante se volvió hacia la puerta y gritó con voz de trueno:
—¡Pólvora, ábrete!
Y la puerta se abrió hacia afuera. Y pasaron la niña y el gigante, quien volvió a gritar:
—¡Pólvora, ciérrate!
Y la puerta se cerró. La llave en la cerradura dio dos vueltas, y un candado se enganchó solo en un pestillo. Y la niña y el gigante pasaron a la cocina y se sentaron junto a una enorme chimenea, negra de sucia a causa del hollín que se había acumulado, pues el gigante era un cíclope desordenado que nunca hacía las tareas del hogar. El fuego era grandísimo, las llamas rojas como la sangre de un toro enfurecido, y en las trébedes había una gran olla negra de la que emanaba un gran vapor.

La niña no estaba tranquila porque el gigante era sombrío, muy sombrío; tenía un solo ojo en la frente, como todo cíclope, y sus dientes  eran muy largos, tan largos que daba miedo verle sonreír. Después de un rato el gigante ordenó a la niña:
—Ahí tienes un carnero que acabo de matar. Descuartízalo y mételo en la olla y prepara algo delicioso, porque en adelante vivirás conmigo. No intentes escapar, porque el día que lo hagas en vez de carne del carnero, te cocinaré a ti, porque tu carne es más sabrosa.
El gigante se fue a acostar, mientras la pobre niña, sollozando, preparaba la cena.
—¡Cuando tengas la cena lista, me la llevas a mi cuarto! —le gritó desde su habitación el gigante, siguiéndole una risa malvada.
Pero el gigante debía estar muy cansado, porque pronto sus ronquidos hicieron retemblar toda la casa. La niña preparó la cena y sobre las brasas del fuego depositó un hierro puntiagudo hasta que se puso al rojo vivo. Cenó tranquilamente, pensando qué hacer, y terminada la cena, se fue a echar un vistazo por la casa.

De las paredes colgaban muchas pieles de cordero, así que explorando un pasillo llegó a una puerta, y al abrirla descubrió un corral cerrado en el que habían muchas ovejitas y algunos carneros. La niña, entonces, regresó junto al fuego, y, tomando el hierro candente, se dirigió al dormitorio del gigante, procurando pisar de puntillas para no despertarle. Cuando llegó junto al lecho del perverso cíclope, levantó el hierro y con todas sus fuerzas lo clavó en su único ojo.

El grito que dio el gigante debió llegar al otro extremo del mundo y la casa retumbó de tal forma que casi se les cae encima. El gigante primero se retorció de dolor en el lecho, y después se levantó de un salto, profiriendo injurias y jurando vengarse de la niña, mientras golpeaba las paredes de la casa.

La niña, que ya había tenido la precaución de registrar la casa, corrió a esconderse al corral junto a las ovejas, pero el gigante, suponiendo adonde iba, la siguió, palpando las paredes para no tropezar, y se puso en medio de la puerta del corral, con las piernas entreabiertas. Las ovejas, al verse libres, se lanzaron apretadamente buscando la salida, y pasaban por entre las piernas de su amo, quien las tocaba una a una, dejándolas pasar mientras decía:
—Esta es blanca, esta es negra... y este un carnero...
Y esperando que pasara la niña, vociferaba, mientras rechinaba los dientes:
—¡Ya verás tú, ya verás tú, pequeña bribona, te encontraré y te zamparé de un bocado!
Pero la niña, que era muy lista, cogió una piel de carnero y se metió en ella y se dispuso a pasar entre las ovejas. Cuando le tocó el turno, el gigante palpó la lana y los cuernos, y creyó que era un carnero, pero se quedó con la piel entre las manos.

Lleno de rabia, el gigante quiso vengarse de la niña, pero ella ya estaba ya fuera del corral y sólo podía lograr su intento mediante la astucia, así que riendo le dijo:
—¡Tu treta me ha sorprendido, niña! Y porque has sido ingeniosa en tu ardid, yo te perdono —le dijo, aparentando amabilidad—, y para que veas que es verdad lo que te digo te obsequiaré este anillo.
El gigante tomó un anillo que tenía en su dedo, y se lo tiró a la niña. El anillo cayó sobre la blanca hierba y parecía un gusanillo de luz por el brillo que despedía. La niña, temerosa de otro posible engaño, se resistía a cogerlo, pero tanto brillaba que al fin la curiosidad la llevó a tomarlo entre sus manos. Pero el anillo era mágico y éste se achicó rápidamente hasta cazar uno de sus deditos, entonces el anillo empezó a cantar con voz profunda:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Y el gigante pudo seguir a la niña. Y aunque la niña corría el gigante la seguía, porque el anillo seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
La niña quiso sacárselo del dedo y arrojarlo al fogón, pero por más esfuerzos que hizo no pudo desprenderse del fatal anillo, que cada vez se ajustaba más a su dedito. Cuando la niña llegó a la puerta de la casa, pasó su manita, que era muy pequeña, por debajo de la puerta, y el anillo al sentirse en el exterior de la casa, comenzó a cantar:
—¡Ha escapado, mi señor! ♪ ¡Está afuera de la casa, mi amo! ♫
A lo que el gigante, exclamó:
—¿Cómo has logrado salir? ¡No huirás de mi, pequeña bribona! ¡Pólvora, ábrete!
Y en el instante el candado se soltó del pestillo, la llave dio dos giros a la cerradura, y la puerta se abrió hacia fuera, liberando la mano de la niña, quien corrió con todas sus fuerzas al exterior de la casa, mientras el anillo repetía:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
Así llegó corriendo a un río que iba muy crecido por las lluvias que habían caído. Y al gigante le faltaba ya muy poco para alcanzarla. Entonces la niña recordó que en su faltriquera llevaba una navajilla con la que cortaba las ramitas del monte. La sacó al instante y se cortó el dedo a la altura del anillo, sacó el anillo y lo arrojó al río. Y el anillo, desde el fondo, seguía repitiendo:
—¡Aquí estoy, mi señor! ♪ ¡Por aquí voy, mi amo! ♫
El gigante, como no veía nada, cayó al agua, pero la corriente era demasiado fuerte y lo atrapó, ahogándose en un remolino espantoso º-º ...así, herida pero a salvo, la niña encontró el camino al pueblo, llevándose su dedito a casa de un doctor, quien esa misma noche se lo pegó y lo curó. La niña se prometió que nunca más llegaría tarde a su casita para no perderse de nuevo en el bosque, y el resto de esa noche se quedó en el pueblo.

A la mañana siguiente, cuando volvía a su casa, descubrió con asombro que las ovejitas y carneros que ella había liberado, habían seguido las huellas en la nieve que había dejado la niña la noche anterior, y habían llegado hasta su casa, por lo que la niña reunió a los animalitos y las pastoreó en su propia colina, y no volvió a ser pobre nunca más.

Fin
La Bella Durmiente
Versión de los Hermanos Grimm


Ilustraciones de Rose Art Studios

Hace muchos años había un Rey y una Reina que deseaban tener un hijo. Al fin la Reina dio a luz una pequeña niña. El Rey preparó una gran fiesta a la cual invitó a todos sus amigos y a las hadas madrinas del reino. Al final de la fiesta, las hadas dieron a la princesa sus regalos mágicos. Una le dio la belleza, otra la virtud, la tercera, la riqueza, y, juntas, le dieron todas las cualidades para hacer de ella una maravillosa muchacha.

En ese momento apareció una hada maligna que, llena de rencor por no haber sido invitada a la fiesta, gritó:
— ¡Cuando la princesa cumpla la edad de quince años se pinchará un dedo con el huso de una rueca y morirá!
En ese momento, una de las hadas madrinas, que aún no había pronunciado su deseo, se adelantó y dijo:
— No puedo evitar tu maleficio, pero la princesa no morirá, sólo caerá en un profundo sueño por cien años".
El Rey ordenó que todas las ruecas del reino fueran quemadas para evitar que se cumpliera la profecía del hada maligna. Sin embargo, la princesa, el día que cumplía los quince años, paseando por el palacio llegó a una vieja torre.


La princesa subió las escaleras y, en lo más alto de la torre, encontró una puerta. La abrió y entró a un pequeño cuarto. Allí vio a una extraña mujer que hilaba con una rueca.
— ¿Qué está haciendo? —le preguntó.
— Estoy hilando seda" —le respondió la mujer— ¿No quieres aprender?
En seguida, la princesa tomó el huso, se pinchó el dedo y de inmediato cayó en un profundo sueño.

Aunque parezca extraño, todos en el castillo, seres humanos y animales, fueron paralizados por el maléfico hechizo. En la cocina, toda actividad se suspendió de repente. Cocineros, meseros, doncellas, y animales también, se quedaron dormidos en la misma posición en que se encontraban cuando cayó el hechizo sobre el palacio.


Pasaron los años y, en el castillo, todos siguieron dormidos. El bosque creció y creció hasta cubrir el palacio. Muchos años pasaron. Un día, un príncipe llegó a esta tierra, y un anciano le relató la historia de ese fabuloso castillo. Que una bella princesa dormía allí, en espera de un valiente príncipe que la rescatara del hechizo.

El príncipe desenvainó su espada para abrirse paso entre la maleza; pero no fue necesario, pues ésta se convirtió en rosales que dejaban abierta una senda hasta el castillo. A su paso, vio pájaros y caballos dormidos y, cuando entró al castillo, vio al Rey y a la Reina durmiendo en el patio, rodeados de todos sus cortesanos. Lleno de asombro, siguió caminando en busca de la bella durmiente.


El príncipe pronto llegó a la torre. Subió y abrió la puerta del pequeño cuarto donde dormía la bella princesa. Era tan hermosa, que el príncipe se enamoró de ella y la besó. En ese preciso momento se cumplieron los cien años. La princesa abrió los ojos y miró al príncipe.
— ¿Eres tú mi príncipe? Te esperé mucho tiempo —dijo la bella durmiente.
Al despertarse la princesa, se despertó todo el palacio. La brisa empezó a soplar y el perfume de las rosas se esparció por todos los rincones del palacio. Los pajaritos, en los árboles, siguieron cantando el resto de su canción. El cocinero empezó a perseguir al mesero, una doncella trataba de atrapar el pollo para cocinarlo... el Rey y la Reina despertaron, y ni cuenta se dieron del tiempo que había pasado, excepto claro, por los exuberantes árboles que ahora dominaban el patio donde se encontraban.

Fue en aquel palacio, lleno de rosales donde el príncipe y la princesa se casaron y vivieron muy felices por siempre.

Fin
Cenicienta
Basada en la versión de Charles Perrault


Ilustración de Rose Art Studios

Cuando Cenicienta tenía sólo tres años de edad, su madre murió. Tiempo después, su padre volvió a casarse, con una viuda de mal carácter que tenía dos hijas orgullosas y feas.

Cenicienta era muy linda y buena, y, tanto su bondad como su belleza, despertaron la envidia de las dos antipáticas hermanastras. Todos los trabajos duros y difíciles de la casa le eran encomendados a Cenicienta, y ella, pacientemente, no protestaba.

Un día, el rey anunció que daría un baile para que su hijo, el apuesto príncipe, escogiera entre las asistentes a su futura esposa. Las mejores familias de la ciudad fueron invitadas al baile, y una de las muchas invitaciones fue enviada a la casa de Cenicienta. Las feas hermanastras elegían, contentas, las joyas que llevaría, y pensaban que una de ellas, sin lugar a dudas, sería escogida por el príncipe. Cenicienta no podía asistir al baile, pues su madrastra no se lo había permitido.

Después de que su madrastra y sus hermanastras salieron rumbo al castillo, Cenicienta se puso a llorar en un rincón de la cocina. En ese momento ocurrió algo asombroso: apareció el Hada Madrina de Cenicienta.
— Yo te ayudaré a ir al baile, querida Cenicienta. Tráeme una calabaza del jardín— dijo el Hada Madrina.
Y, en seguida pronunció, agitando su varita, las palabras mágicas:
— Abra Cadabra, ¡Presto!
De inmediato apareció delante de Cenicienta una maravillosa carroza dorada.
— Una, dos, tres y cuatro —dijo el Hada Madrina, al mismo tiempo que señalaba a cuatro ratoncitos que corrían por el jardín.
En el acto quedaron convertidos en blanco caballos, cochero y paje. En seguida aparecieron un cofre, y dentro de él Cenicienta encontró el más hermoso vestido que podamos imaginar y un par de relucientes y diminutas zapatillas de transparente cristal. El Hada Madrina le dijo que debía regresar del baile antes de las doce de la noche, pues a esa hora el encanto se rompería.

Cuando Cenicienta llegó al baile, todos se volvieron para mirarla, en especial el apuesto príncipe. Tan pronto vio a la linda Cenicienta, se enamoró de ella. Todos los invitados contemplaban a la feliz pareja, que danzaba en el centro del salón. Por supuesto, sus hermanastras no la habían reconocido.

El príncipe anunció a los reyes que había elegido a Cenicienta como futura esposa; y todos se sintieron muy felices.

Cenicienta había olvidado por completo la advertencia del Hada Madrina, de que debía salir del baile antes de las doce. Al oír la campanadas, echó a correr con todas sus fuerzas y, en su prisa, perdió una de las zapatillas. El príncipe corrió tras ella, pero sólo encontró, sobre las escaleras, la diminuta zapatilla de cristal.

El príncipe anunció entonces que se casaría con la joven a quien le quedara con exactitud la zapatilla. Y mandó que todas las jóvenes del reino se la midieran.

En la casa de Cenicienta, sus hermanastras se la midieron sin fortuna, pues era demasiado pequeña la zapatilla. Cuando Cenicienta pidió una oportunidad, sus hermanastras rieron fuertemente, pero de pronto quedaron asombradas al ver que su pequeñísimo pie entraba con exactitud.
— ¡Ella es la elegida de mi corazón! —exclamó el príncipe— Nos casaremos lo más pronto posible.
Buscó rápidamente a Cenicienta y, tomándola de la mano, la llevó al castillo de sus padres.
— Aquí está mi futura esposa. —les dijo, lleno de felicidad.
Los reyes se alegraron mucho, porque Cenicienta era tan linda y buena, que no podían dejar de quererla.

Cenicienta se casó con el príncipe. Perdonó a su madrastra y a sus hermanastras, porque un corazón noble no guarda rencor, y todos fueron muy felices en el castillo del reino.

Fin
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